En el evangelio de la misa de hoy, 23 de octubre, según san Lucas 12,13-21, el Señor nos pone en guardia contra la ambición avariciosa del poseer, de tener por objetivo en la vida como objetivo acumular riquezas. Como dice el papa Francisco, «Jesús nos invita a considerar que las riquezas pueden encadenar el corazón y distraerlo del verdadero tesoro que está en el cielo. Buscar las cosas que tienen un verdadero valor: la justicia, la solidaridad, la acogida, la fraternidad, la paz, todo lo que constituye la verdadera dignidad del hombre.»
Evangelio según san Lucas (12,13-21):
En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia.»
Él le contestó: «Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?»
Y dijo a la gente: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.»
Y les propuso una parábola: «Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: «¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha.» Y se dijo: «Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida.» Pero Dios le dijo: «Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?» Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.»
«¿Qué es la codicia? Es la avidez desenfrenada de bienes, querer enriquecerse siempre. Es una enfermedad que destruye a las personas, porque el hambre de posesión es adictiva» (Papa Francisco). «Los que quieren enriquecerse caen en la tentación, en lazos y en muchas codicias insensatas y funestas que hunden a los hombres en la ruina y la perdición, porque la avaricia es la raíz de todos los males» (1 Tim 6,9-10a).
Si has hecho de la riqueza la razón de vivir has perdido a Dios. La riqueza es tu dios, y su suerte su destino. Al final nada te llevarás, tan sólo el amor que hayas acumulado en tu corazón.
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Palabras del papa Francisco
(Ángelus, 31 julio 2022)
En el Evangelio de la Liturgia de hoy, un hombre dirige esta petición a Jesús: «Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo» (Lc 12,13). Es una situación muy común, problemas similares siguen estando a la orden del día: ¡cuántos hermanos y hermanas, cuántos miembros de una misma familia se pelean desgraciadamente, y quizás ya no se hablan, a causa de la herencia!
Jesús, respondiendo a ese hombre, no entra en detalles, sino que va a la raíz de las divisiones causadas por la posesión de cosas, y dice claramente: «Guardaos de toda codicia» (v. 15). ¿Qué es la codicia? Es la avidez desenfrenada de bienes, querer enriquecerse siempre. Es una enfermedad que destruye a las personas, porque el hambre de posesión es adictiva. El que tiene mucho nunca está satisfecho: siempre quiere más, y sólo para sí mismo. Pero así ya no es libre: está apegado, es esclavo de lo que paradójicamente debería haberle servido para vivir libre y sereno. En lugar de servirse del dinero, se convierte en un siervo del dinero. Pero la codicia es también una enfermedad peligrosa para la sociedad: por su culpa hemos llegado hoy a otras paradojas, a una injusticia como nunca antes en la historia, donde pocos tienen mucho y muchos tienen poco o nada. Pensemos también en las guerras y los conflictos: el ansia de recursos y riqueza está casi siempre implicada. ¡Cuántos intereses hay detrás de una guerra! Sin duda, uno de ellos es el comercio de armas. Este comercio es un escándalo al que no debemos ni podemos resignarnos.
Jesús nos enseña hoy que, en el fondo de todo esto, no hay sólo unos pocos poderosos o ciertos sistemas económicos: en el centro está la codicia que hay en el corazón de cada uno. Así que preguntémonos: ¿cómo es mi desprendimiento de las posesiones, de las riquezas? ¿Me quejo de lo que me falta o me conformo con lo que tengo? ¿Estoy tentado, en nombre del dinero y las oportunidades, a sacrificar las relaciones y sacrificar el tiempo por los demás? Y también, ¿sacrifico la legalidad y la honestidad en el altar de la codicia? Digo “altar”, altar de la codicia, pero ¿por qué he dicho altar? Porque los bienes materiales, el dinero, las riquezas pueden convertirse en un culto, en una verdadera idolatría. Por eso Jesús nos advierte con palabras fuertes. Dice que no se puede servir a dos señores, y ―prestemos atención― no dice Dios y el diablo, no, ni siquiera el bien y el mal, sino Dios y las riquezas (cf. Lc 16,13). Uno espera que diga que no se puede servir a dos señores, a Dios y al diablo. En cambio, dice: a Dios y a las riquezas. Servirse de las riquezas sí; servir a la riqueza no: es idolatría, es ofender a Dios.
Entonces ―podríamos pensar― ¿no se puede desear ser ricos? Por supuesto que se puede, es más, es justo desearlo, es bueno hacerse rico, ¡pero rico según Dios! Dios es el más rico de todos: es rico en compasión, en misericordia. Su riqueza no empobrece a nadie, no crea peleas ni divisiones. Es una riqueza que ama dar, distribuir, compartir. Hermanos, hermanas, acumular bienes materiales no es suficiente para vivir bien, porque ―repite Jesús― la vida no depende de lo que se posee (cf. Lc 12,15). En cambio, depende de las buenas relaciones: con Dios, con los demás y también con los que tienen menos. Entonces, preguntémonos: ¿cómo quiero enriquecerme? ¿quiero enriquecerme según Dios o según mi codicia? Y volviendo al tema de la herencia, ¿qué herencia quiero dejar? ¿Dinero en el banco, cosas materiales, o gente feliz a mi alrededor, buenas obras que no se olvidan, personas a las que he ayudado a crecer y madurar?
Que la Virgen nos ayude a comprender cuáles son los verdaderos bienes de la vida, los que permanecen para siempre.
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(Ángelus, 4 agosto 2019)
El Evangelio de hoy (cf. Lucas 12, 13-21) se abre con la escena de un hombre que se levanta en medio de la multitud y pide a Jesús que resuelva una cuestión jurídica sobre la herencia de la familia. Pero Él en su respuesta no aborda la pregunta, y nos exhorta a alejarnos de la codicia, es decir, de la avaricia de poseer. Para disuadir a sus oyentes de esta frenética búsqueda de riquezas, Jesús cuenta la parábola del rico necio, que cree que es feliz porque ha tenido la buena fortuna de un año excepcional y se siente seguro de los bienes que ha acumulado. Sería hermoso que lo leyerais hoy; está en el capítulo doce de San Lucas, versículo 13. Es una hermosa parábola que nos enseña mucho. La historia cobra vida cuando surge el contraste entre lo que el hombre rico planea para sí mismo y lo que Dios le plantea.
El rico pone ante su alma, es decir, ante sí mismo, tres consideraciones: los muchos bienes acumulados, los muchos años que estos bienes parecen asegurarle y, en tercer lugar, la tranquilidad y el bienestar desenfrenado (cf. v. 19). Pero la palabra que Dios le dirige anula estos proyectos. En lugar de los «muchos años», Dios indica la inmediatez de «esta noche; esta noche te reclamarán el alma»; en lugar de «disfrutar de la vida», le presenta la «restitución de la vida; tú darás la vida a Dios», con el consiguiente juicio. La realidad de los muchos bienes acumulados, en la que el rico tenía que basar todo, está cubierta por el sarcasmo de la pregunta: «Las cosas que preparaste, ¿para quién serán?» (v.20). Pensemos en las luchas por la herencia; muchas luchas familiares. Y mucha gente, todos conocemos algunas historias, que en la hora de la muerte comienzan a llegar: sobrinos, los nietos vienen a ver: «Pero, ¿qué me toca a mí? Y se lo llevan todo. Es en esta contraposición donde se justifica el apelativo de «necio» —porque piensa en cosas que cree concretas pero que son una fantasía— con el que Dios se dirige a este hombre. Es necio porque en la práctica ha negado a Dios, no ha contado con Él.
La conclusión de la parábola, formulada por el evangelista, es de una eficacia singular: «Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios» (v. 21). Es una advertencia que revela el horizonte hacia el que todos estamos llamados a mirar. Los bienes materiales son necesarios —¡son bienes!—, pero son un medio para vivir honestamente y compartir con los más necesitados. Hoy Jesús nos invita a considerar que las riquezas pueden encadenar el corazón y distraerlo del verdadero tesoro que está en el cielo. San Pablo nos lo recuerda también en la segunda lectura de hoy que dice: «Buscad las cosas de arriba… Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Colosenses 3, 1-2). Esto ―se entiende― no significa alejarse de la realidad, sino buscar las cosas que tienen un verdadero valor: la justicia, la solidaridad, la acogida, la fraternidad, la paz, todo lo que constituye la verdadera dignidad del hombre. Se trata de tender hacia una vida vivida no en el estilo mundano, sino en el estilo evangélico: amar a Dios con todo nuestro ser, y amar al prójimo como Jesús lo amó, es decir, en el servicio y en el don de sí mismo. La codicia de bienes, el deseo de tener bienes, no satisface al corazón, al contrario, causa más hambre. La codicia es como esos caramelos buenos: tomas uno y dices: «¡Ah, qué bien!», y luego tomas el otro; y uno tira del otro. Así es la avaricia: nunca estás satisfecho. ¡Tened cuidado! El amor así comprendido y vivido es la fuente de la verdadera felicidad, mientras que la búsqueda ilimitada de bienes materiales y riquezas es a menudo fuente de inquietud, de adversidad, de prevaricaciones, de guerra. Tantas guerras comienzan con la codicia.
Que la Virgen María nos ayude a no dejarnos fascinar por las seguridades que pasan, sino a ser cada día testigos creíbles de los valores eternos del Evangelio.