Misionero es también cualquiera que vive, donde se encuentra, como instrumento del amor de Dios; es quien hace de todo para que, a través de su testimonio, su oración, su intercesión, Jesús pase.
Queridos hermanos y hermanas, bienvenidos ¡buenos días!
Están aquí delante de nosotros las reliquias de santa Teresa del Niño Jesús, patrona universal de las misiones. Es hermoso que esto suceda mientras estamos reflexionando sobre la pasión por la evangelización, sobre el celo apostólico. Hoy, por tanto, dejémonos ayudar por el testimonio de santa Teresita. Ella nació hace 150 años, y en este aniversario tengo intención de dedicarle una Carta Apostólica.
Es patrona de las misiones, pero nunca estuvo en misión: ¿cómo se explica esto? Era una monja carmelita y su vida estuvo bajo el signo de la pequeñez y la debilidad: ella misma se definía “un pequeño grano de arena”. De salud frágil murió con tan solo 24 años. Pero, aunque su cuerpo estaba enfermo, su corazón era vibrante, era misionero. En su “diario” cuenta que ser misionera era su deseo y que quería serlo no solo por algunos años, sino para toda la vida, es más, hasta el fin del mundo. Teresa fue “hermana espiritual” de diversos misioneros: desde el monasterio los acompañaba con sus cartas, con la oración y ofreciendo por ellos continuos sacrificios. Sin aparecer intercedía por las misiones, como un motor que, escondido, da a un vehículo la fuerza para ir adelante. Sin embargo, a menudo no fue entendida por las hermanas monjas: obtuvo de ellas “más espinas que rosas”, pero aceptó todo con amor, con paciencia, ofreciendo junto a la enfermedad, también las críticas y las incomprensiones. Y lo hizo con alegría, lo hizo por las necesidades de la Iglesia, para que, como decía, se esparcieran “rosas sobre todos”, sobre todo sobre los más alejados.
Pero ahora, me pregunto, podemos preguntarnos nosotros, todo este celo, esta fuerza misionera y esta alegría de interceder ¿de dónde llegan? Nos ayudan a entenderlo dos episodios, que sucedieron antes de que Teresa entrara en el monasterio. El primero se refiere al día que le cambió la vida, la Navidad de 1886, cuando Dios obró un milagro en su corazón. A Teresa le quedaban poco para cumplir catorce años. Siendo la hija más pequeña, en casa era mimada por todos, pero no “malcriada”. Al volver de la Misa de medianoche, el padre, muy cansado, no tenía ganas de asistir a la apertura de los regalos de la hija y dijo: «¡Menos mal que es el último año!», porque a los 15 años ya no se hacía. Teresa, de carácter muy sensible y propensa a las lágrimas, se sintió mal, subió a su habitación y lloró. Pero rápido se repuso de las lágrimas, bajó y llena de alegría, fue ella la que animó al padre. ¿Qué había pasado? Que, en esa noche, en la que Jesús se había hecho débil por amor, ella se volvió fuerte de ánimo. Un verdadero milagro: en pocos instantes había salido de la prisión de su egoísmo y de su lamento; empezó a sentir que “la caridad le entraba en el corazón, con la necesidad de olvidarse de sí misma” (cfr. Manuscrito A, 133-134). Desde entonces dirigió su celo a los otros, para que encontraran a Dios y en vez de buscar consolación para sí se propuso «consolar a Jesús, hacerlo amar por las almas», porque —anotó Teresa— «Jesús está enfermo de amor y […] la enfermedad del amor sólo se cura con amor» (Carta a Marie Guérin, julio 1890). Este es el propósito de todas sus jornadas: «hacer amar a Jesús» (Carta a Céline, 15 octubre de 1889), interceder para que los otros lo amaran. Escribió: «Quisiera salvar las almas y olvidarme por ellos: quisiera salvarles también después de mi muerte» (Carta al P. Roullan, 19 de marzo de 1897). En más de una ocasión dijo: «Pasaré mi cielo a hacer el bien en la tierra». Este es el primer episodio que le cambió la vida a los 14 años.
Y este celo, estaba dirigido sobre todo a los pecadores, a los “alejados”. Lo revela el segundo episodio. Teresa supo de un criminal condenado a muerte por crímenes horribles, se llamaba Enrico Pranzini —ella nos dice su nombre—, considerado culpable del brutal homicidio de tres personas, estaba destinado a la guillotina, pero no quiso recibir el consuelo de la fe. Teresa lo tomó muy en serio e hizo todo lo que pudo: reza de todas las formas por su conversión, para que el que, con compasión fraterna, llama «pobre desgraciado Pranzini», tenga un pequeño signo de arrepentimiento y haga espacio a la misericordia de Dios, en la que Teresa confía ciegamente. Tuvo lugar la ejecución. Al día siguiente Teresa leyó en el periódico que Pranzini, poco antes de apoyar la cabeza en el patíbulo «se volvió, cogió el crucifijo que le presentaba el sacerdote ¡y besó por tres veces sus llagas sagradas!». La santa comenta: «Después su alma voló a recibir la sentencia misericordiosa de Aquel que dijo que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por los noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Manuscrito A, 135).
Hermanos y hermanas, esta es la fuerza de la intercesión movida por la caridad, este es el motor de la misión. De hecho, los misioneros, de los que Teresa es patrona, no son solo los que hacen mucho camino, aprenden lenguas nuevas, hacen obras de bien y son muy buenos anunciando; no, misionero es también cualquiera que vive, donde se encuentra, como instrumento del amor de Dios; es quien hace de todo para que, a través de su testimonio, su oración, su intercesión, Jesús pase. Y este es el celo apostólico que, recordémoslo siempre, no funciona nunca por proselitismo —¡nunca!— o por constricción —¡nunca!—, sino por atracción: la fe nace por atracción, uno no se vuelve cristiano porque sea forzado por alguien, no, sino porque es tocado por el amor. La Iglesia, antes que muchos medios, métodos y estructuras, que a veces distraen de lo esencial, necesita corazones como el de Teresa, corazones que atraen al amor y acercan a Dios. Pidamos a la santa —tenemos las reliquias, aquí—, pidamos a la santa la gracia de superar nuestro egoísmo y pidamos la pasión de interceder para que esta atracción sea más grande en la gente y para que Jesús sea conocido y amado.
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