Este domingo, el cuarto del Adviento, previo al nacimiento de Nuestro Señor, encendemos la última de las cuatro velas de la corona. Es la vela blanca; la dedicada a la Virgen María, la madre de Jesús.
Encender domingo tras domingo los cuatro velas muestra la gradual subida hacia la plenitud de la luz en Navidad. También se puede usar una quinta vela en el centro que representa a Cristo. Se enciende en la víspera de Navidad como un recuerdo de la venida de Cristo, Luz del Mundo. La luz y la vida de Dios triunfan sobre las tinieblas y la muerte. Porque el Hijo de Dios se ha hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación. ..ooOoo..
A continuación, en homenaje a la Madre de Jesús, ofrecemos las revelaciones de la Infancia de la Virgen María, del Señor a la beata Ana Catalina Emmerick. La fuente y el texto completo: http://www.capillacatolica.org (El subrayado y resaltado es nuestro)
INFANCIA DE LA VIRGEN MARÍA
Los antepasados de Santa Ana fueron Esenios. Estos piadosísimos hombres descendían de aquellos sacerdotes que en tiempos de Moisés y Aarón tenían el encargo de llevar el Arca de la Alianza, los cuales recibieron, en tiempos de Isaías y Jeremías, ciertas reglas de vida. Al principio no eran numerosos. Más tarde vivieron en Tierra Santa reunidos en una extensión como de millas de largo y de ancho, y sólo más tarde se acercaron a las regiones del Jordán. Vivían principalmente en el monte Horeb y en el Carmelo. Ya desde entonces había, entre estos judíos, antepasados de Ana y de la Sagrada Familia. De ellos también derivan los llamados “hijos de profetas”. Vivían en el desierto y en los alrededores del monte Horeb. En Egipto también he visto a muchos de ellos. Por causa de las guerras estuvieron un tiempo alejados del monte Horeb; pero fueron nuevamente recogidos por sus jefes. Los Macabeos pertenecieron también a ellos. Eran grandes veneradores de Moisés: tenían un trozo de vestido de él, que éste había dado a Aarón y que les había llegado en posesión. Era para ellos cosa sagrada, y he visto que en cierta ocasión unos quince murieron en lucha por defender este sagrado tesoro. Los jefes de los Esenios tenían conocimiento del misterio encerrado en el Arca de la Alianza. Los que permanecían célibes formaban una agrupación aparte, una orden espiritual, y eran probados largamente durante varios años antes de ser admitidos. Los jefes de la orden los recibían por mayor o menor tiempo, según la inspiración que recibían de lo alto. Los Esenios que vivían en matrimonio observaban mucho rigor entre ellos y sus mujeres e hijos, y guardaban la misma relación, con los verdaderos Esenios, que los Terciarios Franciscanos respecto a la Orden Franciscana. Solían consultar todos sus asuntos al anciano jefe del monte Horeb. Los Esenios célibes eran de una indescriptible pureza y piedad. Llevaban blancas y largas vestiduras, que conservaban perfectamente limpias. Se ocupaban de educar a los niños. Para ser admitidos en la orden debían contar, por lo menos, catorce años de edad. Las personas de mucha piedad eran probadas por sólo un año; los demás por dos. Vivían en perfecta pureza y no ejercían el comercio; lo que necesitaban para el sustento lo obtenían cambiando sus productos agrícolas. Si un Esenio faltaba gravemente, era arrojado de la orden, y esta excomunión era seguida generalmente de castigo, como en el caso de Pedro con Ananías, es decir, moría. El jefe sabía por revelación divina quién había faltado gravemente. He visto que algunos debían sólo hacer penitencias: se ponían un saco muy tieso, con los brazos extendidos, que no podían doblar, y el interior lleno de puntas agudas. Tenían sus cuevas en el monte Horeb. En una cueva mayor se había acomodado una sala de mimbre donde a las once reuníanse todos para la comida en común. Cada uno tenía delante un pequeño pan y un vaso. El jefe iba de uno a otro, bendiciendo los panes. Después de la refección cada uno volvía a su celda. En esa sala vi un pequeño altar, y sobre él panes bendecidos cubiertos, que luego se distribuían a los pobres. Poseían muchas palomas tan mansas que picoteaban en las manos. Comían de estas palomas, y supe que tenían algún culto religioso por medio de ellas, porque decían algo sobre las aves y las dejaban volar. De la misma manera he visto que decían algo sobre corderos, que luego dejaban vagar por el desierto. Tres veces al año iban al templo de Jerusalén. Tenían sacerdotes entre ellos, que cuidaban de las vestiduras sagradas, a las cuales purificaban, hacían de nuevo y costeaban su hechura. Se ocupaban de agricultura, de ganadería y especialmente de cultivar huertas. El monte Horeb estaba lleno de jardines y árboles frutales, en medio de sus chozas y viviendas. Otros tejían con mimbres o paños, o bordaban y adornaban vestiduras sacerdotales. La seda no la usaban para sí: la llevaban atada al mercado y la cambiaban por productos. En Jerusalén tenían un barrio especial para ellos y aún en el templo un lugar reservado. Los judíos comunes no congeniaban con ellos. Vi llevar al templo ofrendas como uvas de gran tamaño, que cargaban dos hombres, atravesadas en un palo. Llevaban corderos, que no eran sacrificados, sino que se dejaban correr libremente. No los he visto ofrecer sacrificio cruento. Antes de partir para el templo se preparaban con la oración, riguroso ayuno, disciplinas y otras penitencias. Quien se acercaba al templo con pecados no satisfechos penitencialmente temía ser castigado con muerte repentina, cosa que a veces sucedía. Si en el camino a Jerusalén encontraban a un enfermo o necesitado, no proseguían su camino hasta no haber ayudado al desvalido. Los he visto juntar yerbas medicinales, preparar bebidas y curar enfermos con estos medios: les imponían las manos o se tendían con los brazos extendidos sobre los mismos enfermos. Los he visto sanar a veces a la distancia. Los enfermos que no podían acudir, mandaban algún mensajero, en el cual hacían todo lo que el enfermo verdadero necesitaba, y éste sanaba en el mismo instante.
En tiempo de los abuelos de Ana era jefe de los Esenios el anciano Arcos. Este hombre tenía visiones en la cueva de Elías, en el monte Horeb, referentes a la venida del Mesías. Sabía de qué familia debía nacer el Mesías. Cuando Arcos tenía que profetizar sobre los antepasados de Ana, veía que el tiempo se iba acercando. Ignoraba, empero, que a veces se retardaba e interrumpía el orden por el pecado, y por cuánto tiempo era la tardanza. Sin embargo, exhortaba a la penitencia y al sacrificio. El abuelo de Ana era un Esenio que se llamaba Estolano antes de su matrimonio. Por su mujer y por las posesiones de ésta, se llamó después Garesha o Sarziri. He visto que Emorún, antes de su casamiento, fue a consultar a Arcos. Tuvo que entrar en la sala de reunión, en el monte Horeb, en un lugar señalado y hablar, a través de una reja, con el jefe supremo, como se usa en el confesionario. Después se encaminó Arcos por muchos escalones a lo alto del monte Horeb, donde estaba la cueva de Elías. La entrada era pequeña y unas gradas llevaban hacia abajo. La cueva estaba limpia y aseada y la luz entraba en el interior por una abertura superior. He visto, contra la pared, un pequeño altar de piedra, y sobre él, la vara de Aarón y un cáliz brillante como hecho de piedra preciosa. En este cáliz estaba depositada una parte del sacramento o misterio del Arca de la Alianza. Los Esenios habían adquirido este tesoro en ocasión en que el Arca había caído en manos de los enemigos. La vara de Aarón estaba guardada en una vaina en forma de arbolito con hojas amarillas alrededor. También en las mismas cuevas de los Esenios vi semejantes huesos delante de los cuales rezaban, ponían flores o encendían lámparas. Arcos se revestía al modo de los sacerdotes del templo, cuando oraba en la cueva de Elías. Su vestidura se componía de ocho partes. Primero se ponía sobre el pecho un vestido que había llevado Moisés: una especie de escapulario, que tenía una abertura para el cuello y caía en igual largo sobre el pecho y las espaldas. Sobre esto se ponía un alba blanca de seda, ceñida con un cíngulo ancho y una estola cruzada sobre el pecho que le llegaba hasta las rodillas. Luego se ponía una especie de casulla de seda blanca, que por detrás llegaba hasta el suelo, con dos campanillas en la parte inferior. Sobre el cuello llevaba una especie de corbata tiesa, cerrada por delante con botones. Su larga barba descansaba sobre esta corbata. Por último se ponía un pequeño manto brillante de seda blanca, que se cerraba por delante con tres garfios con piedras, sobre los cuales había letras o signos grabados. De ambos hombros colgaba una especie de piedras preciosas en número de seis, algunas también grabadas. En medio de la espalda había un escudo con signos y letras. En el manto se veían flecos, borlas y frutos. En el brazo llevaba un manípulo. La mitra era de seda blanca arrollada a modo de turbante y terminada en un adorno de seda que tenía en la frente una plancha de oro con piedras preciosas. Arcos rezaba postrado o echado sobre el suelo delante del altar. Vi que tuvo una visión en la cual vio que salía de Emorún un rosal de tres ramas. En cada rama había una rosa y la rosa de la segunda rama estaba señalada con una letra. También vio a un ángel que escribía una letra en la pared. A raíz de esto declaró Arcos a Emorún que debía casarse con el sexto pretendiente que tendría una hija, con una señal, que sería un vaso de elección de la cercana promesa. Este sexto pretendiente era Estolano. No vivieron mucho tiempo en Mara, sino que pasaron a Efrén. He visto también a sus hijas Emerencia e Ismeria consultar al anciano Arcos, el cual les aconsejó el casamiento porque eran ellas también vasos elegidos para la próxima promesa. La mayor, Emerencia, casóse con un Levita de nombre Afras y fue madre de Isabel, madre, a su vez, de Juan el Bautista. La primera hija de Ismeria se llamó Sobe. Ésta se casó más tarde con Salomón, y fue la madre de María Salomé, que se casó con Zebedeo, padre de los apóstoles Santiago el Mayor y Juan. Como no llevase Sobe la señal dicha por Arcos se contristaron mucho los padres y fueron al monte Horeb, a ver al profeta, quien les impuso oración y sacrificio, y los consoló. Por espacio de dieciocho años no tuvieron hijos, hasta el nacimiento de Ana. Tuvieron entonces ambos una visión nocturna. Ismeria vio a un ángel que escribía una letra en la pared, junto a su lecho. Contó esto a su marido, que había visto lo mismo, y ambos vieron la letra al despertar. Era la letra M que Ana había traído al mundo al nacer, grabada en el bajo vientre. Los padres amaban a Ana de una manera particular. He visto a la niña Ana: no era hermosa en grado notable, pero sí más que otras niñas de su edad. No fue de ningún modo tan hermosa como lo fue María; pero era muy sencilla, inocente y piadosa. Así la he visto en todo tiempo, como joven, como madre, como anciana, de manera que cuando veo a una campesina realmente sencilla, pienso siempre: “Esta es como Ana”. Ana fue llevada a la edad de cinco años al templo, como más tarde María. Vivió doce años allí y a los diecisiete volvió a su casa. Entre tanto tuvo su madre una tercera hija, llamada Maraha, y Ana encontró a su vuelta a un hijo de su hermana mayor Sobe, llamado Eliud. Maraha consiguió más tarde la posesión de la casa paterna, en Séforis, y fue madre de los discípulos Arastaria y Cocharia. El joven Eliud fue más tarde marido segundo de la viuda de Naíam, Maroni. Un año después enfermó Ismeria y murió. Desde el lecho de dolor hizo venir a su presencia a todos los de la casa, los exhortó y aconsejó y designó a Ana como ama de casa después de su muerte. Luego habló con Ana y le dijo que debía casarse, pues era un vaso de elección y de promesa.
Un año y medio más tarde se casó Ana con Helí o Joaquín, también por un aviso profético del anciano Arcos. Hubiera debido casar con un levita de la tribu de Aarón, como las demás de su tribu; pero por la razón dicha fue unida con Joaquín, de la tribu de David, pues María debía ser de la tribu de David. Había tenido varios pretendientes y no conocía a Joaquín; pero lo prefirió a los demás por aviso de lo alto. Joaquín era pobre de bienes y era pariente de San José. Era pequeño de estatura y delgado, era hombre de buena índole y de atrayentes maneras. Tenía, como Ana, algo de inexplicable en sí. Ambos eran perfectos israelitas y había en ellos algo que ellos mismos no conocían: un ansia y un anhelo del Mesías y una notable seriedad en su porte. Pocas veces los he visto reír, aunque no eran melancólicos ni tristes. Tenían un carácter sosegado y callado, siempre igual y aún en edad temprana llevaban la madurez de los ancianos. Fueron unidos en matrimonio en un pequeño lugar donde había una pequeña escuela. Sólo un sacerdote asistió al acto. Los casamiento eran entonces muy sencillos; los pretendientes se mostraban en general apocados; se hablaban y no pensaban en otra cosa sino que así debía ser. Decía la novia «sí», y quedaban los padres conformes; decía, en cambio, «no», teniendo sus razones, y también quedaban los padres de acuerdo. Primeramente eran los padres quienes arreglaban el asunto; a esto seguíase la conversación en la sinagoga. Los sacerdotes rezaban en el lugar sagrado con los rollos de la ley y los parientes en el lugar acostumbrado. Los novios se hablaban en un lugar aparte sobre las condiciones y sus intenciones; luego se presentaban a los padres. Éstos hablaban con el sacerdote que salía a escucharlos, y a los pocos días se efectuaba el casamiento. Joaquín y Ana vivían junto a Eliud, el padre de Ana. Reinaba en su casa la estricta vida y costumbre de los Esenios. La casa estaba en Séforis, aunque un tanto apartada, entre un grupo de casas, de las cuales era la más grande y notable. Allí vivieron unos siete años. Los padres de Ana eran más bien ricos; tenían mucho ganado, hermosos tapices, notable menaje y siervos y siervas. No he visto que cultivasen campos, pero sí que llevaban el ganado al pastoreo. Eran muy piadosos, reservados, caritativos, sencillos y rectos. A menudo partían sus ganados en tres partes: daban una parte al templo, adonde lo llevaban ellos mismos y que eran recibidos por los encargados del templo. La otra parte la daban a los pobres o a los parientes necesitados, de los cuales he visto que había algunos allí que los arreaban a sus casas. La tercera parte la guardaban para sus necesidades. Vivían muy modestamente y daban con facilidad lo que se les pedía. Por eso yo pensaba en mi niñez: «El dar produce riqueza; recibe el doble de lo que da». He visto que esta tercera parte siempre se aumentaba y que muy luego estaban de nuevo con lo que habían regalado, y podían partir de nuevo su hacienda entre los demás. Tenían muchos parientes que solían juntarse en las solemnidades del año. No he visto en estas fiestas derroche ni exceso. Daban una parte de la comida a los pobres. No he visto verdaderos banquetes entre ellos. Cuando se encontraban juntos se sentaban en el suelo entre tapetes, en rueda, y hablaban mucho de Dios con grandes esperanzas. A veces había entre los parientes gente no tan buena que miraba mal estas conversaciones y cómo dirigían los ojos a lo alto y al cielo. Sin embargo, con estos malos, ellos se mostraban buenos y les daban el doble. He visto que estos mal criados exigían con tumulto y pretensiones lo que Joaquín y Ana daban de buena voluntad. Si había pobres entre su familia les daban una oveja o a veces varias. En este lugar tuvo Ana su primera hija, que llamó también María. He visto a Ana llena de alegría por el nacimiento de esta niña. Era una niña muy amable; la he visto crecer robusta y fuerte, pero muy piadosa y mansa. Los padres la querían mucho. Tenían, sin embargo, una inquietud que yo no entendía bien: les parecía que ella no era la niña prometida (de la visión del profeta) que debían esperar de su unión. Tenían pena y turbación como si hubiesen faltado en algo contra Dios. Hicieron larga penitencia, vivieron separados uno de otro y aumentaron sus obras de caridad. Así permanecieron en la casa de Eliud unos siete años, lo que pude calcular en la edad de la primera niña, cuando terminaron de separarse de sus padres y vivir en el retiro para empezar de nuevo su vida matrimonial y aumentar su piedad para conseguir la bendición de Dios. Tomaron esta resolución en casa de sus padres y Eliud les preparó las cosas necesarias para el viaje. Los ganados eran divididos, separando los bueyes, asnos y ovejas; estos animales me parecían más grandes que los de nuestro país. Sobre los asnos y bueyes fueron cargados utensilios, recipientes y vestidos. Estas gentes eran tan diestras en cargarlos, como los animales en recibir la carga que les ponían. Nosotros no somos tan capaces de cargar mercaderías sobre carros como eran diestros éstos en cargar sus animales. Tenían hermoso menaje: todos sus utensilios eran mejores y más artísticos que los nuestros. Delicados jarrones de formas elegantes, sobre los cuales había lindos grabados, eran empaquetados, llenándolos con musgo y envueltos diestramente; luego eran sujetados con una correa y colgados del lomo de los animales. Sobre las espaldas de los animales colocaban toda clase de paquetes con vestimentas de multicolores envoltorios, mantas y colchas bordadas de oro. Eliud les dio a los que partían una bolsita con una masa pequeña y pesada, como si fuera un pedazo de metal precioso. Cuando todo estuvo en orden acudieron siervos y siervas a reforzar la comitiva y arreaba los animales cargados delante de sí hacia la nueva vivienda, la cual se encontraba a cinco o seis horas de camino. La casa estaba situada en una colina entre el valle de Nazaret y el de Zabulón. Una avenida de terebintos bordeaba el camino hasta el lugar. Delante de la casa había un patio cerrado cuyo suelo estaba formado por una roca desnuda, rodeado por un muro de poca altura, hecho de peña viva; detrás de este muro por encima de él había un seto vivo. En uno de los costados del patio había habitaciones de poca monta para hospedar pasajeros y guardar enseres. Había un cobertizo para encerrar el ganado y las demás bestias de carga. Todo estaba rodeado de jardines, y en medio de ellos, cerca de la casa, se levantaba un gran árbol de una especie rara; sus ramas bajaban hasta la tierra, echaban raíces y así brotaban nuevos árboles formando una tupida vegetación. Cuando llegaron los viajeros a la vivienda encontraron todo arreglado y cada cosa en su lugar, pues habían los padres enviado a algunos antes con el encargo de preparar todo lo necesario. Los siervos y siervas habían desatado los paquetes y colocado cada cosa en su lugar. Pronto quedó todo ordenado y habiendo dejado instalados a sus hijos en la nueva casa, se despidieron de Ana y Joaquín, con besos y bendiciones, y regresaron llevándose a la pequeña María, que debía permanecer con los abuelos. Desde entonces comenzaron una vida completamente nueva. Queriendo sacrificar a Dios todo su pasado y haciendo como si por primera vez estuviesen reunidos, se empeñaron, desde ese instante, por medio de una vida agradable a Dios, en hacer descender sobre ellos la bendición, que era el único objeto de sus ardientes deseos. Los vi visitando sus rebaños y dividiéndolos en tres partes, siguiendo la costumbre de sus padres: una para el templo, otra para los pobres y la tercera para ellos mismos. Al templo enviaban la mejor parte; los pobres recibían un buen tercio, y la parte menos buena la reservaban para sí. Como la casa era amplia, vivían y dormían en pequeñas habitaciones separadas, donde era posible verlos a menudo en oración, cada uno por su lado, con gran devoción y fervor. Los vi vivir así durante largo tiempo. Daban muchas limosnas y cada vez que repartían sus bienes y sus rebaños, éstos se multiplicaban de nuevo rápidamente. Vivían con modestia en medio de sacrificios y renunciamientos. Los he visto vestir ropas de penitencia cuando rezaban y varias veces vi a Joaquín, mientras visitaba sus rebaños en lugares apartados, orar a Dios en la pradera. En esta vida penitente perseveraron diecinueve años después del nacimiento de su primera hija María, anhelando ardientemente la bendición prometida y su tristeza era cada día mayor. Pude ver también a algunos hombres perversos acercarse a ellos y ofenderlos, diciéndoles que debían ser muy malos para no poder tener hijos; que la niña devuelta a los padres de Ana no era suya; que Ana era estéril y que aquella niña era un engaño forjado por ella; que si así no fuera la tendrían a su lado y otras muchas cosas más. Estas detracciones aumentaban el abatimiento de Joaquín y de Ana. Tenía ésta la firme convicción interior de que se acercaba el advenimiento del Mesías y que ella pertenecía a la familia dentro de la cual debía encarnarse el Redentor. Oraba pidiendo con ansia el cumplimiento de la promesa, y seguía aspirando, como Joaquín, hacia una pureza de vida cada vez más perfecta. La vergüenza de su esterilidad la afligía profundamente, no pudiendo mostrarse en la sinagoga sin recibir ofensas. Joaquín, a pesar se ser pequeño y delgado, era de constitución robusta. Ana tampoco era grande y su complexión, delicada: la pena la consumía de tal manera que sus mejillas estaban descarnadas, aunque bastante subidas de color. De tanto en tanto conducían sus rebaños al templo o las casas de los pobres, para darles la parte que les correspondía en el reparto, disminuyendo cada vez más la parte que solían reservarse para sí mismos.
Vi entonces a Joaquín lleno de tristeza abandonar el templo y, pasando por Betania, llegar a los alrededores de Maquero. Permaneció tan triste y avergonzado que, por algún tiempo, no dio aviso del sitio donde se encontraba. La aflicción de Ana fue extraordinaria cuando le refirieron lo que le había acontecido en el templo y al ver que no volvía.
Después de esto se retiró a su habitación y lloró amargamente.
Esto sucedía en tiempo de la fiesta de los tabernáculos. Joaquín había levantado su choza con ayuda de sus pastores. Al cuarto día de fiesta dirigióse a Jerusalén con numeroso ganado para el sacrificio, y se alojó en el templo. Ana, que también llegó el mismo día a Jerusalén, fue a hospedarse con la familia de Zacarías, en el mercado de los peces, y se encontró con Joaquín al finalizar las fiestas. Cuando Joaquín llegó a la entrada del templo, le salieron al encuentro dos sacerdotes, que habían recibido un aviso sobrenatural. Joaquín llevaba dos corderos y tres cabritos. Su oferta fue recibida en el lugar acostumbrado: allí mismo degolladas y quemadas las víctimas. Una parte de este sacrificio, sin embargo, fue llevaba a la derecha de la antesala y allí consumida . En el centro del lugar estaba el gran sillón desde donde se enseñaba. Mientras subía el humo de la víctima, descendía un rayo de luz sobre el sacerdote y sobre Joaquín. Hubo entonces un silencio general y gran admiración. Luego vi que dos sacerdotes llevaron a Joaquín a través de las cámaras laterales, hasta el Sancta Sanctorum, ante el altar del incienso. Aquí echó el sacerdote incienso, no en granos, como era costumbre, sino una masa compacta sobre el altar (era una mezcla de incienso, mirra, casia, nardo, azafrán, canela, sal fina y otros productos y pertenecía al sacrificio diario), que se encendió. Joaquín quedó solo delante del altar del incienso, porque los sacerdotes se alejaron. Vi a Joaquín hincado de rodillas, con los brazos levantados, mientras se consumía el incienso. Permaneció encerrado en el templo toda la noche, rezando con gran devoción. Estaba en éxtasis cuando se le acercó un rostro resplandeciente y le entregó un rollo que contenía letras luminosas. Eran los tres nombres: Helia, Anna y Miryam (Diversas formas de los nombres Joaquín, Ana y María). Junto a ellos veíase la figura del Arca de la Alianza o un tabernáculo pequeño. Joaquín colocó este rollo escrito bajo sus vestidos, junto al corazón. El ángel habló entonces: «Ana tendrá una Niña Inmaculada y de Ella saldrá la salud del mundo. No debe lamentar Ana su esterilidad, que no es para su deshonra sino para su gloria. Lo que tendrá Ana no será de él (Joaquín) si no que por medio de él, será un fruto de Dios y la culminación de la bendición dada a Abraham». Joaquín no podía comprender esto, y el ángel lo llevó detrás del cortinado que estaba separado lo bastante para poder permanecer allí. Vi que el ángel ponía delante de los ojos de Joaquín una bola brillante como un espejo: él debía soplar sobre ella y mirar. Yo pensé que el ángel le presentaba la bola, según costumbre de nuestro país donde, en los casamientos, se presenta al sacristán. Cuando Joaquín echó su aliento sobre la bola, aparecieron diversas figuras en ella, sin empañarse en lo más mínimo. Joaquín observaba. Entendí que el ángel le decía que de esa manera Ana daría a luz, por medio de él, sin ser empañada. El ángel tomó la bola y la levantó en alto, quedando suspendida. Dentro de ella pude ver, como por una abertura, una serie de cuadros conexos que se extendían desde la caída del hombre hasta su redención. Había allí todo un mundo, donde las cosas nacían unas de otras. Tuve conocimiento de todo, pero ya no puedo dar los detalles. En lo más alto hallábase la Santísima Trinidad; más abajo, a un lado, el Paraíso, Adán y Eva, el pecado original, la promesa a de la redención, todas las figuras que la anunciaban de antemano, Noé, el diluvio, el Arca, la bendición de Abraham, la transmisión de la bendición a su hijo Isaac, y de éste a Jacob; luego, cuando le fue retirada a Jacob por el ángel con quien luchó; cómo pasó a José en el Egipto; cómo se mostró en él y en su mujer en un grado de más alta dignidad; y cómo el don sagrado, donde reposaba la bendición, era sacado de Egipto por Moisés con las reliquias de José y se transformaba en el Santo de los Santos del Arca de la Alianza, la residencia de Dios vivo en medio de su pueblo. Vi el culto y la vida del pueblo de Dios en sus relaciones con este misterio, las disposiciones y las combinaciones para el desarrollo de la raza santa, del linaje de la Santísima Virgen, así como las figuras y los símbolos de María y del Salvador en la historia y en los profetas. Vi esto en cuadros simbólicos dentro de la esfera luminosa. Vi grandes ciudades, torres, palacios, tronos, puertas, jardines, flores, todas estas imágenes maravillosamente unidas entre sí por puentes de luz. Todo esto era embestido por fieras y otras temibles apariciones. Estos cuadros mostraban como la raza de la Santísima Virgen, al igual que todo lo santo, había sido conducida por la gracia de Dios, a través de combates y asaltos. Recuerdo haber visto, en esta serie de cuadros, un jardín rodeado por una densa valla espinosa, a través de la cual se esforzaban por pasar, en vano, una cantidad de serpientes y bestias repulsivas semejantes. Vi también una torre muy firme, asaltada por todas partes por guerreros, que luego eran precipitados desde lo alto de las murallas. Observé muchas imágenes análogas que se referían a la historia de la Virgen en sus antepasados. Los pasajes y puentes que unían el conjunto significaban la victoria obtenida sobre obstáculos e interrupciones que se oponían a la obra de la salvación. Era como si una carne inmaculada, una sangre purísima hubiesen sido puestas por Dios en medio de la humanidad, como en un río de agua turbia, y debiesen, a través de muchas penas y esfuerzos, reunir sus elementos dispersos, mientras el río trataba de atraerlas hacia sí y empañarlas; pero al final, con la gracia de Dios, de los innumerables favores y de la fiel cooperación de parte de los hombres, esto debía, después de oscurecimientos y purificaciones, subsistir en un río que renovaba sus aguas sin cesar, y elevarse fuera del río bajo la forma de la Santísima Virgen, de la cual nació el Verbo, hecho carne, que habitó entre nosotros. Entre las imágenes que contemplé en la esfera luminosa había muchas que están mencionadas en las letanías de la Virgen: las veo, las comparo, las comprendo y las voy considerando con profunda veneración cuando recito las letanías. Más tarde se desarrollaban en estos cuadros hasta el perfecto cumplimiento de la obra de la divina Misericordia con la humanidad, caída en una división y en un desgarramiento infinitos. Por el costado del globo luminoso opuesto al Paraíso, llegaban los cuadros hasta la Jerusalén celestial , a los pies del trono de Dios. Cuando hube visto todo, desvaneciéndose el globo resplandeciente, que no era sino la misma sucesión de cuadros que partiendo de un punto volvían todos a él luego de haber formado un círculo de luz. Creo que fue una revelación hecha a Joaquín por los ángeles, bajo la forma de una visión, de la cual tuve yo también conocimiento. Cuando recibo una comunicación de esta clase se me aparece siempre dentro de una esfera luminosa.
Joaquín había andado una tercera parte del camino, cuando vino a su encuentro Ana, en el lugar del corredor, debajo de la puerta dorada donde había una columna en forma de palmera con hojas caídas y frutos. Ana había sido conducida por los sacerdotes a través de una entrada que había del otro lado del subterráneo. Ella les había dado con su criada las palomas para el sacrificio, en unos cestos que había abierto y presentado a los sacerdotes, conforme le había mandado el ángel. Había sido conducida hasta allí en compañía de otras mujeres, entre ellas, la profetisa Ana. He visto que cuando se abrazaban Joaquín y Ana, estaban en éxtasis. Estaban rodeados de numerosos ángeles que flotaban sobre ellos, sosteniendo una torre luminosa y recordando la torre de marfil, la torre de David y otros títulos de las letanías lauretanas. Desapareció la torre entre Joaquín y Ana: ambos estaban llenos de gloria y resplandor. Al mismo tiempo, el cielo se abrió sobre ellos y vi la alegría de los ángeles y de la Santísima Trinidad y la relación de todo esto con la Concepción de María Santísima. Cuando se abrazaron, rodeados por el resplandor, entendí que era la Concepción de María en ese instante, y que María fue concebida como hubiera sido la concepción de todos sin el pecado original. Joaquín y Ana caminaban así, alabando a Dios, hasta la salida. Llegaron a una arcada grande, como una capilla donde ardían lámparas, y salieron afuera. Aquí fueron recibidos por los sacerdotes, que los despidieron. El templo estaba abierto y adornado con hojas y frutos. El culto se realizaba bajo el cielo, al aire libre. En cierto lugar había ocho columnas aisladas adornadas con ramajes. Joaquín y Ana llegaron a una salida abierta al borde extremo de la montaña del templo, frente al valle de Josafat. No era posible ir más lejos en esa dirección, pues el camino doblaba a derecha e izquierda. Hicieron todavía una visita a un sacerdote y luego los vi con su gente dirigirse a su casa. Una vez llegado a Nazaret, Joaquín dio un banquete de regocijo, sirvió a muchos pobres y repartió grandes limosnas. Vi el júbilo y el fervor de los esposos y su agradecimiento a Dios, pensando en su misericordia hacia ellos; observélos a menudo orando juntos, con los ojos bañados en lágrimas. Se me explicó en esta ocasión que los padres de la Santísima Virgen la engendraron en una pureza perfecta, por el efecto de la obediencia. Si no hubiera sido con el fin de obedecer a Dios, habrían guardado perpetua continencia. Comprendí, al mismo tiempo, cómo la pureza, la castidad, la reserva de los padres y su lucha contra el vicio impuro tiene incalculable influencia sobre la santidad de los hijos engendrados. En general, siempre vi en la incontinencia y en el exceso, la raíz del desorden y del pecado. Vi también que mucha gente se congratulaba con Joaquín por haber sido recibida su ofrenda en el templo. Después de cuatro meses y medio, menos tres días, de haber concebido Ana bajo la puerta dorada, vi que María era hecha tan hermosa por voluntad de Dios. Vi cómo Dios mostraba a los ángeles la belleza de esa alma y cómo ellos sintieron por ello inexplicable alegría. He visto también, en ese momento, cómo María se movió sensiblemente por primera vez dentro del seno materno. Ana se levantó al punto y se lo comunicó a Joaquín; luego salió a rezar bajo aquel árbol debajo del cual le había sino anunciada la Concepción Inmaculada.
Elías reconoció cuatro misterios de la Virgen Inmaculada que debía venir en la séptima época del mundo y de qué estirpe debía venir; vio también a un lado del mar un árbol pequeño y ancho, y al otro, uno muy grande, el cual echaba sus ramas superiores en el árbol pequeño. Observé que la nube se dividía. En ciertos lugares santificados, donde habitaban hombres justos que aspiraban a la salvación, dejaba la nube como blancos torbellinos de rocío, que tenían en los bordes todos los colores del arco iris, y vi concentrarse en ellos la bendición, como para formar una perla entro de su concha. Fuéme explicado que era ésta una figura profética y que en los lugares bendecidos donde la nube había dejado caer los torbellinos hubo cooperación real en la manifestación de la Santísima Virgen. Vi enseguida un sueño profético, en el cual, durante la ascensión de la nube, conoció Elías muchos misterios relativos a la Santísima Virgen. Desgraciadamente, en medio de tantas cosas que me perturban y me distraen, he olvidado los detalles, como también otras muchas cosas. Supo Elías que María debía nacer en la séptima edad del mundo; por esto llamó siete veces a su servidor. Otra vez pude ver a Elías que ensanchaba la gruta sobre la cual había orado y establecer una organización más perfecta entre los hijos de los profetas. Algunos de ellos rezaban habitualmente en esta gruta para pedir la venida de la Santísima Virgen, honrándola desde antes de su nacimiento. Esta devoción se perpetuó sin interrupción, subsistió gracias a los esenios, cuando estaba ya sobre la tierra, y fue observada más tarde por algunos ermitaños, de los cuales salieron finalmente los religiosos del Carmelo. Elías, por medio de su oración, había dirigido las nubes de agua según internas inspiraciones: de otro modo se hubiera originado un torrente devastador en lugar de lluvia benéfica. Observé como las nubes enviaron primero el rocío; caían en blancas líneas, formaban torbellinos con los colores del arco iris en los bordes, y finalmente caían en gotas de lluvia. Reconocí en esto una relación con el maná del desierto, que por la mañana aparecía rojizo y denso cubriendo el suelo como una piel que se podía extender. Estos torbellinos corrían a lo largo del Jordán, y no caían en todas partes, sino en ciertos lugares, como en Salén, donde Juan debía más tarde bautizar. Pregunté qué significaban los bordes rojizos, y se me dio la explicación de la concha del mar, que tiene también estos multicolores bordes, que expuesta al sol absorbe los colores y purificada de colores se va formando en su centro la madreperla blanca y pura. No puedo explicar mejor todo esto; pero se me dio a entender que ese rocío y esa lluvia significaba mucho más de lo que podía ser considerándolo sólo un refrescamiento de la tierra sedienta. Entendí que sin ese rocío la venida de María se hubiese retardado cien años, mientras las descendencias que se nutren de los frutos de la tierra, y se ennoblecen por el aplacamiento y la bendición del suelo, realzasen de nuevo esas descendencias recibiendo la carne la bendición de la pura propagación. La figura de la madreperla se refería a María y a Jesús. Además de la aridez de la tierra por falta de lluvia, observé la esterilidad de los hombres, y cómo los rayos del rocío caían de descendencia en descendencia, hasta la substancia de María. No puedo decirlo mejor. A veces presentábanse sobre los bordes multicolores una o varias perlas en forma de rostro humano que parecía derramar un espíritu que volvía luego a brotar con los demás.
XIII
En cuanto a mí, se me acercó la Virgen y me dijo, entre otras cosas, que quien en el día de hoy, (festividad del Nacimiento de La Virgen) por la tarde, recite con devoción nueve veces el Ave María en honor de su permanencia de nueve meses en el seno de su madre (Santa Ana) y de su nacimiento, y continúe durante nueve días este ejercicio de piedad, da a los ángeles cada día nueve flores destinadas a formar un ramillete que Ella recibe en el cielo y presenta a la Santísima Trinidad, con el fin de obtener una gracia para la persona que ha dicho esas mismas oraciones. Más tarde me sentí transportada a la altura, entre el cielo y la tierra. Debajo estaba la tierra, oscura y esfumada. En el cielo, entre los coros de los ángeles y santos, vi a la Santísima Virgen ante el trono de Dios. Pude ver construir para Ella, con las oraciones y las devociones de los fieles del mundo dos puertas o tronos de honor que crecían hasta formar iglesias, palacios y ciudades enteras. Me admiró que estos edificios estuvieran hechos totalmente de plantas, flores y guirnaldas, expresando, las diversas especies, la naturaleza y el mérito de las oraciones, dichas por los individuos o por las comunidades. Vi que para conducirlo hasta el cielo los ángeles y santos tomaban todo esto de entre las manos de quienes decían tales oraciones. XIV
Entre las nuevas criadas de Ana, sólo guardó en su casa a aquéllas cuyo servicio era necesario. Vi a María Helí, la hija mayor de Ana, ocupándose en los quehaceres domésticos. Tenía entonces unos diecinueve años, y habiéndose casado con Cleofás, jefe de los pastores de Joaquín, era madre de una niñita llamada María de Cleofás, de más o menos cuatro años en aquel momento. Joaquín oró, eligió sus más hermosos corderos, cabritos y bueyes y los envió al templo como sacrificio de acción de gracias. No volvió a casa hasta el anochecer. Por la noche vi llegar a casa de Ana a sus tres parientas. La visitaron en su habitación situada detrás del hogar, y la besaron. Después de haberles anunciado la proximidad de su alumbramiento, Ana, poniéndose de pie, entonó con ellas un cántico concebido más o menos en estos términos: “Alabad a Dios, el Señor, que ha tenido piedad de su pueblo, que ha cumplido la promesa hecha a Adán en el paraíso, cuando le dijo que la simiente de la mujer aplastaría la cabeza de la serpiente…”. No me es posible repetir todo con exactitud. Se encontraba Ana en éxtasis, enumerando en su cántico todas las imágenes que figuraban a María. Decía: “El germen dado por Dios a Abraham ha llegado a su madurez en mi misma”. Hablaba luego de Isaac, prometido de Sara, y agregaba: “El florecimiento de la vara de Aarón se ha cumplido en mí”. La he visto penetrada de luz en medio de su aposento, lleno de resplandores, donde aparecía también, en lo alto, la escala de Jacob. Las mujeres, llenas de asombro y de júbilo, estaban como arrobadas, y creo que vieron la aparición. Después de la oración de bienvenida se sirvió a las mujeres una pequeña comida de frutas y agua mezclada con bálsamo. Comieron y bebieron de pie, y fueron a dormir algunas horas para reposar del viaje. Ana permaneció levantada, y oró. Hacia la media noche, despertó a sus parientas para orar juntas, siguiéndola éstas detrás de una cortina cerca del lecho. Ana abrió las puertas de una alacena embutida en el muro, donde se hallaban varias reliquias dentro de una caja. Vi luces encendidas a cada lado; pero no sé si eran lámparas. Al pie de este pequeño altar había un escabel tapizado. El relicario contenía algunos cabellos de Sara, a quien Ana profesaba veneración; huesos de José, que Moisés había traído de Egipto; algo de Tobías, quizás un trozo de vestido, y el pequeño vaso brillante en forma de pera donde había bebido Abraham al recibir la bendición del ángel y que Joaquín había recibido junto con la bendición. Ahora sé que esta bendición constaba de pan y vino y era como un alimento sacramental. Ana se arrodilló delante de la alacena. A cada lado de ella estaba una de las dos mujeres, y la tercera, detrás. Recitó un cántico: creo que se trataba de la zarza ardiente de Moisés. Vi entonces un resplandor celestial que llenó la habitación, y que, moviéndose, condensábase en torno de Ana. Las mujeres cayeron como desvanecidas con el rostro pegado al suelo. La luz en torno de Ana tomó la forma de zarza que ardía junto a Moisés, sobre el monte Horeb, y ya no me fue posible contemplarla. La llama se proyectaba hacia el interior: de pronto vi que Ana recibía en sus brazos a la pequeña María, luminosa, que envolvió en su manto, apretó contra su pecho y colocó sobre el escabel delante del relicario. Prosiguió luego sus oraciones. Oí entonces que la niña lloraba. Vi que Ana sacaba unos lienzos debajo del gran velo que la cubría y fajándola, dejaba la cabeza, el pecho y los brazos descubiertos. La aparición de la zarza ardiendo desapareció. Levantáronse entonces las mujeres y en medio de la mayor admiración recibieron en brazos a la criatura recién nacida, derramando lágrimas de alegría. Entonaron todas juntas un cántico de acción de gracias, y Ana alzó a la niña en el aire como para ofrecerla. Vi entonces que la habitación se volvió a llenar de luces y oí a los ángeles que cantaban Gloria y Aleluya. Pude escuchar todo lo que decían: supe que, según lo anunciaban, veinte días más tarde la niña recibiría el nombre de María. Entró Ana en su alcoba y se acostó. Las mujeres tomaron a la niña, la despojaron de la faja, la lavaron y, fajándola de nuevo, la llevaron en seguida junto a su madre, cuyo lecho estaba dispuesto de tal manera que se podía fijar contra él una pequeña canasta calada, donde tenía la niña un sitio separado al lado de su madre. Las mujeres llamaron entonces a Joaquín, el cual se acercó al lecho de Ana, y arrodillándose, derramó abundantes lágrimas de alegría sobre la niña. La alzó en sus brazos y entonó un cántico de alabanzas, como Zacarías en el nacimiento del Bautista. Habló en el cántico del santo germen, que colocado por Dios en Abraham se había perpetuado en el pueblo de Dios y en la Alianza, cuyo sello era la circuncisión y que con esta niña llegaba a su más alto florecimiento. Oí decir en el cántico que aquellas palabras del profeta: “Un vástago brotará de la raíz de Jessé”, cumplíase en este momento perfectamente. Dijo también, con mucho fervor y humildad, que después de esto moriría contento. Noté que María Helí, la hija mayor de Ana, llegó bastante tarde para ver a la niña. A pesar de ser madre ella misma, desde varios años atrás, no había asistido al nacimiento de María quizás porque, según las leyes judías, una hija no debía hallarse al lado de su madre en tales circunstancias. Al día siguiente vi a los servidores, a las criadas y a mucha gente del país reunidos en torno de la casa. Se les hacía entrar sucesivamente, y la niña María fue mostrada a todos por las mujeres que la atendían. Otros vecinos acudían porque durante la noche había aparecido una luz encima de la casa, y porque el alumbramiento de Ana, después de tantos años de esterilidad, era considerado como una especial gracia del cielo. (…)
He visto una fiesta en las habitaciones de las vírgenes del Templo. María pidió a las maestras y a cada doncella en particular si querían admitirla entre ellas, pues esta era la costumbre que se practicaba. Hubo una comida y una pequeña fiesta en la que algunas niñas tocaron instrumentos de música. Por la noche vi a Noemí, una de las maestras, que conducía a la niña María hasta la pequeña habitación que le estaba reservada y desde la cual podía ver el interior del Templo. Había en ella una mesa pequeña, un escabel y algunos estantes en los ángulos. Delante de esta habitación había lugar para la alcoba, el guardarropa y el aposento de Noemí. María habló a Noemí de su deseo de levantarse varias veces durante la noche, pero ésta no se lo permitió. Las mujeres del Templo llevaban largas y amplias vestiduras blancas, ceñidas con fajas y mangas muy anchas, que recogían para trabajar. Iban veladas. No recuerdo haber visto nunca a Herodes que haya hecho reconstruir de nuevo la totalidad del Templo. Sólo vi que durante su reinado se hicieron diversos cambios. Cuando María entró en el Templo, once años antes del nacimiento del Salvador, no se hacían trabajos propiamente dichos; pero, como siempre, se trabajaba en las construcciones exteriores: esto no dejó de hacerse nunca. He visto hoy la habitación de María en el Templo. En el costado Norte, frente al Santuario, se hallaban en la parte alta varias salas que comunicaban con las habitaciones de las mujeres. El dormitorio de María era uno de los más retirados, frente al Santo de los Santos. Desde el corredor, levantando una cortina, se pasaba a una sala anterior separada del dormitorio por un tabique de forma convexa o terminada en ángulo. En los ángulos de la derecha e izquierda estaban las divisiones para guardar la ropa y los objetos de uso; frente a la puerta abierta de este tabique, algunos escalones llevaban arriba hasta una abertura, delante de la cual había un tapiz, pudiéndose ver desde allí el interior del Templo. A izquierda, contra el muro de la habitación, había una alfombra enrollada, que cuando estaba extendida formaba el lecho sobre el cual reposaba la niña María. En un nicho de la muralla estaba colocada una lámpara, cerca de la cual vi a la niña de pie, sobre un escabel, leyendo oraciones en un rollo de pergamino. Llevaba un vestido de listas blancas y azules, sembrado de flores amarillas. Había en la habitación una mesa baja y redonda. Vi entrar en la habitación a la profetisa Ana, que colocó sobre la mesa una fuente con frutas del grosor de un haba y una anforita. María tenía una destreza superior a su edad: desde entonces la vi trabajar en pequeños pedazos de tela blanca para el servicio del Templo. Las paredes de su pieza estaban sobrepuestas con piedras triangulares de varios colores. A menudo oía yo a la niña decir a Ana: «¡Ah, pronto el Niño prometido nacerá! ¡Oh, si yo pudiera ver al Niño Redentor!»… Ana le respondía; «Yo soy ya anciana y debí esperar mucho a ese Niño. ¡Tú, en cambio, eres tan pequeña!»… María lloraba a menudo por el ansia de ver al Niño Redentor. María llega al Templo teniendo algo menos de cuatro años: en toda su presentación hay signos extraordinarios y desusados. La hermana de la madre de Lázaro viene a ser la maestra de María, la cual aparece en el Templo con tales señales no comunes que algunos sacerdotes ancianos escribían en grandes libros acerca de esta niña extraordinaria. Creo que estos escritos existen aún entre otros escritos, ocultos por ahora. Más tarde suceden otros prodigios, como el florecimiento de la vara en el casamiento con José. Luego la extraña historia de la venida de los tres Reyes Magos, de los pastores, por medio de la llamada de los ángeles. Después, en la presentación de Jesús en el Templo, el testimonio de Simeón y de Ana; y el hecho admirable de Jesús entre los doctores del Templo a los doce años. Todo este conjunto de cosas extraordinarias las despreciaron los fariseos y las desatendieron. Tenían las cabezas llenas de otras ideas y asuntos profanos y de gobierno. Porque la Santa Familia vivió en pobreza voluntaria fue relegada al olvido, como el común del pueblo. Los pocos iluminados, como Simeón, Ana y otros, tuvieron que callar y reservarse delante de ellos. Cuando Jesús comenzó su vida pública y Juan dio testimonio de Él, lo contradijeron con tanta obstinación en sus enseñanzas, que los hechos extraordinarios de su juventud, si es que no los habían olvidado, no tenían interés ninguno en darlos a conocer a los demás. El gobierno de Herodes y el yugo de los romanos, bajo el cual cayeron, los enredó de tal manera en las intrigas palaciegas y en los negocios humanos, que todo espíritu huyó de ellos. Despreciaron el testimonio de Juan y olvidaron al decapitado. Despreciaron los milagros y la predicación de Jesús. Tenían ideas erróneas sobre el Mesías y los profetas: así pudieron maltratarlo tan bárbaramente, darle muerte y negar luego su resurrección y las señales milagrosas sucedidas, como también el cumplimiento de las profecías en la destrucción de Jerusalén. Pero si su ceguera fue grande al no reconocer las señales de la venida del Mesías, mayor es su obstinación después que obró milagros y escucharon su predicación. Si su obstinación no fuese tan grandemente extraordinaria, ¿cómo podría esta ceguera continuar hasta nuestros días? Cuando voy por las calles de la presente Jerusalén para hacer el Via Crucis veo a menudo, debajo de un ruinoso edificio, una gran arcada en parte derruida y en, parte con agua que entró. El agua llega, al presente, hasta la tabla de la mesa, del medio de la cual se levanta una columna, en torno de la que cuelgan cajas llenas de rollos escritos. Debajo de la mesa hay también rollos dentro del agua. Estos subterráneos deben ser sepulcros: se extienden hasta el monte Calvario. Creo que es la casa que habitó Pilatos. Ese tesoro de escritos será a su tiempo descubierto. He visto a la Santísima Virgen en el Templo, unas veces en la habitación de las mujeres con las demás niñas, otras veces en su pequeño dormitorio, creciendo en medio del estudio, de la oración y del trabajo, mientras hilaba y tejía para el servicio del Templo. María lavaba la ropa y limpiaba los vasos sagrados. Como todos los santos, sólo comía para el propio sustento, sin probar jamás otros alimentos que aquéllos a los que había prometido limitarse. Pude verla a menudo entregada a la oración y a la meditación. Además de las oraciones vocales prescritas en el Templo, la vida de María era una aspiración incesante hacia la redención, una plegaria interior continua. Hacía todo esto con gran serenidad y en secreto, levantándose de su lecho e invocando al Señor cuando todos dormían. A veces la vi llorando, resplandeciente, durante la oración. María rezaba con el rostro velado. También se cubría cuando hablaba con los sacerdotes o bajaba a una habitación vecina para recibir su trabajo o entregar el que había terminado. En tres lados del Templo estaban estas habitaciones, que parecían semejantes a nuestras sacristías. Se guardaban en ellas los objetos que las mujeres encargadas debían cuidar o confeccionar. He visto a María en estado de éxtasis continuo y de oración interior. Su alma no parecía hallarse en la tierra y recibía a menudo consuelos celestiales. Suspiraba continuamente por el cumplimiento de la promesa y en su humildad apenas podía formular el deseo de ser la última entre las criadas de la Madre del Redentor. La maestra que la cuidaba era Noemí, hermana de la madre de Lázaro. Tenía cincuenta años y pertenecía a la sociedad de los esenios, así como las mujeres agregadas al servicio del Templo. María aprendió a trabajar a su lado, acompañándola cuando limpiaba las ropas y los vasos manchados con la sangre de los sacrificios; repartía y preparaba porciones de carne de las víctimas reservadas para los sacerdotes y las mujeres. Más tarde se ocupó con mayor actividad de los quehaceres domésticos. Cuando Zacarías se hallaba en el Templo, de turno, la visitaba a menudo; Simeón también la conocía. Los destinos para los cuales estaba llamada María no podían ser completamente desconocidos por los sacerdotes. Su manera de ser, su porte, su gracia infinita, su sabiduría extraordinaria, eran tan notables que ni aún su extrema humildad lograba ocultar.
XXIII He visto a Zacarías hablando con Isabel, confiándole la pena que le causaba tener que ir a cumplir su servicio en el Templo de Jerusalén, debido al desprecio con que se le trataba por la esterilidad de su matrimonio. Zacarías estaba de servicio dos veces por año: No vivían en Hebrón mismo, sino a una legua de allí, en Juta. Entre Juta y Hebrón subsistían muchos antiguos muros; quizás en otros tiempos aquellos dos lugares habían estado unidos. Al otro lado de Hebrón se veían muchos edificios diseminados, como restos de la antigua ciudad que fue en otros tiempos tan grande como Jerusalén. Los sacerdotes que habitaban en Hebrón eran menos elevados en dignidad que los que vivían en Juta. Zacarías era así como jefe de estos últimos y gozaba, lo mismo que Isabel, del mayor respeto a causa de su virtud y de la pureza de su linaje de Aarón, su antepasado. He visto a Zacarías visitar, con varios sacerdotes del país, una pequeña propiedad suya en las cercanías de Juta. Era un huerto con árboles frutales y una casita. Zacarías oró allí con sus compañeros, dándoles luego instrucciones y preparándolos para el servicio del Templo que les iba a tocar. También le oí hablar de su aflicción y del presentimiento de algo que habría de sucederle. Marchó Zacarías con aquellos sacerdotes a Jerusalén, donde esperó cuatro días hasta que le llegó el turno de ofrecer sacrificio. Durante este tiempo oraba continuamente en el Templo. Cuando le tocó presentar el incienso, lo vi entrar en el Santuario, donde se hallaba el altar de los perfumes, delante de la entrada del Santo de los Santos. Encima de él, el techo estaba abierto, de modo que podía verse el cielo. El sacerdote no era visible desde el exterior. En el momento de entrar, otro sacerdote le dijo algo, retirándose de inmediato. Cuando Zacarías estuvo solo, vi que levantaba una cortina y entraba en un lugar oscuro. Tomó algo que colocó sobre el altar, encendiendo el incienso. En aquel momento pude ver, a la derecha del altar, una luz que bajaba hacia él y una forma brillante que se acercaba. Asustado, arrebatado en éxtasis, le vi caer hacia el altar. El ángel lo levantó, le habló durante largo tiempo, y Zacarías respondía. Por encima de su cabeza el cielo estaba abierto y dos ángeles subían y bajaban como por una escala. El cinturón de Zacarías estaba desprendido, quedando sus ropas entreabiertas; vi que uno de los ángeles parecía retirar algo de su cuerpo mientras el otro le colocaba en el flanco un objeto luminoso. Todo esto se asemejaba a lo que había sucedido cuando Joaquín recibió la bendición del ángel para la concepción de la Virgen Santísima. Los sacerdotes tenían por costumbre salir del Santuario inmediatamente después de haber encendido el incienso. Como Zacarías tardara mucho en salir, el pueblo, que oraba afuera, esperando, empezó a inquietarse; pero Zacarías, al salir, estaba mudo y vi que escribió algo sobre una tablilla. Cuando salió al vestíbulo muchas personas se agruparon a su alrededor preguntándole la razón de su tardanza; mas él no podía hablar, y haciendo signos con la mano, mostraba su boca. La tablilla escrita, que mandó a Juta en seguida a casa de Isabel, anunciaba que Dios le había hecho una promesa y al mismo tiempo le decía que había perdido el uso de la palabra. Al cabo del tiempo se volvió a su casa. También Isabel había recibido una revelación, que ahora no recuerdo cómo. Zacarías era un hombre de estatura elevada, grande y de porte majestuoso. XXIV
José, cuyo padre se llamaba Jacob, era el tercero entre seis hermanos. Sus padres habitaban un gran edificio situado poco antes de llegar a Belén, que había sido en otro tiempo la casa paterna de David, cuyo padre, Jessé, era el dueño. En la época de José casi no quedaban más que los anchos muros de aquella antigua construcción. Creo que conozco mejor esta casa que nuestra aldea de Flamske. Delante de la casa había un patio anterior rodeado de galerías abiertas como al frente de las casas de la Roma antigua. En sus galerías pude ver figuras semejantes a cabezas de antiguos personajes. Hacia un lado del patio, había una fuente debajo de un pequeño edificio de piedra, donde el agua salía de la boca de animales. La casa no tenía ventanas en el piso bajo, pero sí aberturas redondas arriba. He visto una puerta de entrada. Alrededor de la casa corría una amplia galería, en cuyos rincones había cuatro torrecillas parecidas a gruesas columnas terminadas cada una en una especie de cúpula, donde sobresalían pequeños banderines. Por las aberturas de esas cupulitas, a las que se llegaba mediante escaleras abiertas en las torrecillas, podía verse a lo lejos, sin ser visto. Torrecillas, semejantes a éstas había en el palacio de David, en Jerusalén; fue desde la cúpula de una de ellas desde donde pudo mirar a Bersabé mientras tomaba el baño. En lo alto de la casa, la galería corría alrededor de un piso poco elevado, cuyo techo plano soportaba una construcción terminada en otra torre pequeña, José y sus hermanos habitaban en la parte alta con un viejo judío, su preceptor. Dormían alrededor de una habitación colocada en el centro, que dominaba la galería. Sus lechos consistían en colchas arrolladas contra el muro durante el día, separadas entre sí por esteras movibles. Los he visto jugando en su dormitorio. También vi a los padres, los cuales se relacionaban poco con sus hijos. No me parecieron ni buenos ni malos. José tendría ocho años más o menos. De natural muy distinto a sus hermanos, era muy inteligente, y aprendía todo muy fácilmente, a pesar de ser sencillo, apacible, piadoso y sin ambiciones. Sus hermanos lo hacían víctima de toda clase de travesuras y a veces lo maltrataban. Aquellos muchachos poseían pequeños jardines divididos en compartimentos: vi en ellos muchas plantas y arbustos. He visto que a menudo iban los hermanos de José a escondidas y le causaban destrozos en sus parcelas, haciéndole sufrir mucho. Lo he visto con frecuencia bajo la galería del patio, de rodillas, rezando con los brazos extendidos. Sucedía entonces que sus hermanos se deslizaban detrás de él y le golpeaban. Estando de rodillas una vez uno de ellos le golpeó por detrás, y como José parecía no advertirlo, volvió aquél a golpearlo con tal insistencia, que el pobre José cayó hacia delante sobre las losas del suelo. Comprendí por esto que José debía estar arrebatado en éxtasis durante la oración. Cuando volvió en sí, no dio muestras de alterarse, ni pensó en vengarse: buscó otro rincón aislado para continuar su plegaria. Los padres no le mostraban tampoco mayor cariño. Hubieran deseado que empleara su talento en conquistarse una posición en el mundo; pero José no aspiraba a nada de esto. Los padres encontraban a José demasiado simple y rutinario; les parecía mal que amara tanto la oración y el trabajo manual. Oraba solo allí o se ocupaba en fabricar pequeños objetos de madera. Un viejo carpintero tenía su taller en la vecindad de los esenios. José iba allí a menudo y aprendía poco a poco ese oficio, en el cual progresaba fácilmente por haber estudiado algo de geometría y dibujo bajo su preceptor. Finalmente las molestias de sus hermanos le hicieron imposible la convivencia en la casa paterna. Un amigo que habitaba cerca de Belén, en una casa separada de la de sus padres por un pequeño arroyo, le dio ropa con la cual pudo disfrazarse y abandonar la casa paterna, por la noche, para ir a ganarse la vida en otra parte con su oficio de carpintero. Tendría entonces de dieciocho a veinte años de edad. Primero lo vi trabajando en casa de un carpintero de Libona, donde puede decirse que aprendió el oficio. La casa de su patrón estaba construida contra unos muros que conducían hasta un castillo en ruinas, a todo lo largo de una cresta montañosa. En aquella muralla habían hecho sus viviendas muchos pobres del lugar. Allí he visto a José trabajando largos trozos de madera, encerrado entre grandes muros, donde la luz penetraba por las aberturas superiores. Aquellos trozos formaban marcos en los cuales debían entrar tabiques de zarzos. Su patrón era un hombre pobre que no hacía sino trabajos rústicos, de poco valor. José era piadoso, sencillo y bueno; todos lo querían. Lo he visto siempre, con perfecta humildad, prestar toda clase de servicios a su patrón, recoger las virutas, juntar trozos de madera y llevarlos sobre sus hombros. Más tarde pasó una vez por estos lugares en compañía de liaría y creo que visitó con ella su antiguo taller. Mientras tanto sus padres creían que José hubiese sido robado por bandidos. Luego vi que sus hermanos descubrieron donde se hallaba y le hicieron vivos reproches, pues tenían mucha vergüenza de la baja condición en que se había colocado. José quiso quedarse en esa condición, por humildad; pero dejó aquel sitio y se fue a trabajar a Taanac, cerca de Megido, al borde de un pequeño río, el Kisón, que desemboca en el mar. Este lugar no está lejos de Afeké, ciudad natal del Apóstol Santo Tomás. Allí vivió en casa de un patrón bastante rico, donde se hacían trabajos más delicados. Después lo vi trabajando en Tiberíades para otro patrón, viviendo solo en una casa al borde del lago. Tendría entonces unos treinta años. Sus padres habían muerto en Belén, donde aún habitaban dos de sus hermanos. Los otros se habían dispersado. La casa paterna ya no era propiedad de la familia, que quedó totalmente arruinada. José era muy piadoso y oraba por la pronta venida del Mesías. Estando un día ocupado en arreglar un oratorio, cerca de su habitación, para poder rezar en completa soledad, se le apareció un ángel, dándole orden de suspender el trabajo: que así como en otro tiempo Dios había confiado al patriarca José la administración de los graneros de Egipto, ahora el granero que encerraba la cosecha de la Salvación habría de ser confiado a su guardia paternal. José, en su humildad, no comprendió estas palabras y continuó rezando con mucho fervor hasta que se le ordenó ir al Templo de Jerusalén para convertirse, en virtud de una orden venida de lo Alto, en el esposo de la Virgen Santísima. Antes de esto nunca lo he visto casado, pues vivía muy retraído y evitaba la compañía de las mujeres.
XXV
María vivía entre tanto en el Templo con otras muchas jóvenes bajo la custodia de las piadosas matronas, ocupadas en bordar, en tejer y en labores para las colgaduras del Templo y las vestiduras sacerdotales. También limpiaban las vestiduras y otros objetos destinados al culto divino. Cuando llegaban a la mayoría de edad, se las casaba. Sus padres las habían entregado totalmente a Dios y entre los israelitas más piadosos existía el presentimiento que de uno de esos matrimonios se produciría el advenimiento del Mesías. Cuando María tenía catorce años y debía salir pronto del Templo para casarse, junto con otras siete jóvenes, vi a Santa Ana visitarla en el Templo. Al anunciar a María que debía abandonar el Templo para casarse, la vi profundamente conmovida, declarando al sacerdote que no deseaba abandonar el Templo, pues se había consagrado sólo a Dios y no tenía inclinación por el matrimonio. A todo esto le fue respondido que debía aceptar algún esposo. La vi luego en su oratorio, rezando a Dios con mucho fervor. Recuerdo que, teniendo mucha sed, bajó con su pequeño cántaro para recoger agua de una fuente o depósito, y que allí, sin aparición visible, escuchó una voz que la consoló, haciéndole saber al mismo tiempo, que era necesario aceptar ese casamiento. Aquello no era la Anunciación, que me fue dado ver más tarde en Nazaret. Creí, sin embargo, haber visto esta vez, la aparición de un ángel. En mi juventud confundí a veces este hecho con la Anunciación, creyendo que había tenido lugar en el Templo. Vi a un sacerdote muy anciano, que no podía caminar: debía ser el Sumo Pontífice. Fue llevado por otros sacerdotes hasta el Santo de los Santos y mientras encendía un sacrificio de incienso, leía las oraciones en un rollo de pergamino colocado sobre una especie de atril. Hallándose arrebatado en éxtasis tuvo una aparición y su dedo fue llevado sobre el pergamino al siguiente pasaje de Isaías: «Un retoño saldrá de la raíz de Jessé y una flor ascenderá de esa raíz». Cuando el anciano volvió en sí, leyó este pasaje y tuvo conocimiento de algo al respecto. Luego se enviaron mensajeros a todas las regiones del país convocando al Templo a todos los hombres de la raza de David que no estaban casados. Cuando varios de ellos se encontraron reunidos en el Templo, en traje de fiesta, les fue presentada María. Entre ellos vi a un joven muy piadoso de Belén, que había pedido a Dios, con gran fervor, el cumplimiento de la promesa: en su corazón vi un gran deseo de ser elegido por esposo de María. En cuanto a Ella, volvió a su celda y derramó muchas lágrimas, sin poder imaginar siquiera que habría de permanecer siempre virgen. Después de esto vi al Sumo Sacerdote, obedeciendo a un impulso interior, presentar unas ramas a los asistentes, ordenando que cada uno de ellos la marcara una con su nombre y la tuviera en la mano durante la oración y el sacrificio. Cuando hubieron hecho esto, las ramas fueron tomadas nuevamente de sus manos y colocadas en un altar delante del Santo de los Santos, siéndoles anunciado que aquél de entre ellos cuya rama floreciere sería el designado por el Señor para ser el esposo de María de Nazaret. Mientras las ramas se hallaban delante del Santo de los Santos, siguió celebrándose el sacrificio y continuó la oración. Durante este tiempo vi al joven, cuyo nombre quizás recuerde, (y que la Tradición llama Agabus) invocar a Dios en una sala del Templo, con los brazos extendidos, y derramar ardientes lágrimas, cuando después del tiempo marcado, les fueron devueltas las ramas anunciándoles que ninguno de ellos había sido designado por Dios para ser esposo de aquella Virgen. Volvieron los hombres a sus casas y el joven se retiró al monte Carmelo, junto con los sacerdotes que vivían allí desde el tiempo de Elías, quedándose con ellos y orando continuamente por el cumplimiento de la Promesa. Luego vi a los sacerdotes del Templo buscando nuevamente en los registros de las familias, si quedaba algún descendiente de la familia de David que no hubiese sido llamado. Hallaron la indicación de seis hermanos que habitaban en Belén, uno de los cuales era desconocido y andaba ausente desde hacía tiempo. Buscaron el domicilio de José, descubriéndolo a poca distancia de Samaria, en un lugar situado cerca de un riachuelo. Habitaba a la orilla del río y trabajaba bajo las órdenes de un carpintero. Obedeciendo a las órdenes del Sumo Sacerdote, acudió José a Jerusalén y se presentó en el Templo. Mientras oraban y ofrecían sacrificio pusiéronle también en las manos una vara, y en el momento en que él se disponía a dejarla sobre el altar, delante del Santo de los Santos, brotó de la vara una flor blanca, semejante a una azucena; y pude ver una aparición luminosa bajar sobre él: era como si en ese momento José hubiese recibido al Espíritu Santo. Así se supo que éste era el hombre designado por Dios para ser prometido de María Santísima, y los sacerdotes lo presentaron a María, en presencia de su madre. María, resignada a la voluntad de Dios, lo aceptó humildemente, sabiendo que Dios todo lo podía, puesto que Él había recibido su voto de pertenecer sólo a Él.
Ceremonia nupcial
He podido ver muy bien a María con su vestido nupcial. Llevaba una túnica muy amplia abierta por delante, con anchas mangas. Era de fondo azul, con grandes rosas rojas, blancas y amarillas, mezcladas de hojas verdes, al modo de las ricas casullas de los tiempos antiguos. El borde inferior estaba adornado con flecos y borlas. Encima del traje llevaba un manto celeste parecido a un gran paño. Además de este manto, las mujeres judías solían llevar en ciertas ocasiones algo así como un abrigo de duelo con mangas. El manto de María caíale sobre los hombros volviendo hacia adelante por ambos lados y terminando en una cola. Llevaba en la mano izquierda una pequeña corona de rosas blancas y rojas de seda; en la derecha tenía, a modo de cetro, un hermoso candelero de oro sin pie, con una pequeña bandeja sobrepuesta, en el que ardía algo que producía una llama blanquecina. Ana había traído el vestido de boda, y María, en su humildad, no quería ponérselo después de los esponsales. Las jóvenes del Templo arreglaron el cabello de María, terminando el tocado en muy breve tiempo. Sus cabellos fueron ajustados en torno a la cabeza, de la cual colgaba un velo blanco que caía por debajo de los hombros. Sobre este velo le fue puesta una corona.
La Virgen María es rubia
José llevaba un traje largo, muy amplio, de color azul con mangas anchas y sujetas al costado por cordones. En torno al cuello tenía una esclavina parda o más bien una ancha estola, y en el pecho colgábanle dos tiras blancas. He visto todos los pormenores de los esponsales de María y José: la comida de boda y las demás solemnidades; pero he visto al mismo tiempo otras tantas cosas. Me encuentro tan enferma, tan molesta de mil diversas formas, que no me atrevo a decir más para no introducir confusión en estos relatos.
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