Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, en el Evangelio Jesús dice a Simón, por Él llamado Pedro: «A ti te daré las llaves del reino de los cielos» (Mt 16,19). Por eso vemos a menudo a San Pedro representado con dos grandes llaves en la mano, como en la estatua de esta plaza. Esas llaves representan el ministerio de autoridad que Jesús le confió para servir a toda la Iglesia. Porque la autoridad es un servicio, y la autoridad que no es servicio es dictadura.
Tengamos cuidado, sin embargo, de comprender bien el significado de esto. Las llaves de Pedro, en efecto, son las llaves de un Reino, que Jesús no describe como una caja fuerte o una caja blindada, sino con otras imágenes: una semilla pequeña, una perla preciosa, un tesoro escondido, un puñado de levadura (cf Mt 13,1-33), es decir, como algo precioso y rico, sí, pero al mismo tiempo pequeño y poco visible. Para alcanzarlo, por tanto, no es necesario accionar mecanismos y cerrojos de seguridad, sino cultivar virtudes como la paciencia, la atención, la constancia, la humildad, el servicio.
Por eso, la misión que Jesús confía a Pedro no consiste en atrancar las puertas de la casa, dejando entrar sólo a unos pocos invitados selectos, sino en ayudar a todos a encontrar el camino de entrada, en fidelidad al Evangelio de Jesús. A todos: todos, todos, todos pueden participar.
Y Pedro lo hará durante toda su vida, fielmente, hasta su martirio, después de haber experimentado por sí mismo, no sin esfuerzo y con muchas caídas, la alegría y la libertad que vienen del encuentro con el Señor. Fue el primero, para abrir la puerta a Jesús, tuvo que convertirse, y entender que la autoridad es un servicio. Y no fue fácil para él. Piensa que, justo después de decirle a Jesús: «Tú eres el Cristo», el Maestro tuvo que reprenderle, porque se negaba a aceptar la profecía de su pasión y su muerte en cruz (cf. Mt 16,21-23).
Pedro recibió las llaves del Reino no porque fuera perfecto -no, es un pecador- sino porque era humilde, honesto y el Padre le había dado una fe franca (cf. Mt 16,17). Por eso, confiando en la misericordia de Dios, pudo sostener y fortalecer, como se le pedía, también a sus hermanos (cf. Lc 22,32).
Hoy podemos preguntarnos: ¿cultivo el deseo de entrar, con la gracia de Dios, en su Reino, y de ser, con su ayuda, su guardián acogedor también para los demás? Y para ello, ¿me dejo «pulir», suavizar, modelar por Jesús y su Espíritu, el Espíritu que habita en nosotros, en cada uno?
Que María, Reina de los Apóstoles, y los santos Pedro y Pablo nos consigan, con sus oraciones, ser unos para otros guía y apoyo para el encuentro con el Señor Jesús.