
En el Evangelio de la liturgia de la misa de hoy, 16 de marzo, se narra la experiencia contemplativa de la transfiguración del monte Tabor. (Abajo puede leer el Evangelio según san Marcos 9,2-10).
Su cara era como el sol que brilla en todos su esplendor (Ap 16b).
Mientras El oraba cambió el aspecto de su rostro, y sus vestidos se tornaron de una blancura resplandeciente (Lc 9,29).
“El fuego es por naturaleza incorpóreo e invisible; pero cuando se aplica a algún cuerpo, asume un color distinto según los materiales que quema. De la misma manera, el Espíritu Santo no puede ser visto, si no es por medio de las criaturas en las cuales El opera” (San Antonio de Padua) (1).
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Domingo, por lo general poco expansivo, me vio pasar por delante de su casa, me saludó y me invitó a sentarme a su lado. Domingo dio una orden dentro del rancho:
—Negra, el hermano va a quedarse a cenar con nosotros.
La «negra» se asomó sonriente a la puerta y dijo:
—Domingo, hay poco para cenar: ¿no sería mejor invitarlo otro día?
Pero Domingo insistió, y yo sentí que tenía que quedarme, precisamente porque no tenían nada para darme. Al poco rato; llegó a la mesa un plato de pastas hervidas, sin condimento, y eso era todo. Estamos los tres en silencio tranquilo de la noche, pues los niños están todos durmiendo en la única cama, en la que siempre queda lugar. En cierto momento, vi que se iluminó el rostro de Domingo:
—Negra, somos verdaderamente felices, nos queremos, tenemos buena salud, Dios está con nosotros esta noche por la presencia del hermano, todo lo tenemos.
La negra hacia el comentario musical con su sonrisa. Hubiera deseado fijar ese momento… No, no era «fatalismo».
Domingo era un buen trabajador, pues gozaba de buena resistencia muscular y habilidad en el corte, pero era fácil a incomodarse, enojoso, contestatario, «nunca está contento», decía de él el capataz. En aquel momento, tenía Domingo su éxtasis contemplativo: descubría en su «nada» una mirada que se posaba en él con amor. Domingo me regaló aquella noche esa perla preciosa de que habla el Evangelio.
El resplandor de aquella noche en la mesa de Domingo, ilumina para siempre, definitivamente, esa profundidad del alma que no puede ser invadida por tinieblas.
Yo pienso que Domingo tuvo este Tabor porque no estaba satisfecho, porque su pobreza no había calmado en él el «hambre y la sed de justicia», y precisamente por esto no me comunicó la pasión estática y estúpida —al fin de cuentas burguesa— por llevar pantalones remendados y comer lo más desagradable, sino la alegría de compartir, y sobre todo la esperanza —y la esperanza es esencialmente movimiento hacia las cosas que hoy no se tienten—. Lo que hoy no se tiene es, sobre todo, lo que es esencial, la igualdad y la fraternidad. Domingo me comunicó para siempre la energía para luchar por un día más justo y más humano. (1)
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Somos ya transfigurados, santificados, «divinizados», por la gracia de Dios que opera en nosotros, los bautizados. El proceso ya se ha originado aunque todavía no culminado (beatificado).
Nosotros los bautizados somos los responsables de las transfiguraciones. No es Dios el que nos las niega, sino nosotros los que no nos prestamos a ellas.
Un cristiano que transfigure su imagen según la Imagen, Cristo, ha de irradiar los frutos de su Espíritu: amistad, paz, alegría, disponibilidad, fraternidad, bondad, gratuidad…
De quien dice ser cristiano necesariamente tiene que emanar una luz especial. Luz mística que, por otra parte, no todos captan: un corazón endurecido, superficial, en pecado o no gracia…, es incapaz de apreciarla. Quien es inocente, sencillo, sensible, quien tiene su interior lo suficientemente puro…, detecta –no necesariamente en el consciente– la iluminación transfigurativa de ciertas personas invadidas por lo divino.
Si el hombre de fe -habitado por el Espíritu Santo- representa un cierto grado de misterio por la bondad de su talante para los demás, entonces la luz de Dios está próxima, como la aurora, a iluminar los corazones presentes.
El ejercicio de la bondad propicia una personalidad amable y tierna. Del hondón de este alma surge suave pero nítido el resplandor de su belleza, de su paz, de su dicha…, que se trasluce en su persona. Posee un «aura» propia, que lo imanta todo, su mundo se torna de alguna forma ininteligible bondadoso. Esa luz llegará a todo y a todos.
Hay gente a cuyo lado todos se sienten bien. Un cristiano, que sea capaz de decir «ya no soy yo sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20) tiene que producir esa sensación que producía Cristo al que se le aproxima, sobre todo con fe, con confianza, porque salía de él una virtud que curaba a todos (Lc 8,46).
Hay personas que transmiten buenas sensaciones, con las que uno contacta fácilmente, que da gusto estar con ellos, irradian paz, calidez, suavidad, dulzura… Rostros de una serena alegría que iluminan otros rostros, que contagian su amabilidad, su bondad, la santidad; un no sé qué cargado de afecto y amor, atmósfera cálida y envolvente. Dan testimonio de la presencia mística de la gracia del Espíritu de Cristo, que les habita.
Si el Espíritu de Cristo glorioso está presente en nosotros, templos, entonces hemos de ser transparentes a El y ser signos del El en medio del mundo. El cristiano allí donde esté es un signo de paz, de serenidad, de armonía, de comunión…, gozo interior que sólo pueden provenir de una vida sustentada en el amor que comunica Cristo al entrar en íntima comunión con su Espíritu. Cuando hacemos sonreír de corazón a alguien; cuanto un rostro oscuro, apagado, lo iluminamos transformándolo en un semblante amable; cuando acogemos a alguien que se encuentra solo; cuando nos mostramos abiertos, confiados, haciendo nacer la confianza en alguien; cuando tratamos con respeto y cariño a alguien humillado; cuando a nuestro lado expandimos un clima de «buenas vibraciones», de afecto, de amor, de benevolencia, de mansedumbre, de misericordia, de justicia, de buena voluntad, de alegría…, estamos transfigurando el mundo, encarnando el Reino de Dios, según es espíritu de las Bienaventuranzas.
Los creyentes, coherentes con nuestra fe, hemos de irradiar con humildad y naturalidad un algo de divino, un misterio de gracia… Somos portadores del glorioso Reino de Dios.
Transfiguración en el monte Tabor, Marcos (9,2-10):
En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Estaban asustados, y no sabía lo que decía.
Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo.»
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
…o…
Palabras del papa Francisco
(Ángelus, 28 febrero 2021)
Este segundo domingo de Cuaresma nos invita a contemplar la transfiguración de Jesús en el monte, ante tres discípulos (cf. Mc 9,2-10). Poco antes, Jesús había anunciado que, en Jerusalén, sufriría mucho, sería rechazado y condenado a muerte. Podemos imaginar lo que debió ocurrir en el corazón de sus amigos, de sus amigos íntimos, sus discípulos: la imagen de un Mesías fuerte y triunfante entra en crisis, sus sueños se hacen añicos, y la angustia los asalta al pensar que el Maestro en el que habían creído sería ejecutado como el peor de los malhechores. Y precisamente en ese momento, con esa angustia del alma, Jesús llama a Pedro, Santiago y Juan y los lleva consigo a la montaña.
Dice el Evangelio: «Los llevó a un monte» (v. 2). En la Biblia el monte siempre tiene un significado especial: es el lugar elevado, donde el cielo y la tierra se tocan, donde Moisés y los profetas vivieron la extraordinaria experiencia del encuentro con Dios. Subir al monte es acercarse un poco a Dios. Jesús sube con los tres discípulos y se detienen en la cima del monte. Aquí, Él se transfigura ante ellos. Su rostro radiante y sus vestidos resplandecientes, que anticipan la imagen de Resucitado, ofrecen a estos hombres asustados la luz, la luz de la esperanza, la luz para atravesar las tinieblas: la muerte no será el fin de todo, porque se abrirá a la gloria de la Resurrección. Jesús, pues, anuncia su muerte, los lleva al monte y les muestra lo que sucederá después, la Resurrección.
Como exclamó el apóstol Pedro (cf. v. 5), es bueno estar con el Señor en el monte, vivir esta «anticipación» de luz en el corazón de la Cuaresma. Es una invitación para recordarnos, especialmente cuando atravesamos una prueba difícil —y muchos de vosotros sabéis lo que es pasar por una prueba difícil—, que el Señor ha resucitado y no permite que la oscuridad tenga la última palabra.
A veces pasamos por momentos de oscuridad en nuestra vida personal, familiar o social, y tememos que no haya salida. Nos sentimos asustados ante grandes enigmas como la enfermedad, el dolor inocente o el misterio de la muerte. En el mismo camino de la fe, a menudo tropezamos cuando nos encontramos con el escándalo de la cruz y las exigencias del Evangelio, que nos pide que gastemos nuestra vida en el servicio y la perdamos en el amor, en lugar de conservarla para nosotros y defenderla. Necesitamos, entonces, otra mirada, una luz que ilumine en profundidad el misterio de la vida y nos ayude a ir más allá de nuestros esquemas y más allá de los criterios de este mundo. También nosotros estamos llamados a subir al monte, a contemplar la belleza del Resucitado que enciende destellos de luz en cada fragmento de nuestra vida y nos ayuda a interpretar la historia a partir de la victoria pascual.
Pero tengamos cuidado: ese sentimiento de Pedro de que “es bueno estarnos aquí” no debe convertirse en pereza espiritual. No podemos quedarnos en el monte y disfrutar solos de la dicha de este encuentro. Jesús mismo nos devuelve al valle, entre nuestros hermanos y a nuestra vida cotidiana. Debemos guardarnos de la pereza espiritual: estamos bien, con nuestras oraciones y liturgias, y esto nos basta. ¡No! Subir al monte no es olvidar la realidad; rezar nunca es escapar de las dificultades de la vida; la luz de la fe no es para una bella emoción espiritual. No, este no es el mensaje de Jesús. Estamos llamados a vivir el encuentro con Cristo para que, iluminados por su luz, podamos llevarla y hacerla brillar en todas partes. Encender pequeñas luces en el corazón de las personas; ser pequeñas lámparas del Evangelio que lleven un poco de amor y esperanza: ésta es la misión del cristiano.
Recemos a María Santísima para que nos ayude a acoger con asombro la luz de Cristo, a guardarla y a compartirla.
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1.- PAOLI, A.: «La Contemplación», Paulinas, Bogotá 1983, pp.66-68.