El día 19 de marzo coincidiendo con la festividad de san José se celebra también el día del seminario. Quién mejor que san José, el cuidador de Jesús, para cuidar de los que van a ser su prolongación sacerdotal aquí en la tierra, y para velar porque perduren fielmente en su vocación ministerial y a la santidad!
En España el «Día del Seminario» nació vinculado a la fiesta de San José. En las comunidades autónomas en las que no es festivo, se celebra el domingo más cercano. Pero sigue manteniéndose la referencia a San José. La festividad de San José es de precepto para los católicos, obligatoriedad de participar ese día en la celebración de la Eucaristía, en toda la Iglesia (cf. Canon 1246 del Código de Derecho Canónico).
San José, el varón que el Cielo eligió como custodio de la Sagrada Familia. Padre y guardián de la Iglesia y abogado de la buena muerte.
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Y si san José es importante para poner bajo su auspicio el cuidado de los futuros sacerdotes, también lo es como a aquel al que dirigirnos para pedirle su intercesión en el aumento de las vocaciones, haciendo honor al significado de su nombre: «Dios aumente».
Sobre el número, y refiriéndonos a España, cabe decir que estamos necesitados de candidatos al sacerdocio. Otrora este país fue un vivero de vocaciones y de misioneros, que se esparcieron generosamente por todos los continentes; hoy, en cambio, es tierra de misión. Y lo es en el doble sentido, en cuanto al número de sacerdotes -que hay más defunciones o abandonos, que ordenaciones- que disminuyen sin remplazo suficiente, y teniendo que importarlos de otros países, sudamericanos o africanos, principalmente, y en el segundo sentido, en cuanto que se hace urgente una reevangelización, pues la increencia avanza a paso agigantados, sobre todo entre las nuevas generaciones.
Los creyentes de a pie tenemos la responsabilidad de hacer cuanto podemos de nuestra parte: Orar por las vocaciones, ser buen ejemplo de fe con los que los rodean y alentar vocaciones y contribuir con nuestra aportación económica a las necesidades del seminario. En este último sentido, hay que dar -como diría santa Teresa de Calcuta- hasta que duela, es decir, rascarse el bolsillo aunque nos cueste; pensad que lo hacemos por amor al Reino de Dios y por cumplir con el mandamiento eclesiástico de «ayudar a la Iglesia de sus necesidades».
Y algo más:
Una forma de también ayudar a solventar la “crisis de vocación” de Occidente, es un remedio que parece bastante sencillo: rezar en familia y crear una atmósfera de buen juicio y sentimiento religioso en la comunidad de la parroquia local.
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A continuación recogemos de las «Revelaciones de Jesús a la Beata Ana Catalina Emmerick» lo que cuenta de san José:
III
San Joaquín y Santa Ana
Joaquín (abuelo de Jesús) era pobre de bienes y era pariente de San José.
Ambos eran perfectos israelitas y había en ellos algo que ellos mismos no conocían: un ansia y un anhelo del Mesías y una notable seriedad en su porte.
XXIV
Infancia y juventud de San José
José, cuyo padre se llamaba Jacob, era el tercero entre seis hermanos. Sus padres habitaban un gran edificio situado poco antes de llegar a Belén, que había sido en otro tiempo la casa paterna de David, cuyo padre, Jessé, era el dueño.
Los padres no le mostraban tampoco mayor cariño. Hubieran deseado que empleara su talento en conquistarse una posición en el mundo; pero José no aspiraba a nada de esto. Los padres encontraban a José demasiado simple y rutinario; les parecía mal que amara tanto la oración y el trabajo manual.
Oraba solo allí o se ocupaba en fabricar pequeños objetos de madera. Un viejo carpintero tenía su taller en la vecindad de los esenios. José iba allí a menudo y aprendía poco a poco ese oficio, en el cual progresaba fácilmente por haber estudiado algo de geometría y dibujo bajo su preceptor.
Finalmente las molestias de sus hermanos le hicieron imposible la convivencia en la casa paterna. Un amigo que habitaba cerca de Belén, en una casa separada de la de sus padres por un pequeño arroyo, le dio ropa con la cual pudo disfrazarse y abandonar la casa paterna, por la noche, para ir a ganarse la vida en otra parte con su oficio de carpintero. Tendría entonces de dieciocho a veinte años de edad.
Su patrón era un hombre pobre que no hacía sino trabajos rústicos, de poco valor. José era piadoso, sencillo y bueno; todos lo querían. Lo he visto siempre, con perfecta humildad, prestar toda clase de servicios a su patrón.
Mientras tanto sus padres creían que José hubiese sido robado por bandidos. Luego vi que sus hermanos descubrieron donde se hallaba y le hicieron vivos reproches, pues tenían mucha vergüenza de la baja condición en que se había colocado. José quiso quedarse en esa condición, por humildad; pero dejó aquel sitio y se fue a trabajar a Taanac, cerca de Megido, al borde de un pequeño río, el Kisón, que desemboca en el mar. Este lugar no está lejos de Afeké, ciudad natal del Apóstol Santo Tomás. Allí vivió en casa de un patrón bastante rico, donde se hacían trabajos más delicados.
Después lo vi trabajando en Tiberíades para otro patrón, viviendo solo en una casa al borde del lago. Tendría entonces unos treinta años. Sus padres habían muerto en Belén, donde aún habitaban dos de sus hermanos. Los otros se habían dispersado. La casa paterna ya no era propiedad de la familia, que quedó totalmente arruinada.
José era muy piadoso y oraba por la pronta venida del Mesías. Estando un día ocupado en arreglar un oratorio, cerca de su habitación, para poder rezar en completa soledad, se le apareció un ángel, dándole orden de suspender el trabajo: que así como en otro tiempo Dios había confiado al patriarca José la administración de los graneros de Egipto, ahora el granero que encerraba la cosecha de la Salvación habría de ser confiado a su guardia paternal. José, en su humildad, no comprendió estas palabras y continuó rezando con mucho fervor hasta que se le ordenó ir al Templo de Jerusalén para convertirse, en virtud de una orden venida de lo Alto, en el esposo de la Virgen Santísima.
Antes de esto nunca lo he visto casado, pues vivía muy retraído y evitaba la compañía de las mujeres.
XXV
Desposorio de la Virgen María con San José
María vivía entre tanto en el Templo con otras muchas jóvenes bajo la custodia de las piadosas matronas, ocupadas en bordar, en tejer y en labores para las colgaduras del Templo y las vestiduras sacerdotales. También limpiaban las vestiduras y otros objetos destinados al culto divino.
Cuando llegaban a la mayoría de edad, se las casaba. Sus padres las habían entregado totalmente a Dios y entre los israelitas más piadosos existía el presentimiento que de uno de esos matrimonios se produciría el advenimiento del Mesías.
Cuando María tenía catorce años y debía salir pronto del Templo para casarse, junto con otras siete jóvenes, vi a Santa Ana visitarla en el Templo. Al anunciar a María que debía abandonar el Templo para casarse, la vi profundamente conmovida, declarando al sacerdote que no deseaba abandonar el Templo, pues se había consagrado sólo a Dios y no tenía inclinación por el matrimonio. A todo esto le fue respondido que debía aceptar algún esposo. La vi luego en su oratorio, rezando a Dios con mucho fervor.
Vi a un sacerdote muy anciano, que no podía caminar: debía ser el Sumo Pontífice. Fue llevado por otros sacerdotes hasta el Santo de los Santos y mientras encendía un sacrificio de incienso, leía las oraciones en un rollo de pergamino colocado sobre una especie de atril. Hallándose arrebatado en éxtasis tuvo una aparición y su dedo fue llevado sobre el pergamino al siguiente pasaje de Isaías: «Un retoño saldrá de la raíz de Jessé y una flor ascenderá de esa raíz». Cuando el anciano volvió en sí, leyó este pasaje y tuvo conocimiento de algo al respecto.
Luego se enviaron mensajeros a todas las regiones del país convocando al Templo a todos los hombres de la raza de David que no estaban casados. Cuando varios de ellos se encontraron reunidos en el Templo, en traje de fiesta, les fue presentada María.
En cuanto a Ella, volvió a su celda y derramó muchas lágrimas, sin poder imaginar siquiera que habría de permanecer siempre virgen.
Después de esto vi al Sumo Sacerdote, obedeciendo a un impulso interior, presentar unas ramas a los asistentes, ordenando que cada uno de ellos la marcara una con su nombre y la tuviera en la mano durante la oración y el sacrificio. Cuando hubieron hecho esto, las ramas fueron tomadas nuevamente de sus manos y colocadas en un altar delante del Santo de los Santos, siéndoles anunciado que aquél de entre ellos cuya rama floreciere sería el designado por el Señor para ser el esposo de María de Nazaret.
Mientras las ramas se hallaban delante del Santo de los Santos, siguió celebrándose el sacrificio y continuó la oración. Durante este tiempo vi al joven, cuyo nombre quizás recuerde, (y que la Tradición llama Agabus) invocar a Dios en una sala del Templo, con los brazos extendidos, y derramar ardientes lágrimas, cuando después del tiempo marcado, les fueron devueltas las ramas anunciándoles que ninguno de ellos había sido designado por Dios para ser esposo de aquella Virgen.
Luego vi a los sacerdotes del Templo buscando nuevamente en los registros de las familias, si quedaba algún descendiente de la familia de David que no hubiese sido llamado. Hallaron la indicación de seis hermanos que habitaban en Belén, uno de los cuales era desconocido y andaba ausente desde hacía tiempo. Buscaron el domicilio de José, descubriéndolo a poca distancia de Samaria, en un lugar situado cerca de un riachuelo. Habitaba a la orilla del río y trabajaba bajo las órdenes de un carpintero.
Obedeciendo a las órdenes del Sumo Sacerdote, acudió José a Jerusalén y se presentó en el Templo. Mientras oraban y ofrecían sacrificio pusiéronle también en las manos una vara, y en el momento en que él se disponía a dejarla sobre el altar, delante del Santo de los Santos, brotó de la vara una flor blanca, semejante a una azucena; y pude ver una aparición luminosa bajar sobre él: era como si en ese momento José hubiese recibido al Espíritu Santo. Así se supo que éste era el hombre designado por Dios para ser prometido de María Santísima, y los sacerdotes lo presentaron a María, en presencia de su madre. María, resignada a la voluntad de Dios, lo aceptó humildemente, sabiendo que Dios todo lo podía, puesto que Él había recibido su voto de pertenecer sólo a Él.
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José, esposo de la Virgen María y padre adoptivo de Jesús.
Padre adoptivo, porque su paternidad sobre Jesús no es la común natural y de algún modo hay que llamarla, aunque la adopción nos suene solo a cosa legal y eso es poco, bien poco, para la clase de paternidad que ejerció, y que al no tener igual no se inventó la palabra que con propiedad indique su condición. Padre nutricio le llaman otros, porque tienen la parte de verdad que expresa una de las obligaciones anejas a la paternidad, la de alimentar a la prole, pero se ve que esto es solo un detalle en comparación con la totalidad. También es común llamarle putativo por ser conceptuado ante los paisanos como padre verdadero, al vivir fielmente las obligaciones del mejor de los padres sin que nada indujera a pensar que no lo era. Es el esfuerzo de la teología, de la piedad, de la expresión de la fe que no deja de recalcar que no es padre de Jesús –el Verbo hecho hombre, engendrado por Dios, y por eso tiene la naturaleza de Dios– al modo como los demás lo son de sus hijos al engendrarlos según la naturaleza humana. El Evangelio, testigo parco en palabras, afirma: Cuidó de la sagrada familia en Belén, Egipto y Nazaret.
Esposo casto, no necesariamente viejo, ni siquiera mayor. El espíritu cristiano que intenta resaltar incluso plásticamente otro tesoro imperdible, el de la virginidad perpetua de su esposa, la Virgen María, lo pintó viejo y hasta el más lerdo entendió el mensaje y así lo dejó; pero lo normal, lo más lógico, lo más noble y digno es que buscaran Joaquín y Ana para su hija doncella todo un doncel, viril, apuesto, noble, trabajador y tiernamente capaz de asumir las responsabilidades del nuevo hogar. Pensar de otro modo sería indignidad.
Tampoco se le dice nunca ‘carpintero’, solo lo llaman así –faber lignanus– los apócrifos, esos libros piadosos, pero no inspirados, que disfrutan presentando como real la imaginación de lo posible y que la Iglesia nunca aceptó en su Canon. Sí que fue artesano.
José pertenecía a la estirpe davídica y su familia procedía de Belén, la ciudad de David. Así queda Jesús perfectamente entroncado con la familia real que portaba, dentro de la tribu de Judá, el estandarte de las profecías que habían de cumplirse en la posteridad.
Encantador en sus reacciones. Figura amable y desconcertante por su humildad a pesar de ser tanta su grandeza.
José contempló el inefable misterio del nacimiento de Jesús en Belén y quedó admirado con la maravillosa visita de los pastores y magos adorantes.
Presentó a Jesús en el Templo a la usanza judía, rescatándolo con el modo acostumbrado por los pobres.
Fue defensor de Jesús y de su Madre, cuando la matanza cruel de los inocentes; dispuso marchar a Egipto, sin tardanza y con la valentía de quien ha asumido una responsabilidad. El regreso de Egipto tuvo lugar quizá en el año 4, después de la muerte de Herodes. José no lo tuvo fácil.
Jesús se quedó en el Templo con doce años y esta es la última aparición de José en los Evangelios.
Varón justo y silencioso. Fiel a Dios que se apoyó en él hasta el punto de entregarle su familia. Probablemente muerto ya en el Calvario, y quizá incluso antes de las bodas de Caná.
San José es venerado por la Iglesia ortodoxa (el primer domingo después de Navidad para la oriental) y por la Iglesia católica, apostólica, romana. Pero es inexplicablemente tardío el culto occidental. La devoción de tres santos del tiempo de la Reforma y Contrarreforma: Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola y Francisco de Sales contribuyeron a extender y popularizar su devoción. No aparece en el misal romano hasta el siglo xv, con Sixto IV (m. 1481). Hasta Gregorio XV, en 1621, no fue su fiesta universal. Incluido en el canon Romano por el papa Juan XXIII, ya en la segunda mitad del siglo xx.
Hoy es el santo más y mejor tratado, con lógica aplastante; su ambiente, su atmósfera habitual es la santidad. Por eso es Patrono de la Iglesia universal, porque nadie la defenderá mejor. Patrono de los carpinteros y artesanos. Patrón de la buena muerte, sin duda asistido por Jesucristo y en presencia de la Virgen. Custodio de los seminarios, ¡quién mejor para dar protección a los chicos que un día van a ser otros Cristos!. Patrón ¡cómo no! de los padres de familia que le miran para aprender a agradar a Dios ante tanto desvío, ignorancia, autosuficiencia, para aprender de él a respirar en los ambientes de trabajo un aire limpio menos egoísta; sí, le piden ayuda para bien gobernar con mano firme el timón de la barca de su casa y poder acertar a llevarla a buen puerto cuando la ven tan bamboleada por vientos racheados que presagian zozobra o desvío.
Si existiera un hagiómetro para medir o pesar a lo humano el grado de santidad, sería con la lógica de los mortales el primero de los santos. Miembro de pleno derecho de la llamada y tan invocada trinidad de aquí abajo.
Vara florida. Silencio en el evangelio, ni una palabra, solo referencias; quizá sea intencionado para dejar que hable lo insondable de la contemplación, del embeleso, lo sublime de su vida. Prestó ese servicio –aún más eficaz que oculto– al proyecto divino de la redención humana. Aunque no siempre entendiera o comprendiera la voluntad de Dios, José la cumplió y basta.