Solemnidad de Pentecostés

 

Hoy, 19 de mayo, celebramos uno de esos días excepcionales. Cristo nos dijo de la importancia de él: en el que Santo Espíritu sería enviado a nosotros de manera plena, para que santificara nuestro espíritu. Y que por eso debía partir al Cielo, para enviarnos al que debía consolarnos, defendernos, guardarnos y guiarnos al Cielo. «Os conviene que yo me vaya; así vendrá a vosotros el Paráclito.  En cambio, si me voy, os lo enviaré.» (Jn 16,7).

Tras su Ascensión el Señor prometido enviarnos a aquel que le hará presente en nosotros; que aunque se vaya de nuestra vista, permanecerá en el interior del corazón (Mt 28, 20).

Hoy celebramos al Espíritu que nos santifica. Hoy celebramos al don más grande: a Dios mismo con nosotros y en nosotros. Hoy celebramos a aquel que nos habita y del que somos templo suyo. Hoy celebramos a aquel que lo hace todo, todo nuevo. Hoy celebramos, junto con la Eucaristia, lo más importante que hay sobre la tierra. Hoy celebramos lo más grande que se puede celebrar. ¡Bendito y alabado sea el Espíritu Santo, por siempre!¡Aleluya!

Qué gran noticia, verdad y dogma:  El Espíritu Santo es la «tercera persona de la Trinidad» no significa que sea inferior que el Padre o el Hijo. Las tres personas, incluyendo el Espíritu Santo, son totalmente Dios y “tienen una sola divinidad, gloria igual y coeterna majestad”, como dice el Credo de Atanasio. El Espíritu Santo siempre ha existido, y también ha estado en los tiempos del Antiguo Testamento. El Espíritu Santo es recibido en el Bautismo y la Confirmación

El Espíritu Santo puede estar activo en el mundo de formas misteriosas y no siempre se comprenden. Sin embargo, una persona recibe el Espíritu Santo de una manera especial por primera vez en el Bautismo (Hechos 2,38), y luego es fortalecido en sus dones en la Confirmación. Los cristianos tienen -como don- al Espíritu Santo que habita en ellos de forma única; los cristianos son templos del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo es el don más excepcional jamás imaginado por el ser humano, al que nos tenemos que disponer a dejar nuestras vidas en sus manos. Esto es lo único que importa. Dejémosle hacer y no le impidamos tomar la iniciativa en nuestras vidas, que las mueva y las guíe hacía la santidad plena. Este es nuestro único y verdadero empeño: dejarnos hacer.

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 2,1-11:

El día de Pentecostés, todos los discípulos estaban reunidos en un mismo lugar. De repente se oyó un gran ruido que venía del cielo, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se encontraban. Entonces aparecieron lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron sobre ellos; se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otros idiomas, según el Espíritu los inducía a expresarse.

En esos días había en Jerusalén judíos devotos, venidos de todas partes del mundo. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma.

Atónitos y llenos de admiración, preguntaban: “¿No son galileos, todos estos que están hablando? ¿Cómo, pues, los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay medos, partos y elamitas; otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene. Algunos somos visitantes, venidos de Roma, judíos y prosélitos; también hay cretenses y árabes. Y sin embargo, cada quien los oye hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua”.

 

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Homilía del papa Francisco en la misa de la solemnidad de Pentecostés. 28-06-2023.

La Palabra de Dios hoy nos muestra al Espíritu Santo en acción. Lo vemos actuar en tres momentos: en el mundo que ha creadoen la Iglesia y en nuestros corazones.

  1. Primero, en el mundo que ha creado, en la creación. Desde el principio, el Espíritu Santo está en acción: «Si envías tu aliento, son creados», hemos rezado con el Salmo (104,30). Él, en efecto, es creator Spiritus(cf. S. Agustín,In Ps.32,2,2), Espíritu creador; así lo invoca la Iglesia desde hace siglos. Pero, podemos preguntarnos, ¿qué hace el Espíritu en la creación del mundo? Si todo proviene del Padre, si todo fue creado por medio del Hijo, ¿cuál es el papel específico del Espíritu? Un gran Padre de la Iglesia, san Basilio, escribió: «Si se intenta sustraer al Espíritu de la creación, todas las cosas se mezclan y la vida surge sin ley, sin orden» (Spir., XVI,38). Esta es la función del Espíritu: es Aquel que, al principio y en todo tiempo, hace pasar las realidades creadas del desorden al orden, de la dispersión a la cohesión, de la confusión a la armonía. Este modo de actuar lo veremos siempre en la vida de la Iglesia. Él da al mundo, en una palabra, armonía; de ese modo «guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra» (Const. past. Gaudium et spes, 26; Sal 104,30). Renueva la tierra, pero —atención— no cambiando la realidad, sino armonizándola; este es su estilo porque Él en sí mismo es armonía: Ipse harmonia est (cf. S. Basilio, In Ps. 29,1), dice un Padre de la Iglesia.

Hoy en el mundo hay mucha discordia, mucha división. Estamos todos conectados y, sin embargo, nos encontramos desconectados entre nosotros, anestesiados por la indiferencia y oprimidos por la soledad. Muchas guerras, muchos conflictos; ¡parece increíble el mal que el hombre puede llegar a realizar! Pero, en realidad, lo que alimenta nuestras hostilidades es el espíritu de la división, el diablo, cuyo nombre significa precisamente “el que divide”. Sí, el que precede y excede nuestro mal, nuestra desunión, es el espíritu maligno, el «seductor del mundo entero» (Ap 12,9). Él goza con los antagonismos, con las injusticias, con las calumnias; son su alegría. Y, frente al mal de la discordia, nuestros esfuerzos por construir la armonía no son suficientes. He aquí entonces que el Señor, en el culmen de su Pascua, en el culmen de la salvación, derramó sobre el mundo creado su Espíritu bueno, el Espíritu Santo, que se opone al espíritu de división porque es armonía; Espíritu de unidad que trae la paz. ¡Pidámosle que venga cada día a nuestro mundo, a nuestra vida y esté delante de cualquier tipo de división!    

  1. Además de estar presente en la creación, lo vemos actuando en la Iglesia, desde el día de Pentecostés. Pero notemos que el Espíritu no dio comienzo a la Iglesia impartiendo instrucciones y normas a la comunidad, sino descendiendo sobre cada uno de los apóstoles; cada uno recibió gracias particulares y carismas diferentes. Toda esta pluralidad de dones distintos podría generar confusión, pero al Espíritu —como en la creación— le gusta crear armonía partiendo precisamente de la pluralidad. Su armonía no es un orden impuesto y homologado. No es así; en la Iglesia hay un orden «organizado de acuerdo a la diversidadde los dones del Espíritu» (S. Basilio, Spir., XVI,39). En Pentecostés, en efecto, el Espíritu Santo descendió en numerosas lenguas de fuego; dio a cada uno la capacidad de hablar otras lenguas (cf. Hch 2,4) y de oír a los demás hablar en la propia lengua (cf. Hch 2,6.11). Por tanto, no creó una lengua igual para todos, no eliminó las diferencias, las culturas, sino que armonizó todo sin homologar, sin uniformar. Y esto nos debe hacer pensar en este momento, en el que la tentación del “retroceso” busca homologar todo en disciplinas únicamente de apariencia, sin sustancia. Detengámonos en este aspecto: el Espíritu no comienza por un proyecto estructurado —como hacemos nosotros, que a menudo nos perdemos después en nuestros programas—; no, Él empieza repartiendo dones gratuitos y sobreabundantes. El texto, en efecto, subraya que en Pentecostés «todosquedaron llenos del Espíritu Santo» (Hch 2,4). Todos llenos, así empieza la vida de la Iglesia; no por un plan preciso y articulado, sino por la experiencia del mismo amor de Dios. De este modo, el Espíritu crea armonía, nos invita a dejar que su amor y sus dones, que están presentes en los demás, nos sorprendan. Como nos ha dicho san Pablo:«Hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu […] Porque todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo» (1 Co 12,4.13). Ver a cada hermano y hermana en la fe como parte del mismo cuerpo al que pertenezco; esta es la mirada armoniosa del Espíritu, este es el camino que nos indica.

Y el Sínodo que se está realizando es —y debe ser— un camino según el Espíritu; no un parlamento para reclamar derechos y necesidades de acuerdo a la agenda del mundo, no la ocasión para ir donde nos lleva el viento, sino la oportunidad para ser dóciles al soplo del Espíritu. Porque, en el mar de la historia, la Iglesia navega sólo con Él, que es «el alma de la Iglesia» (S. Pablo VI, Discurso al Sacro Colegio por las felicitaciones onomásticas, 21 junio 1976), el corazón de la sinodalidad, el motor de la evangelización. Sin Él la Iglesia permanece inerte, la fe es una mera doctrina, la moral sólo un deber, la pastoral un simple trabajo. A veces escuchamos a los así llamados pensadores, teólogos, que nos dan doctrinas frías, parecen matemáticas porque en el interior les falta el Espíritu. Con Él, en cambio, la fe es vida, el amor del Señor nos conquista y la esperanza renace. Volvamos a poner al Espíritu Santo en el centro de la Iglesia, de lo contrario nuestro corazón no será inflamado de amor por Jesús, sino por nosotros mismos. Pongamos al Espíritu en el principio y en el centro de los trabajos sinodales. Porque es “a Él, sobre todo, a quien necesita hoy la Iglesia. Digámosle cada día: ¡Ven!” (cf. Íd., Audiencia general, 29 noviembre 1972). Y caminemos juntos, porque al Espíritu, como en Pentecostés, le gusta descender mientras “están todos reunidos” (cf. Hch 2,1). Sí, para mostrarse al mundo Él escogió el momento y el lugar en el que estaban todos juntos. Por lo tanto, el Pueblo de Dios, para ser colmado del Espíritu, debe caminar unido, hacer sínodo. Así se renueva la armonía en la Iglesia: caminando juntos con el Espíritu al centro. ¡Hermanos y hermanas, construyamos armonía en la Iglesia!

  1. Por último, el Espíritu crea armonía en nuestros corazones. Lo vemos en el Evangelio, cuando Jesús, la tarde de Pascua, sopló sobre sus discípulos y dijo: «Reciban el Espíritu Santo» (Jn20,22). Lo da con un fin específico: para perdonar los pecados, es decir, para reconciliar los ánimos, para armonizar los corazoneslacerados por el mal, rotos por las heridas, disgregados por los sentimientos de culpa. Sólo el Espíritu devuelve la armonía al corazón porque es Aquel que crea la «intimidad con Dios» (S. Basilio, Spir., XIX,49). Si queremos armonía busquémoslo a Él, no a los sucedáneos mundanos. Invoquemos al Espíritu Santo cada día, comencemos rezándole cada día, ¡seamos dóciles a Él!

Y hoy, en su fiesta, preguntémonos: ¿soy dócil a la armonía del Espíritu o sigo mis proyectos, mis ideas, sin dejarme modelar, sin dejarme transformar por Él? ¿Mi modo de vivir la fe es dócil al Espíritu? ¿O es necio, adherido de modo necio a la letra, a las así llamadas doctrinas que sólo son expresiones frías de la vida?  ¿Me apresuro a juzgar, señalo con el dedo y le cierro la puerta en la cara a los demás, considerándome víctima de todo y de todos? O, por el contrario, ¿acojo su poder creador armonioso, acojo la “gracia del conjunto” que Él inspira, su perdón que da paz, y a mi vez perdono? El perdón significa hacer espacio para que venga el Espíritu. ¿Promuevo reconciliación y creo comunión, o estoy siempre buscando, husmeando dónde hay dificultades para criticar, para dividir, para destruir? ¿Perdono, promuevo reconciliación, creo comunión? Si el mundo está dividido, si la Iglesia se polariza, si el corazón se fragmenta, no perdamos tiempo criticando a los demás y enojándonos con nosotros mismos, sino invoquemos al Espíritu.  Él es capaz de solucionar estas cosas.

Espíritu Santo, Espíritu de Jesús y del Padre, fuente inagotable de armonía, te encomendamos el mundo, te consagramos la Iglesia y nuestros corazones. Ven, Espíritu creador, armonía de la humanidad, renueva la faz de la tierra. Ven, Don de dones, armonía de la Iglesia, únenos a Ti. Ven, Espíritu del perdón, armonía del corazón, transfórmanos como Tú sabes, por intercesión de María.

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