En este quinto domingo de Cuaresma el Evangelio (Jn 12,20-33) nos habla de la pasión y pascual de Jesús, que ya está próxima. Su entrega hasta la muerte es lo que va a procurar también nuestra resurrección, salvación.
Al igual que él hace, Jesús nos pide que hagamos nosotros, y eso nos será premiado con la vida eterna: «El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará.»
«Debemos responder con el testimonio de una vida que se entrega en el servicio, de una vida que toma sobre sí el estilo de Dios —cercanía, compasión y ternura— y se entrega en el servicio.», dice el papa Francisco.
Lectura del santo evangelio según san Juan (12,20-33):
En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, quisiéramos ver a Jesús.»
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.
Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.»
Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.»
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.»
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.
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Palabras del papa Francisco
(Ángelus, 21de marzo de 2021)
La liturgia de este quinto domingo de Cuaresma proclama el Evangelio en el que san Juan relata un episodio que ocurrió en los últimos días de vida de Cristo, poco antes de la Pasión (cf. Jn 12,20-33). Mientras Jesús estaba en Jerusalén para la fiesta de pascua, algunos griegos, llenos de curiosidad por lo que estaba haciendo, expresaron su deseo de verlo. Se acercaron al apóstol Felipe y le dijeron: «Queremos ver a Jesús» (v.21). «Queremos ver a Jesús», recordemos este deseo: «Queremos ver a Jesús». Felipe se lo dice a Andrés y luego juntos van a decírselo al Maestro. En la petición de aquellos griegos podemos ver la súplica que muchos hombres y mujeres, en todo lugar y tiempo, dirigen a la Iglesia y también a cada uno de nosotros: “Queremos ver a Jesús”.
¿Cómo responde Jesús a esta petición? De un modo que lleva a reflexionar. Dice así: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre […] Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (vv. 23.24). Estas palabras no parecen responder a la petición que habían hecho aquellos griegos. En realidad, van más allá. De hecho, Jesús revela que Él, para todo hombre que quiera buscarlo, es la semilla escondida dispuesta a morir para dar mucho fruto. Como diciendo: si queréis conocerme, si queréis comprenderme, mirad el grano de trigo que muere en la tierra, es decir, mirad la cruz
Cabe pensar en el signo de la cruz, que a lo largo de los siglos se ha convertido en el emblema por excelencia de los cristianos. Quien también hoy quiere “ver a Jesús”, tal vez proveniente de países y culturas donde el cristianismo es poco conocido, ¿qué ve en primer lugar? ¿Cuál es el signo más común que encuentra? El crucifijo, la cruz. En las iglesias, en los hogares de los cristianos, incluso colgado en el pecho. Lo importante es que el signo sea coherente con el Evangelio: la cruz no puede sino expresar amor, servicio, entrega sin reservas: sólo así es verdaderamente el “árbol de la vida”, de la vida sobreabundante.
También hoy mucha gente, a menudo sin decirlo implícitamente, quisiera “ver a Jesús”, encontrarlo, conocerlo. Esto nos hace comprender la gran responsabilidad de los cristianos y de nuestras comunidades. Nosotros también debemos responder con el testimonio de una vida que se entrega en el servicio, de una vida que toma sobre sí el estilo de Dios —cercanía, compasión y ternura— y se entrega en el servicio. Se trata de sembrar semillas de amor no con palabras que se lleva el viento, sino con ejemplos concretos, sencillos y valientes, no con condenas teóricas, sino con gestos de amor. Entonces el Señor, con su gracia, nos hace fructificar, incluso cuando el terreno es árido por incomprensiones, dificultades o persecuciones, o pretensiones de legalismos o moralismos clericales. Esto es terreno árido. Precisamente entonces, en la prueba y en la soledad, mientras muere la semilla, es el momento en que brota la vida, para dar fruto maduro en su momento. Es en esta trama de muerte y de vida que podemos experimentar la alegría y la verdadera fecundidad del amor, que siempre, repito, se da en el estilo de Dios: cercanía, compasión, ternura.
Que la Virgen María nos ayude a seguir a Jesús, a caminar fuertes y felices por el camino del servicio, para que el amor de Cristo brille en todas nuestras actitudes y se convierta cada vez más en el estilo de nuestra vida diaria.