Santos Pablo Miki y Compañeros 

Pintura de los mártires de Nagasaki / Crédito: Dominio Público – Wikimedia Commons

Hoy, 6 de febrero, celebramos a estos 26 mártires, que un 5 de febrero del año 1597 fueron bárbaramente asesinados en Japón. La Iglesia Católica los declaró santos en 1862.

Es la historia como la de tantos mártires de la Cruz. Seguidores de Cristo, que corrieron su misma suerte. Y como otros que les seguirán. El relato del final de estas personas demuestran el grado de fe verdadera que poseían y de la que nos legaron su testimonio. Les son propicias las palabras de B. Pascal: «Yo creo en el testimonio de un hombre que se deja degollar por la verdad de lo que atestigua».

A todos ellos se les cortaron la oreja izquierda, y así, ensangrentados, les llevaron en pleno invierno a pie, de pueblo en pueblo, durante un mes, para escarmentar y atemorizar a todos los que quisieran hacerse cristianos. Según el escrito “La Colina de los Mártires” del Beato Diego Yuki, un testigo que se convertiría en mártir años después, cuando eran trasladados a la colina Nishizaka, los mártires iban rezando el Rosario con “las manos atadas”, mientras sus pies descalzos “marcaban huellas rojizas en el áspero camino”. Al llegar a Nagasaki les permitieron confesarse con los sacerdotes, para luego crucificarles. Les ataron a cruces con cuerdas y cadenas en piernas y brazos y sujetándolos al madero con una argolla de hierro al cuello.

Y cuenta el testigo Diego Yuki: «Una vez crucificados, era admirable ver el fervor y la paciencia de todos. Los sacerdotes animaban a los demás a sufrir todo por amor a Jesucristo y la salvación de las almas. El Padre Pedro estaba inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba salmos, en acción de gracias a la bondad de Dios, y entre frase y frase iba repitiendo aquella oración del salmo 30: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». El hermano Gonzalo rezaba fervorosamente el Padre Nuestro y el Avemaría».

Al padre Pablo Miki le parecía que aquella cruz era el púlpito o sitio para predicar más honroso que le habían conseguido, y empezó a decir a todos los presentes (cristianos y curiosos) que él era japonés, que pertenecía a la compañía de Jesús, o sociedad de los Padres jesuitas, que moría por haber predicado el evangelio y que le daba gracias a Dios por haberle concedido el honor tan enorme de poder morir por propagar la verdadera religión de Dios. A continuación añadió sus palabras llenas de verdad; pues es garantía de sinceridad de que quien testimonia con su vida lo que dice no miente, tal y como él lo afirma en el momento final:

«Llegado a este momento final de mi existencia en la tierra, seguramente que ninguno de ustedes va a creer que me voy a atrever a decir lo que no es cierto. Les declaro pues, que el mejor camino para conseguir la salvación es pertenecer a la religión cristiana, ser católico. Y como mi Señor Jesucristo me enseñó con sus palabras y sus buenos ejemplos a perdonar a los que nos han ofendido, yo declaro que perdono al jefe de la nación que dio la orden de crucificarnos, y a todos los que han contribuido a nuestro martirio, y les recomiendo que ojalá se hagan instruir en nuestra santa religión y se hagan bautizar«.

Luego los verdugos sacaron sus lanzas y asestaron a cada uno de los crucificados dos lanzazos, con lo que en unos momentos pusieron fin a sus vidas.

El grupo de los 26 mártires estaba formado por tres jesuitas, seis franciscanos, y laicos entre extranjeros y japoneses. Sus nombres fueron: San Pablo Miki, San Pablo Suzuki, San Francisco, San Cosme Takeya, Santo Tomás Kozaki, San Pedro Sukejiro, San Miguel Kozaki, San León Karasumaru, San Diego Kisai, San Pablo Ibaraki, San Juan de Gotoo, San Joaquín Sakakibara, San Luis Ibaraki, San Antonio, San Matías, San Francisco, Santo Tomás Dangui, San Juan Kinuya, San Ventura y San Gabriel.

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San Pablo Miki y sus amigos no fueron los únicos mártires de la Iglesia en este país. El 24 de noviembre de 2008 fueron beatificados otros 188 mártires, asesinados entre 1603 y 1639, pues el cristianismo había sido prohibido al ser considerado un «elemento de influencia occidental y un peligro para el orden social y religioso». Entre estos mártires hay laicos, mujeres, niños y unos cuantos religiosos. El que encabezó la lista fue el sacerdote jesuita Pierre Kibe.

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