San Francisco de Borja, 3 de octubre

“Nunca más, nunca más servir a señor que se me pueda morir”, dijo Francisco de Borja.

«Todo lo que tiene fin no hay que hacer caso de ello», decía Santa Teresa[1].

«Lo que no es eterno –la Trascendencia– no merece ser saludado, no merece ser ambicionado» (texto de la tradición budista).

«La cuestión decisiva para el hombre es: ¿estoy unido o no con lo absoluto? Ahí está el criterio de la vida. Es solamente cuando uno se percata de que lo absoluto es lo esencial, cuando deja de centrar su interés sobre futilidades, sobre cosas que no tienen una significación decisiva… Cuando se comprende y se siente que desde esta vida se está unido a lo infinito, los deseos y la misma actitud se transforman” (Carl Jung). 

 

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           Francisco de Borja, marqués de Lombay, el día 16 de mayo de 1539 llegaba a Granada, acompañando el cadáver de la emperatriz Isabel, esposa del emperador Carlos V. Terminadas las solemnes honras fúnebres y antes de proceder a la sepultura en la capilla Real, donde yacen los restos de los Reyes Católicos y de sus hijos, hubo que proceder al reconocimiento y entrega del cadáver.

         Al contemplar el semblante de la emperatriz, la impresión que recibió el joven marqués de Lombay fue extraordinaria. Quedó anonadado ante al visión de los estragos que en el breve plazo de unos días había hecho la muerte en el rostro de la que había sido la más bella mujer. En quince días se había corrompido por completo la serena hermosura de aquella rosa lusitana que tanto había alegrado a la corte y al pueblo de España.

           Francisco de Borja no pudo dormir aquella noche. La pasó en oración. En el interior de su alma se oía una palabra nueva: «nunca más servir a señor que pudiera morir».

          A los pocos días se celebran solemnes funerales en la catedral de Granada. Predica la oración fúnebre San Juan de Ávila. Las palabras del predicador inundan con nueva luz lo que hasta entonces era solamente una aurora prometedora en el alma de Francisco.[2]

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         El sol ardiente se ha levantado y ha secado el heno, se ha marchitado la flor y ha desaparecido su belleza;… (Sant 1,11).

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Hay quien a lo insignificante lo da una importancia exagerada, y a lo mayúsculo lo minimiza hasta ignorarlo.

La persona madura cuando emerge sobre las futilidades, cuando sus raíces están agarradas en la tierra de lo estable y permanente.

Quien no vive su sentido vital, su puesta en escena, desde lo trascendente, desde un hundir sus raíces en tierra firme, estará expuesto a los vaivenes del momento, al oleaje de las circunstancias, al capricho de las cosas, bajo la influencia del instante, …sin anclaje seguro, sin Verdad,…  Procuremos hacer pie.

Se dice que la sensación de plenitud, felicidad, realización, está en hacer algo de alto nivel con la vida. Pero nos negamos a renunciar a lo que no tiene importancia. Quien quiera hacer algo «importante» con su vida, que empiece por asumir renuncias. Nada superior se ha hecho sin sacrificar lo inferior. Pero… ¿tenemos verdaderamente claro qué es lo superior, lo importante, dónde se halla la plenitud, cuál es el telos, el blanco,…?

Somos arqueros a acertar no tanto en el blanco, sino con el blanco. Andamos un camino equivocado, y no es que lo andemos cojeando, tropezando, con marchas atrás y adelante,… sino que sencillamente no es el camino.

Lo visible nos obstaculiza la visión de lo invisible, el reino que no es de este mundo (cf. Jn 18,36). Las cosas del espíritu tienen una dificultad, y es que no se «ven», no se ven como las cosas sensibles del mundo. Contemplar las cosas que a simple vista no se ven, requiere de otra mirada y de mucho coraje.

Lo importante, lo que tiene peso, está en el fondo, sumergido tras la aparente superficialidad; quien no profundiza en sí, en su vida, no percibe la riqueza interior. El tesoro siempre está oculto, en las profundidades. ¡Hay muy pocos que tengan el valor de ir a buscarlo! ¡Eso implica riesgo y un compromiso de lealtad con uno mismo y un sacrifico por el precio a pagar cuando se busca sinceramente la verdad!

No busquéis, no, el alimento que pasa, sino el que dura para la vida eterna (Jn 6,27).  Resultado: cinco  mil hombres a la salida, doce a la llegada. Y aún es justa la pregunta: ¿Queréis marcharos también vosotros?» «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6,68).

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[1] TE, p.97.

[2] GG, pp.37-38.

 

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Biografía

Francisco de Borja, presbítero (1510-1572)

De vez en cuando aparece un monstruo de santidad en la historia que tira para arriba de los hombres de su tiempo arrastrándoles a mirar al cielo. En su caminar suelen pasar machacando los criterios habituales por los que se rige la pobre mayoría de la gente con lo que hacen ver suavemente lo improductivo de su marcha y la felicidad que se pierden. Y lo hacen sin imposiciones ni aspavientos, lo más grande les parece natural. La sencillez con que renuncian a la gloria humana tan ansiada es un trallazo más para el espectáculo que de modo persistente los flacos esperamos como referencia para ponernos a andar. Francisco de Borja se puso el mundo por montera. Con su actitud decía bien claro lo que de verdad tenía valor y relativizó el concepto de grandeza.

Nacido en Gandía (Valencia) el 10 de octubre del año 1510 y fue adiestrado en todas las artes caballerescas al calor de la más fina aristocracia. Cortesano hasta la médula. Marqués de Lombay. Amigo del emperador Carlos V y hombre de su plena confianza; íntimo de su esposa, la emperatriz Isabel de Portugal, cuya custodia le encomendaba Carlos en sus frecuentes y largas ausencias por motivos de Estado. Casado con Leonor de Castro, modelo de elegancia y recato, con quien llevó una ejemplar vida familiar adornada con ocho hijos. Tercer Duque de Gandía. Perteneciente a la familia de los Borgia –apellido es tan solo una italización del original español– tan influyentes en Italia y en España; era bisnieto de Alejandro VI, el papa de Játiva –Rodrigo de Borja– no de feliz memoria. Nombrado Virrey de Cataluña cuando impera en ella el desorden y consiguiendo con su prudencia devolverle la paz. Le sobran dinero, poder, influencias, nobleza y títulos. No le faltan honradez, fidelidad, experiencia, dotes de gobierno y visión amplia de los asuntos del Reino. Profundo hombre de fe que gusta leer el Evangelio, a San Pablo y a San Juan Crisóstomo. Sabe esquivar la frivolidad de la corte y guardar las formas sometidas siempre a su conciencia.

La inesperada muerte de la joven emperatriz Isabel en la plenitud de su grandeza sirvió de punto de arranque para dar a su vida un sentido nuevo. El féretro debe trasladarse a Granada para enterrarlo en el Sepulcro de los Reyes; recibe el encargo de presidir la bien nutrida comitiva de prelados y nobles. El 17 de mayo, cuando contempla lo que fue belleza humana y encanto de mujer hecho ahora despojo, decide vivir solo para Dios y pronuncia la frase que le ha hecho célebre en los fastos de la santidad: «No servir a señor que se pueda morir».

Nombrado Virrey de Cataluña, tiene contactos con los jesuitas Araoz y Fabro que es el primer compañero de Ignacio de Loyola; ambos son sus confidentes en los asuntos del alma.

Cuando muere su padre se retira a Gandía y funda un colegio de la Compañía de Jesús.

Al morir su esposa Doña Leonor hace voto de entrar en la Compañía, pero las cosas no son fáciles por su situación y notoriedad. Así lo comentará el mismo fundador en Roma –«el mundo no tiene orejas para oír tal estampido»– al llegarle la noticia de su deseo a través del padre Fabro. Además, hace falta arreglar dignamente los asuntos domésticos y poner la decisión en conocimiento del Emperador. Mientras todo quede ultimado, es aceptado en secreto, y hace los estudios de teología. Pero aún en este período es reclamada su presencia en las Cortes de Aragón.

El día 31 de agosto dice en Roma el «adiós» definitivo al mundo. Que Borja vista sotana causa estupor entre los representantes del Papa, del Emperador y en las personalidades que bien le conocían. Cuando regresa a España en febrero del 1551 ya clérigo, vive en Oñate, cerca de Loyola, se ordena sacerdote en octubre de ese año y su primera misa solemne tuvo que celebrarse en Vergara al aire libre por la presencia de veinte mil personas presentes en el acontecimiento. En el convento es ejemplo de renuncia: barre, limpia, cocina y acarrea leña, predica al pueblo y misiona; pero sería una pena desperdiciar sus cualidades naturales y el prestigio adquirido y la experiencia; lo nombran superior de España y Portugal y luego amplían sus responsabilidades también a las tierras de Ultramar.

No habían de faltar incomprensiones y rivalidades. Las vio venir Laínez y lo mandó a Roma donde le tratan Carlos Borromeo, el papa Pío IV y el cardenal Ghisleri, futuro Pío V.

Pasó a ocupar el cargo de Vicario General y, a la muerte de Laínez, lo nombran General en 1565. Un nuevo aire entra en la Compañía con su mandato que afecta a bastantes aspectos internos: Organiza el noviciado, fomenta el espíritu de oración, regula el estudio, puntualiza el espíritu de la Compañía, se construye el Colegio Romano y la iglesia del Gesù. Promueve la expansión en toda Europa y abre el campo apostólico a las Indias y al Extremo Oriente.

Murió el 1 de octubre en Roma, en 1572. Lo canonizaron en 1671.

Y para que no quedara ni rastro de su grandeza en el tiempo, sus restos trasladados a España en 1617, fueron reducidos a cenizas en 1931 cuando quemaron la iglesia de la calle de la Flor. Lo poco e inseguro que pudo recogerse, se venera en la residencia jesuítica de Serrano.

El tercer General de la Compañía hizo bastante para sacarse la espina que su apellido había colocado en la Iglesia y que sirvió de buen puntal para la leyenda negra.

Archimadrid

 

Santos del día: San Francisco de Borja, Edmundo, Esiquio, confesores; Cándida, Dionisio, Fausto, Cayo, Heraclio, Diodoro, Ewaldo, Pedro, Pablo, Cándido, mártires; Romana, Menna, vírgenes y mártires; Antonio, Benito, Cipriano, Maximiano, Patusio, Ursicino, Ebón, Leudomiro, obispos; Gerardo, Vidrado, Uto, abades; Juvino, eremita.

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