Revelación a los sencillos y pequeños

Dios revela su saber al corazón silencioso que escucha humilde. No de forma audible y en elevados conceptos; sino que le conduce a un íntimo y secreto saber, de confianza y amistad, que sucede sin que el pequeño incluso sea consciente de ello. Es un contemplativo, que no lo sabe que lo es. Dios está tan cerca de él que él mismo, por estar envuelto en su presencia, ni lo capta intelectualmente (cuya capacidad conceptual puede ser limitada y hasta simplista). Pero es guiado, llevado, cuidado por Dios, como a un niño frágil, al que Dios protege como un padre a su hijito querido. «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis

El evangelio de la misa de hoy, 5 de diciembre, según san Lucas (10,21-24):

En aquel momento, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar.»
Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron.

Jesús exultante de alegría y gratitud, y como Hijo que conoce al Padre, nos da a conocer que los misterios de Dios han sido revelados a la gente sencilla. Sí, así, porque al Padre le ha parecido bien.

Y Jesús, el Hijo, es el indicado para dar a conocer «esas cosas» —cómo es Dios—, encomendándonos que seamos, como Él es, mansos y humildes de corazón.

Estas son las almas de la predilección del Señor, que gozan del «saber» -sabor- secreto de las cosas de su Reino, a veces, sin que  ellas  mismas lo sepan; solo que las viven, las sienten, las disfrutan, es la gracia del reinado de Dios operando en ellas. Son almas envueltas en esa atmosfera amable, de calma, mansedumbre, suavidad, humildad, sencillez, inocencia, candidez, benevolencia, disponibilidad…

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Los pequeños, que parecen no saber nada, que pasan inadvertidos, sin hacer ruido, están en posesión de los secretos del Reino. Dios en su magna voluntad ha querido que fueran estos y no otros… ¡Ay de los sabios, ay de esos ricos intelectuales. Qué difícil lo tienen! La ciencia hincha, y esa hinchazón no deja espacio para Dios. 

Aquellas almas pequeñas a las que se revelan los secretos del reino no son precisamente las que conocen la ley, los enciclopedistas de la «teología», la ciencia de Dios. Así ocurre siempre. El error básico es el de los suficientes y entendidos, el de los fariseos: la seguridad de ser los únicos portadores y destinatarios del reino de Dios.

Y es más «estos sabios» (sabiondos) hacen de su saber un dique a la irrupción libre e inesperada de la Sabiduría de Dios, de su Palabra reveladora, de su Espíritu. Revelación que queda reservada para los pobres desprovistos de atuendo mental, a los descomplicados, pequeños y sencillos; las almas cándidas gozan del este privilegio de la revelación de los secretos del reino. Esta es la autentica revolución del evangelio, que escapa a todo intento de manipulación.

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       Palabras del papa Francisco:

Jesús se regocija en su espíritu porque sabe y siente que su Padre es el Dios del universo, y viceversa, el Señor de todo lo que existe es el Padre, “Padre mío”. De esta experiencia de sentirse “el hijo del Altísimo” brota la alabanza. Jesús se siente hijo del Altísimo. Y después Jesús alaba al Padre porque favorece a los pequeños. Es lo que Él mismo experimenta predicando en los pueblos: los “sabios” y los “inteligentes” permanecen desconfiados y cerrados, hacen cálculos; mientras que los “pequeños” se abren y acogen el mensaje. Esto solo puede ser voluntad del Padre, y Jesús se alegra. También nosotros debemos alegrarnos y alabar a Dios porque las personas humildes y sencillas acogen el Evangelio. ¿A quién sirve la alabanza? ¿A nosotros o a Dios? Un texto de la liturgia eucarística nos invita a rezar a Dios de esta manera, dice así. «Aunque no necesitas nuestra alabanza, tú inspiras en nosotros que te demos gracias, para que las bendiciones que te ofrecemos nos ayuden en el camino de la salvación por Cristo, Señor nuestro» (Misal Romano, Prefacio común IV). Alabando somos salvados. (…) Alabar es como respirar oxígeno puro: te purifica el alma, te hace mirar a lo lejos, no te deja encerrado en el momento difícil y oscuro de las dificultades. (Audiencia General, 13 enero 2021)

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