El primero en llegar al cielo

          Tu los miras y los tomas en tus manos:

          El desvalido se confía a Ti (Sal 9-10,14).

         ¡Mándanos la luz de tu semblante,

                   oh Yavé! (Sal 4,7b).

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              Y decía: Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino.

                   Y le contestó: Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.

                                                                                                           (Lc 23,42-43)

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            San Agustín se quedará lleno de asombro y estupor:

            «¿Cómo has hecho para reconocer la divinidad del Mesías en el momento en que los enemigos de Cristo triunfaban ruidosamente, y los apóstoles mismos se habían vuelto incapaces de reconocerlo a través de su rostro agonizante?»

           «No, yo no había escrutado en las Escrituras, no había meditado las profecías. Pero Jesús me miró… y, en su mirada, lo comprendí todo”.

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El cielo es gratuito.

Una sola palabra dirigida a Jesús en la cruz le bastó al buen ladrón para borrar todas sus culpa y reparar toda una vida de pecados.

El primero fue un malhechor. Uno se queda mudo, estupefacto; es la gracia misericordiosa de Dios la que opera el milagro.

El buen ladrón reconoce a Cristo, entre tanta gente ese hombre miserable descubre al Hijo de Dios en la humillación y en un hombre moribundo.  Hay algo de impresionante en todo esto, algo que antes y sin necesidad de pensarlo causa extrañeza y admiración.

Jesús le mira: y su visión del mundo cambia, se invierte, todo se viene abajo. Toda conversión es esencialmente pasiva. La gracia de Dios irrumpe, una luz imprevista e imprevisible ilumina en un instante el corazón, y queda completamente cambiado.

Esa es la mirada que el hombre de fe viva y profunda heredada de Cristo. Así el santo cura de Ars, en sus últimos días, cuando ya era un anciano sin fuerzas, sin voz, que ni siquiera se le oída en sus sermones, cuando no se le comprendía, su vista en el púlpito, su vista sola predicaba, conmovía y convertía.

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         Cristo tenía la capacidad de entrar en relación fraterna con un pecador. Si nosotros no lo hacemos es porque carecemos de la presencia viva de ese Espíritu que mueve nuestros corazones, nuestras vidas a impulsos de amor, de bondad, de perdón, creando fraternidad.

 

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