La conversión, la pequeñez, la sencillez de cada día, la amistad con Dios, el sacrificio, la oración, la gracia divina, la santidad… Un 7 de junio de 1925 moría Mateo Talbot, la inaparente humildad, que pasa desapercibida para el mundo, pero que tanto gusta Dios.
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Muy joven todavía, un obrero auxiliar de Dublín, llamado Mateo Talbot, empezó a beber y parecía que pronto sería una víctima más del alcoholismo.
Aunque todas las mañanas, al despertarse de su borrachera , sentía una infinita vergüenza ante Dios y ante el mundo por su falta de carácter , y aunque su madre le rogaba casi de rodillas que cambiase de vida , todos los días de pago olvidaba sus promesas y buenas intenciones , llegando a vender cuanto llevaba encima para satisfacer su vicio. No era ninguna pena o sufrimiento especial lo que lo impulsaba hacia la cantina , sino una absoluta carencia de voluntad y responsabilidad.
Repentinamente, cuando ya había cumplido 24 años de edad y se le notaban los signos inconfundibles del bebedor consuetudinario, arrojó un día el vaso con licor por la ventana y juró que no volvería a beber ni una gota de alcohol. Jamás confió a nadie la causa de esta repentina decisión; se llevó el secreto ala tumba. Las causas de su transformación, aparentemente, no fueron ni un sentimiento de hastío o repugnancia , ni el temor natural a la ruina corporal, sino más bien se originó por un profundo movimiento de la gracia de Dios, una gracia que aún no se apagaba en su alma.
Ante un sacerdote juró Mateo Talbot renunciar en lo futuro al alcohol. No se fió de sus propias fuerzas, sino que, con la bendición de la Iglesia, con la fuerza del Señor crucificado, quiso emprender la lucha contra sus malas inclinaciones y resistió con heroismo.
Dejó de fumar, prescindió de la comida completa del mediodía y vivía rigurosamente, como un ermitaño. Se conformaba con pocas horas de sueño después de sus diez horas de trabajo. Su jornada comenzaba a las dos de la madrugada. De rodillas rezaba hasta que las campanas llamaban a la misa; después de escucharla se presentaba entre los primeros a la obra. A la hora del almuerzo se retiraba a una choza para proseguir sus rezos sin que lo vieran. Durante muchas noches cuidaba a algún amigo enfermo o leía libros religiosos. Todo lo que logró ahorrar de su escaso salario se lo pasó a cuatro seminaristas de la misión en China para sus estudios.
Nadie sabía de sus penitencias y de sus sacrificios voluntarios. Durante cuarenta años sólo fue uno más en la fila gris de los obreros que , al amanecer , marchaban por las calles de Dublín rumbo a su pesado trabajo, para regresar agotados al anochecer. El 7 de junio de 1925 Mateo Talbot, ya de 69 años, cayó desmayado -por un infarto- en plena calle, cuando venía del trabajo. Murió allí mismo, antes de que una mano solícita lo pudiese ayudar.
A raíz de su muerte se manifestó la santidad oculta de este hombre sencillo, sin apariencia ni relevancia, pero de trato silencioso con Dios.
El Papa Juan Pablo II lo declaró Venerable en 1994 y hoy, está en la etapa final de su proceso de beatificación. Es considerado el patrono de los alcohólicos rehabilitados.
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Esas personas modestas, sin apariencia, pequeñas, diminutas ante el gran público, ocultas al mundo, calladas, discretas, sin gran cosa que aportar, anónimas, desconocidas por todos -excepto por Dios-, de misa diaria y de quehaceres rutinarios y elementales del vivir monótono de lo cotidiano, que viven en una atmósfera de paz interior penetradas -sin ser plenamente consciente- por la gracia, a la que se entregan y abandonan, dejándose llevar en calma y hacen la voluntad de Dios, por quien se sienten habitados y llenos. A veces, en cierto modo, este tesoro está oculto a las mismas almas que lo poseen, que viven en sencillez, sin visiones, sin milagros… Para estos pequeñuelos Dios dispensa un trato exquisito y les hace ver místicamente su luz.
¡Danos, Señor, la sencillez. Que seamos sencillos para que veamos la luz!
Para que no nos apartemos del cumplimiento de las obligaciones fáciles, humildes e ingratas de cada día. Y asumamos, como voluntad tuya, el ser sencillos, frágiles, confiados, vulnerables, fáciles de burlar, de humillar, de faltar al respeto, de no tenidos en cuenta…
En aquel momento, lleno de gozo bajo la acción del Espíritu Santo, dijo: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque habiendo ocultado estas cosas a los hombres sabios y hábiles, se las has revelado a los sencillos. Si, Padre, porque así te agradó.» (Lc 10,21-22a)