La sangre de los mártires (en Rusia, México, España, como últimamente en Oriente Medio y África central, como anteriormente en la post-revolución francesa, o en los países protestantes, y en los orígenes del cristianismo, Roma) riega de bendiciones a sus tierras. No nos cabe la menor duda que esa sangre ha exorcizado esas naciones y sus gentes. Es como sí la sangre santa derramada hubiera adquirido a tan gran precio aquellos campos.
Seguimos contando algunas cosas de la tremenda Guerra Civil Española (18 de julio de 1936): Si la Guerra duró 3 años, en las 48 horas primeras en la mitad de España en posesión de las fuerzas de izquierdas y anarquistas desaparecieron de todos sus pueblos y parroquias todos sus sacerdotes, por asesinados inmediatamente o por encarcelados para ser asesinados poco después. En “La Vanguardia” del 20 de noviembre de 1936, se decía: “se puede arrestar y fusilar a los hombres por el solo hecho de ser católicos”. Generalmente los milicianos asaltaban los conventos en busca de armas, convencidos de se guardaban armas en ellos -como aquellos poseían en sus «casas del pueblo» y sindicados y sedes políticas-. Tras un registro de la casa en busca de armas, lo único que hallaban eran cuadros religiosos, imágenes, crucifijos, rosarios y ornamentos sagrados; que saqueaban o quemaba y destruían. En los asaltos a conventos también se dieron las violaciones de monjas, en muchos casos minutos antes de ser asesinadas y por los mismos que las habían ultrajado. Y al igual que ocurriera con la sorpresa de no encontrar armas, también se sorprendían de que las monjas no fueran como ellos pensaban…, y salían diciendo «pues eran vírgenes». «Al penetrar en el templo y descubrir que, contrariamente a lo ocurrido en el Sagrado Corazón, los bancos no estaban desiertos. Se acercaron a los bancos, antes de incendiar nada. Cada uno lleva un fusil ametrallador. Y en los bancos hicieron otro descubrimiento: las personas que había allí arrodilladas no eran personas como ellos las entendían, no eran como sus hermanos o sus mujeres: eran monjas. Y los murcianos, contrariamente a Ideal, que acusaba a éstas de no tener bebés e los pasadizos subterráneos, las acusaban de no querer tenerlos, de no querer ser madres, de traicionar a la humanidad. Por ellos, y por sus moños ridículos, y por sus vestidos largos, y por sus aires de moscas muertas, y por el pánico de sus ojos al volverse y ver aquellos hombres con pañuelos rojos en la cabeza, y por los diminutos puntos luminosos de los rosarios que tenían en las manos, las acribillaron a balazos. No sabían cuántas eran; cinco o seis. Unas se doblaron hacia delante, apoyadas en el banco de enfrente como si continuaran rezando. Otras se cayeron de lado, sobre las piernas de las primeras. Una, la más joven, se echó para atrás y su cara, chata, desorbitada, se quedó contemplado la bóveda del templo, extendidos los brazos«.[1] “Madrid es el peor sitio de España para creer en Dios. Los milicianos han detenido a unas treinta personas porque huelen a cera. Les han sorprendido en una iglesia rezando el Rosario y les encierran hasta decidir su castigo. Por fin a uno de ellos se le ocurre una pena que todos aprueban. Suben a sus prisioneros en un camión y atraviesan el parque del Retiro, justo por donde el Ayuntamiento de Madrid, desde hace tiempo, ha erigido un monumento en honor a Satanás, que todavía, al día de hoy, no se ha atrevido a quitar ningún alcalde. Y llegan al zoológico que, en esos tiempos, se llama la Casa de Fieras. Los osos y los leones están hambrientos, porque desde que estalló la guerra no hay comida ni para las personas. Para saciarles, arrojan los prisioneros a las fieras. A unos cuantos les acortan el tormento, porque les revientan la cabeza a balazos antes de que se los coman las bestias” [2]. Traemos aquí otro testimonio durísimo y sobrecogedor que habla por sí solo de la brutal crueldad de hasta dónde puede llegar la maldad: Se trata del martirio del obispo Florentino Asensio: Entre frases groseras e insultantes, un tal Héctor M., oculista, de mala entraña, Santiago F., el Codina, y Antonio R., el Marta, se acercaron al Obispo. El Obispo estaba mudo y rezando. Santiago F. le dijo a un tal Alfonso G., analfabeto: «¿No decías que tenías ganas de comer cojón de Obispo? Ahora tienes la ocasión». Alfonso G. no se lo pensó dos veces: sacó una navaja de carnicero; y allí, fríamente, le cortó en vivo los testículos. Saltaron dos chorros de sangre que enrojecieron las piernas del prelado y empaparon las baldosas del pavimento, hasta encharcarlas. El Obispo palideció, pero no se inmutó. Ahogó un grito de dolor y musitó una oración al Señor de las cinco tremendas llagas. El Obispo, abrasado de dolor, fue empujado a la plazuela, sin consideración alguna, y conducido al camión de la muerte. «Le obligaron a ir por su propio pie, chorreando sangre». Ante los ojos de los hombres, era un pobre perro escarnecido. Ante los ojos de Dios y de los creyentes, era la imagen ensangrentada y bellísima de un nuevo mártir, en el trance supremo de su inmolación: completaba en su cuerpo lo que le faltaba a la pasión de Cristo. El heroico prelado, que el día anterior, el 8 de agosto, había terminado una novena al Corazón de Jesús, iba diciendo en voz alta: -¡Qué noche más hermosa ésta para mí: voy a la casa del Señor! -Se ve que no sabe a dónde lo llevamos. Uno de los anarquistas le golpeó la boca con un ladrillo, y le dijo: «Toma la comunión». Extenuado, llegó al lugar de la ejecución, que fue el cementerio de Barbastro. Subió, no por la avenida de los Toreros, donde estaba el hospital, sino por la izquierda, por la calle que lleva hoy su nombre. Al recibir la descarga, los milicianos le oyeron decir: «Señor, compadécete de mí» . Pero el Obispo no murió aún. Lo arrojaron sobre un montón de cadáveres, y después de una hora o dos de agonía atroz, lo remataron de un tiro. «No le dieron el tiro de gracia al principio, -dice Mompel- sino que lo dejaron morir desangrándose, para que sufriera más». Sabemos, por otras fuentes, que «la agonía le arrancaba lamentos». Se le oía decir: «Dios mío, abridme pronto las puertas del cielo» . Varios milicianos le oyeron musitar, también: «Señor, no retardéis el momento de mi muerte: dadme fuerzas para resistir hasta el último momento». Y repetía muchas veces «lo de su sangre y el perdón de los demás». Otro testigo le oyó que «ofrecía su sangre por la salvación de su diócesis».
Estas salvajadas que fueron muchas y de muchos tipos, de personas inofensivas e inocentes, hasta de niños, son difíciles de entender. El papa Pio XII, en 1936, los refirió al «odio de Satanás». Es la única explicación a tanta ferocidad, que condujo no sólo al asesinato de miles de hombres, sino también a la profanación sacrílega de tantísimas iglesias. Muchos podrían haber salvado la vida abjurando de su fe. Pero la fe cristiana de España mostró el arraigo y la vitalidad que poseía: con una entereza extraordinaria, sin temblar ni dudar, nadie apostató. Leyendo todos los documentos de los procesos no se ha encontrado un solo caso de retractación. Esto es un milagro porque no se puede dar por descontado que una persona que tenga fe no ceda o traicione. Continuaremos.
[1] José María Gironella, «Los cipreses creen en Dios», p.717. [2] Profesor de Historia Contemporánea Javier Paredes. |