Estas fechas del mes de junio que trascurren entre -especialmente- la Solemnidad de la Trinidad, el Corpus Christi e incluso el Sagrado Corazón, son principalmente de los contemplativos: los extasiados en contemplar a Dios, que les mira amorosamente y en cuyo amor ardiente se recrean gratuitamente.
Ante el desafío actual de un mundo tan lleno de estímulos exteriores…, de superficialidades, de la vacuidad de lo instantáneo, de lo inconsistente e intrascendente, de momentos fugaces, donde todo es líquido, momentáneo y fugaz, basado en sensaciones, en placeres efímeros, en deseo y caprichos, en ambiciones y metas de éxitos mundanos…, ante ese desafío hay quien es capaz de renunciar a ese mundo, se desprende de sus tenencias, ataduras, sueños.. y se aparta a otra propuesta de existencia: la de la santidad perfecta, la del Reino de Dios, a la que llama Jesús: «Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el cielo— y luego ven y sígueme«.
En un mundo sin audición para lo sagrado, Dios sigue llamando y aún hay quien escucha su voz y le siguen. Personas que se introducen en la nada, en el anonimato para el mundo, sumergiéndose en el silencio, el recogimiento, la intimidad, la oración…, donde el Señor le ha guiado místicamente para revelarle sus secretos y tener una relación de profunda amistad.
Cosa que no deja de sorprender es el despojamiento de esas personas consagradas a Dios. Sorprende es la generosidad de estas personas, que, con una fe total, lo dejan todo, se desprenden de todo atavío o ropaje de cosas de este mundo, cargado de aspiraciones, ambiciones, posibilidad, ofertas, satisfacciones, placeres, libertades, etc., renunciando hasta a la propia voluntad y no disponerse, no disponen del tiempo y del lugar… Todo, todo, lo ponen a disposición de lo que Dios quiera, de su voluntad, de lo que le agrade. Hay algo en este gesto de entrega total a Dios, dejándolo todo por su amor, que desborda lo imaginable, para entrar en el ámbito de lo sobrenatural y de la gracia divina, que excede cualquier intento de comprensión, incluso a los mismos protagonistas.
Estas personas pasan a ser los íntimos de Dios, «las niñas de sus ojos» en medio de un mundo tan refractario a acoger su amor misericordioso y su ternura; con ellos Dios se demora abriéndoles su corazón, en el que les hace reposar, como a Juan en la última cerna. Y a ellos también les escucha de manera excepcional, pues son los que se han reservado para hablarle; se convierten así, con sus rezos íntimos, en los conseguidores de bienes para los demás; a semejanza de su Señor, dan sin pedir nada a cambio, a imagen y semejanza de un amor gratuito divino que les animan.
Otra cosa que llama a atención -y es muestra de su autenticidad- es la rebosante, no por estruendosa sino por su constante sutil e indestructible- alegría serena y profunda. Quien allá visitado, puntualmente o de pasada, un monasterio de este tipo, ha podido comprobar esa «radiación magnética» que transmiten estas personas, que viven del amor y la esperanza que emana de la santidad de una fe total.
Nunca podremos comprender, si no se ha tenido un atisbo de luz sobre lo que ha podido experimentar en sus vidas estas personas, para responder a una llamada que desborda cualquier pretensión humana. La profundidad de su interioridad, de su apertura a vivir en atención amorosa a Dios Amor, el gusto gozoso de estar con Él, etc., «no cabe en cabeza humana (sobre todo de hoy)», pero es así, bendita y sobrenaturalmente. Es el Espíritu de Dios que vive incandescente en el espíritu de ese ser humano.
Estas personas son velas encendidas en medio de un mundo que se apaga. ¡Cuánto necesitamos de ellas!