Las tentaciones de Jesús, 1º domingo de Cuaresma

El Evangelio (Mc 1,12-15) de hoy, 18 de febrero, primer domingo de Cuaresma, nos cuenta brevemente pero con gran contenido la experiencia de Jesús en el desierto, previamente al comienzo de su vida pública, de predicación del Reino y de la invitación a conversión y a creer. Jesús pasa cuarenta días llenos de pruebas, ayunos y peligros Lo más significativo son las tentaciones que le provoca Satanás.

«Este Evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto nos recuerda que la vida del cristiano, tras las huellas del Señor, es una batalla contra el espíritu del mal», nos dice el papa Francisco.

Pero podríamos afirmar sustancialmente que Jesús se «prepara», entre lucha espiritual, ayuno y oración en soledad del desierto, para proclamar el Evangelio de conversión y salvación a los suyos, los judíos, y luego a toda la humanidad.

 

Lectura del santo evangelio según san Marcos (1,12-15):

En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios.
Decía: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»

 

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Palabras del papa Francisco

(Ángelus, 21 febrero 2021)

El pasado miércoles, con el rito penitencial de la ceniza, iniciamos el camino de la Cuaresma. Hoy, primer domingo de este tiempo litúrgico, la Palabra de Dios nos indica el camino para vivir fructuosamente los cuarenta días que conducen a la celebración anual de la Pascua. Es el camino recorrido por Jesús, que el Evangelio, en el estilo esencial de Marcos, resume diciendo que Él, antes de comenzar su predicación, se retiró durante cuarenta días al desierto, donde fue tentado por Satanás (cf. 1,12-15). El evangelista subraya que «el Espíritu empuja a Jesús al desierto» (v. 12). El Espíritu Santo, que descendió sobre Él nada más recibir el bautismo de Juan en el río Jordán, el mismo Espíritu le empuja ahora a ir al desierto, para enfrentarse al Tentador, para luchar contra el diablo. Toda la existencia de Jesús se pone bajo el signo del Espíritu de Dios, que lo anima, lo inspira y lo guía.

Pero pensemos en el desierto. Detengámonos un momento en este entorno, natural y simbólico, tan importante en la Biblia. El desierto es el lugar donde Dios habla al corazón del hombre, y donde brota la respuesta de la oración, o sea, el desierto de la soledad, el corazón sin apego a otras cosas y solo, en esa soledad, se abre a la Palabra de Dios. Pero es también el lugar de la prueba y la tentación, donde el Tentador, aprovechando la fragilidad y las necesidades humanas, insinúa su voz engañosa, alternativa a la de Dios, una voz alternativa que te muestra otro camino, un camino de engaños. El Tentador seduce. Efectivamente, durante los cuarenta días vividos por Jesús en el desierto, comienza el “duelo” entre Jesús y el diablo, que terminará con la Pasión y la Cruz. Todo el ministerio de Cristo es una lucha contra el Maligno en sus múltiples manifestaciones: curaciones de enfermedades, exorcismos de los endemoniados, perdón de los pecados. Después de la primera fase en la que Jesús demuestra que habla y actúa con el poder de Dios, parece que el diablo prevalezca cuando el Hijo de Dios es rechazado, abandonado y finalmente capturado y condenado a muerte. Parece que el vencedor es el diablo. En realidad, la muerte era el último “desierto” a atravesar para derrotar definitivamente a Satanás y liberarnos a todos de su poder. Y así Jesús triunfó en el desierto de la muerte para triunfar después en la Resurrección.

Cada año, al comienzo de la Cuaresma, este Evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto nos recuerda que la vida del cristiano, tras las huellas del Señor, es una batalla contra el espíritu del mal. Nos muestra que Jesús se enfrentó voluntariamente al Tentador y lo venció; y al mismo tiempo nos recuerda que al diablo se le concede la posibilidad de actuar también sobre nosotros con sus tentaciones. Debemos ser conscientes de la presencia de este enemigo astuto, interesado en nuestra condena eterna, en nuestro fracaso, y prepararnos para defendernos de él y combatirlo. La gracia de Dios nos asegura, mediante la fe, la oración y la penitencia, la victoria sobre el enemigo. Pero hay algo que me gustaría subrayar: en las tentaciones Jesús no dialoga nunca con el diablo, nunca. En su vida, Jesús no tuvo jamás un diálogo con el diablo, jamás. O lo expulsa de los endemoniados o lo condena o muestra su malicia, pero nunca un diálogo. Y en el desierto parece que haya un diálogo porque el diablo le hace tres propuestas y Jesús responde. Pero Jesús no responde con sus palabras; responde con la Palabra de Dios, con tres pasajes de la Escritura. Y esto es esto, haz aquello…”. La tentación es la de dialogar con él, como hizo Eva; y si nosotros entablamos diálogo lo que debemos hacer también todos nosotros. Cuando se acerca el seductor, comienza a seducirnos: “Pero piensa con el diablo seremos derrotados. Grabaos esto en la cabeza y en el corazón: no se dialoga nunca con el diablo, no hay diálogo posible. Solo la Palabra de Dios.

En el tiempo de Cuaresma, el Espíritu Santo nos empuja también a nosotros, como a Jesús, a entrar en el desierto. No se trata —como hemos visto— de un lugar físico, sino de una dimensión existencial en la que hacer silencio y ponernos a la escucha de la palabra de Dios, «para que se cumpla en nosotros la verdadera conversión» (Oración colecta 1er Domingo de Cuaresma B). No tengáis miedo del desierto, buscad más momentos de oración, de silencio, para entrar en nosotros mismos. No tengáis miedo. Estamos llamados a caminar por las sendas de Dios, renovando las promesas de nuestro bautismo: renunciar a Satanás, a todas sus obras y a todas sus seducciones. El enemigo está ahí, al acecho, tened cuidado. Pero no dialoguéis nunca con él. Nos encomendamos a la intercesión maternal de la Virgen María.