Las obras silenciosas de la fe

         Jesús, dándose cuenta de que se disponían a ir y tomarlo para hacerle rey, se retiró otra vez al monte. El solo (Jn 6,15).

         No aceptó gloria humana (Jn 5,41).

        Todo lo que hagáis, hacerlo de corazón por el Señor, no por los hombres (Col 3,23). 

 

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           Había un hombre que poseyendo las tierras más fértiles del lugar, vivía en absoluta austeridad, no se permitía lujo alguno, casi siempre vestía la misma ropa, no frecuentaba los bares ni lugares de ocio, ni hacia ostentación de nada. Regateaba los precios y procuraba sacar hasta la último céntimo en todo.

            En el pueblo le apodaban «el Avaro». Desde el más rico al más pobre del pueblo sentía un cierto desprecio por él.

              Llegó la hora de su muerte y nadie acudió a su entierro.

        Como ocurre cíclicamente llegaron tiempos de escasez y con ello el hambre al pueblo: ya no hubo créditos ni en la panadería ni en las tiendas.

          La hambruna fue tan grande que el cura del pueblo para mover a la solidaridad y a la vez para reparar una antigua injusticia contó en un sermón ?aun saltándose su promesa de silencio? la historia de Eduardo «el Avaro», quien dedicaba todos sus bienes y ahorros conseguidos a base de vivir pobremente a socorrer a los necesitados, permaneciendo en el más absoluto y aprobioso anonimato. Todos cuanto lo oyeron se quedaron perplejos, y entonces todo el pueblo entonó cantos de admiración y le tuvieron por santo; los ricos decidieron levantarle un monumento y construirle un mausoleo, donde todo el mundo pudiera visitarlo y rendirle homenaje.

             Pero el cura se opuso tajantemente a ello:

            ?Ni lo quiso en vida ni lo quiere en muerte. Quien quiera homenajearle, que siga su ejemplo y su obra!

 

           Pero nadie la siguió. Que se sepa. Pues el que no se sepa es parte de la obra. De esa obra y de cualquier obra realmente buena.

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         «Quien sabe la verdad de las cosas; cuántas veces está la aurora detrás de la montaña» (Juan Ramón Jiménez).

         Nada hay tan oculto que no se llegue a descubrir, y nada tan secreto que no se llegue a saber (Lc 12,2).

         Los pecados de algunos hombres son conocidos aun antes del juicio; los de otros sólo con ocasión de él. Lo mismo ocurre con las obras buenas; una son manifiestas, y las que no lo son no podrán permanecer ocultas (1 Tim 5,24-25).

         Si alguno tiene bienes de este mundo y ve a su hermano en la necesidad, y le cierra su propio corazón, cómo puede estar en él el amor de Dios? Amémonos no de palabras ni de lengua, sino con obras y de verdad (1 Jn 3,17-18).

         Cuando des un banquete invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; entonces serás dichoso porque ellos no pueden pagarte, y recibirás tu recompensa en la resurrección de los justos (Lc 14,13-14).

 

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