Las batallas que no se dan son las que se pierden

Seguro, y a veces incluso las que se dan. Pero lo mayoría de estas es por falta de preparación. Por eso el cristianismo, la Iglesia y todos sus fieles, ha de plantar cara a una mentalidad o cultura con la que no está de acuerdo, y hacerlo con argumentos contundentes y de forma valiente y resolutiva, convencidos de la verdad de Cristo, pero con humildad.

Hay muchas batallas que librar, y se necesita para ello que todo el mundo cristiano colabore en el empeño de llevar su verdad, la verdad de la doctrina cristina, de los valores evangélicos y de la fe en Jesucristo, al campo abierto de la sociedad occidental. Hemos de ser sal y luz en medio del mundo, a semejanza de Cristo, que dice al comienzo del anuncio del Reino, en Marcos 1,38: “Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido”. Hay que salir.

La Iglesia ha de reconocer que de nada sirve, o muy poco, el refugiarse en las sacristías: viviendo la fe intramuros, ausente del mundo, no haciéndose notar para no molestar, no dando guerra, y que se puedan enfadar por ejercer de signo de contradicción. Esto no es lo propio del cristiano: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad.” (Jn 18,37b), dice Jesús ante el acusador Pilato.

Resulta hasta confortable rodearse del grupito parroquial de fieles colaboradores y limitarse como principal tarea a ser escuchado en una homilía dominical destinada a los suyos, a unos fieles cumplidores, buenos y nada más, a los que ni se les exige nada y exigen nada. Homilías en su mayoría apenas si hablan de la realidad de la calle ni de temas escabrosos.

Así no se hace nada por llevar el Evangelio al mundo, y que se convierta y cambie. Hay que «patear» la calle; entiéndase: salir fuera (como hacen los pro-vida: rezando delante de los abortorios, creando asociaciones de apoyo a la mujer o convocando manifestaciones, etc.), o sea hay que hacerse notar para trasladar a la opinión publica una visibilidad cargada de mensaje. Y a su vez hay que forjar un discurso, una palabra que decir, unos argumentos precisos y fuertes, inatacables. Porque se no puede salir a hablar, pongamos por ejemplo, por la  televisión en una entrevista o pregunta a uno de esos voluntarios y que no expresen convincentemente su posición. Porque además de no lograr trasladar la verdad del porqué de esa reivindicación se está haciendo, se da oportunidad a que esa televisión (generalmente progre) aproveche para certeramente manipulando ridiculice la posición de los que con sacrificio de su tiempo y arrostrando que se les tache de «fanáticos», «retrógrados», «ultras», «intolerantes»… y no se sabe cuántas lindezas más, quede su causa deslegitimiza y sin efectos positivas y de sensibilización social, que es de lo que se trata, sino todo lo contrario (la gente saldrá emocionalmente huyendo de tales reivindicaciones).

Y para todo ello, hay que rezar y rezar mucho. Para estar abiertos y dispuestos al Espíritu Santo, que nos dirá qué hacer y nos dará fuerza, y nos dirá también qué decir: “no os preocupéis de cómo o con qué razones os defenderéis o de lo que vais a decir,  porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir” (Lc 12,11b-12).

En fin, que además de movilizarse, y en cantidad -incluyendo en primer lugar a los pastores, como guías-, ha de ahormarse un discurso coherente y convincente, que aguante cualquier racionalidad y con base científica, si en necesaria. Las verdades de nuestra fe y sus valores que defendemos son de un potente sentido común; no hay que acomplejarse -la razón, por ejemplo, de estar contra el aborto está de nuestra parte-.

Los seguidores de Jesús -la Iglesia en todo su totalidad- no podemos quedarnos con los brazos cruzados mientras suceden cosas en contra del mensaje y la voluntad de Dios, que es un evangelio de amor, de bien y justicia. Hemos de predicarlo como el Señor nos pidió, con la palabra y con el testimonio. Lo cual, hoy día como nunca, puede ser ingrato, pero no nos queda otra: hay que vivir activamente nuestra fe.

Hemos tocado, como ejemplo, el aborto, pero podría hablar de otros, muchos, pues nada de lo humano no es ajeno. Son muchos los campos de batalla; pero la guerra es una: la del bien contra el mal, la de la cultura o doctrina de naturaleza divina y la cultura inhumana o pseudocultura (que es la que se está implantado a ojos vista).

Esta es la arena de nuestros días, a la que nos ha tocado salir… ; los leones ante los que tenemos que testimoniar nuestra fe.

 

ACTUALIDAD CATÓLICA