Quien consagrada su vida de una manera tan absoluta a Dios lo hace porque no le queda más remedio, es decir, que ha comprendido por lo que siente que su vida no tiene más sentido que dedicarse en cuerpo y alma a Aquel que le ama y al que ama, todo ello en un exceso —efecto de la gracia abrasadora del Espíritu Santo— que le lleva a dar ese salto en el vacio de ruptura total, de abandono total, de entrega total.
La vida en un monasterio es una vida mortificada. Una vida de renuncia. La persona que profesa perpetuamente sabe que nunca más podrá dormir a pierna suelta, sino que tendrá que levantarse a hora fija, fines de semanas incluidos. Sabe, además, que por mucho que le guste un determinado dulce o un determinado plato, tendrá que conformarse con lo que le den. La radio, la televisión y ahora internet en muchos monasterios están excluidos. Entrar en una abadía supone renunciar al cine, a la mayor parte de la música, a los viajes, y sobre todo a crear una familia. Es una renuncia al amor humano marital, para volcar el corazón entero en Dios. Además, está el voto de obediencia: obedecer a alguien que te cae bien es fácil, pero es muy duro obedecer a alguien con quien no simpatizas. En fin, es una renuncia al mundo, a sus deleites y cuanto ofrece, para dedicarse a lo único importante y necesario. Es un vivir con un pie en la tierra y con el otro en el cielo. Entrar en un monasterio es enterrarse en vida por amor a nuestro Señor. Aquí hay algo inaudito que sobrepasa cuanto podamos imaginar humanamente hablando.
Sus vidas transcurren sin ruido, desapercibidas, como si para el mundo no existieran. Este mundo de espiritualidad del claustro es como la “alteridad” de ese otro mundo extramuros, que sólo puede concebir la vida desde parámetros materiales y tangibles, siéndole «ajenas» las realidades del espíritu. La pena es que, esta mentalidad dominante actual, cada vez más mundana, está alejando a muchas potenciales vocaciones contemplativas de esa perspectiva vital de entrega absoluta a Dios, de mística comunión con Él.
La abrumadora mundanidad de los tiempos presentes está provocando la falta de estima por la vida consagrada. Santo Tomás dice que los hombres mundanos han perdido el sentido del gusto por las cosas espirituales. En un mundo donde la eficacia, la cantidad, el tener, el éxito, el placer, etcétera, sea la lógica dominante, lo espiritual se bate en retirada, pues no tiene nada que hacer; se despreciada por considerarla nada práctico e inútil. Ese mundo no puede comprender otra realidad. Ya lo dicen las Escrituras: El hombre psíquico no acepta las cosas del Espíritu de Dios; son locura para él y no puede entenderlas, ya que hay que juzgarlas espiritualmente (1Cor 2,14). A ello responden los contemplativos: muertos para el mundo, libres de cuanto en éste se ambiciona, sólo para Dios por los hombres y la Iglesia.
Además, también se da —como consecuencia de la agitación del vivir actual— esa mentalidad, ajena a la espiritual y la verdadera religiosidad que crítica, desde ignorancia o tal vez la mandad, a los consagrados de clausura, tratando de sacarles de sus claustros. Se insinúa que los “hermanos” de la calle les necesitan, que una hermana religiosa puede hacer mucho bien curando ancianos, enfermos, educando en escuelas, socorriendo a desvalidos, etc. Realmente, como es obvio, esto resulta más práctico y atractivo, cautiva al más inteligente.
Cuando la lectura se hace desde la profundidad de la fe, las personas consagradas -monjas y monjes-, a las que el mundo ignora, son los pilares de la tierra; sin los cuales el mundo se vendría abajo. Aún cuando cueste creerlo en un mundo tan materialista y grosero, la única respuesta a los males de la humanidad es la oración. “Mas hacen por el mundo los que oran que los que combaten, y si el mundo está mal es porque hay mas batallas que oraciones”, decía Donoso Cortés. Este mundo no necesita hábiles políticos, ni hombres que con su capacidad lo dirijan; la humanidad necesita santos. Aunque el mundo no lo entienda y trate de cuestionar la existencia de monasterios, tachando a las monjas y monjes de personas ociosas que nada hacen para construir un mundo más justo y próspero; estas personas consagradas como tantas otras religiosas y religiosos de clausura, ganan caudales de gracias que luego aplican los hombres y mujeres de acción en sus obras cotidianas. Los conventos y monasterios, reductos de amor a Dios, ¡tan necesarios para la humanidad!, son castillos invencibles de Dios, donde se le adorado, sirve y ama como Él se merece, sin atender a nada más que a Él mismo, y desde donde derrama muchas gracias… Por su maravillosa existencia el sano árbol de la Iglesia se nutre de savia para dar los dulces frutos que ofrece a la humanidad. Como dice un verso de Rilke: “Son abejas que liban en lo visible la miel de lo invisible”.
Es verdad que la idea de la vida religiosa en la Iglesia muestra lo que Dios quiere en cierto sentido para todos.
Y también existen “claustros de sustitución”. Los más espectaculares son las prisiones, los hospitales, los campos de concentración. Los más escondidos, pero no los menos eficaces, son con frecuencia una situación familiar complicada, sin salida, una separación dolorosa, un trabajo explotador, una injusticia amarga… o más sencilla y frecuentemente, un defecto de carácter, un complejo; es decir, un vicio contra el que se lucha y que nos aísla de los demás, arrinconándonos en un movimiento de huida, con las renuncias que implica.[1] De modo que hay muchos más “contemplativos” fuera, en el mundo; se encuentran entre la gente sufre, y quizá muchos de ellos no han oído nunca la palabra “contemplación”. Y, por otra parte, no todos los que están en las órdenes contemplativas lo son. El ejemplo más palmario y frecuente es el de una madre (o padre) que, estando tan polarizada por y en el amor de sus hijos, vive como desprendida de todo; no le importa quedarse sin nada, porque sus hijos lo tengan todo. El amor es tan potente que las cosas para ella carecen de peso e importancia; vive en función de sus hijos; y por ello se olvida de sí, y de las cosas material; vive prescindiendo de ellas, arrobada como esta por la pasión de sus hijos. En este estado oblativo se convierte en contemplativa; sumergida en un amor que la rebasa. Hay muchos contemplativos que no saben que lo son. Están en el mundo como si no estuviesen en él. La historia humana está estruendosamente repleta de abusos, torturas, injusticias, aberraciones, persecuciones, guerras; pero, a la vez, o por eso mismo, multitud de hombres y mujeres se sacrifican calladamente para cuidar a los más desventurados. Ellos representan la secreta y silenciosa resistencia al avance del mal, son los que conservan los valores del Reino, sin ser plenamente conscientes de ello; desde el anonimato, son los que escriben la historia, la verdadera historia del bien y del Reino. Estos son los justos, los santos, los contemplativos, que existen ahí, en medio del mundo, y son muchos más de lo que se cree. Su ofrenda pura a Dios, que quiere la exclusividad de su belleza para sí, su castidad interior, permanecer ocultos o crucificados, en todo caso incomprendidos y despreciados, incluso desapercibidos, es esencial para el mundo, para un mundo en tan aparente ausencia de Dios.
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[1] Cf. Molinie, M.-D., El coraje de tener miedo, Ed. Paulinas, Madrid, 1979, p.196.