La afirmación «somos templo del Espíritu» (Cf. I Co 6,18) Es de tal importancia esta verdad de fe, que su realidad lo cambia todo. Somos recinto de la presencia de Dios en medio del mundo; Dios está presente en todas las partes, pues nada escapa a su conocimiento ni hay espacio oculto; Dios todo lo alcanza y todo lo ve. Pero hay grados de presencia de Dios, y el alma humana es el lugar por excelencia de Dios en el mundo; también lo es la Eucarístia.
Pero desgraciadamente no somos conscientes de ello; pues si verdaderamente lo fuéramos nuestras vidas serían otras, consecuencia de los efectos del Espíritu Santo con el que viviríamos en íntima comunión de vida.
Seamos conscientes o no, lo percibamos o no, esta Realidad en nuestras vidas está ahí, sosteniéndola y actuado en ella. Sin esa presencia que parecemos ignorar, nosotros -y también el mundo- seríamos otra cosa, es decir, no existiríamos como tales seres humanos; pues somos obra del aliento divino, y por él vivimos, nos movemos y existimos.
Ya hablamos de en qué momentos podemos experimentar presencia en nuestras vidas, en el actuar cotidiano, del Espíritu Santo (pueden ver los artículos: Experimentar al Espíritu Santo (I), Experimentar al Espíritu Santo (II).
“El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu” (Rom 8,16), para conjuntamente, en íntima comunión, para mover a la voluntad a actuar hasta en los más mínimo e inmediato, según la Voluntad divina, plasmable en obras de bondad, de amor, de misericordia, de justicia, de deber, de responsabilidad, de piedad, etc., en el devenir diario de cada cual, a veces anodino, sencillo, sin más; pero no importa el qué sino el espíritu (Espíritu) que lo anima. Aunque muchas acciones que llevamos a cabo en nuestro acontecer diario sean tan ordinarias, naturales, sin apariencia de intervención extraordinaria, carecen en si de importancia; es la santificación de ella, lo que las hace «eternamente sagradas», porque Dios las ha impregnado de su presencia.
Amén de esta presencia de la Gracia divina que anima las acciones de nuestras vidas, el Espíritu Santo otorga también, según le parece, a cada cual carismas, dones especiales o talentos:
San Pablo nos cita los siguientes: «A uno le es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría; a otro la palabra de ciencia, según el mismo Espíritu; a otro fe en el mismo Espíritu; a otro don de curaciones en el mismo Espíritu; a otro operaciones milagrosas; a otro profecía, a otro discreción de espíritus, a otro diversidad de lenguas, a otro interpretación de lenguas» (1Cor 12,8-10).
San Tomás de Aquino también citaba algunos de ellos: Hacer milagros, profetizar, discernir el Espíritu de Dios y los malos espíritus en los corazones, hablar leguas desconocidas o entenderlas, curar las enfermedades sin remedios naturales, discurrir con una fe, una ciencia o una sabiduría brillantes sobre las cosas de Dios…
Y el Hermano Pierre-Yves Emery, de Taize: “El don de simpatía, la capacidad de consolar a los demás, de escucharles y confortarles, el don de discernimiento; las posibilidades de que algunos gozan para hablar, cantar, dirigirse a una multitud, presidir una liturgia; el valor para creer y perseverar en la oración, incluso cuando no se recibe de ella ninguna resonancia sensible; el talento teológico, la capacidad de experimentar la fe en función de los problemas humanos del momento, y andes, de ponerlos de relieve; la lucidez para descifrar los signos de los tiempos y adivinar el provenir preparándose para él; el sentido del lenguaje, la inspiración poética, la atención del corazón, la concentración del espíritu; las cualidades requeridas para animar una reflexión, presidir una deliberación del espíritu; las cualidades requeridas para animar una reflexión, presidir una deliberación, conducir a una decisión, renovar el modo de plantear las cuestiones, La entrega de sí, que llega hasta compartir las condiciones de vida de los más pobres y hacerse cargo de los más desvalidos: ¿no son estos, por citar algunos, otros tantos dones que, comparados con el don de hablar en lenguas tienen tantas posibilidades como el de estar al servicio del Espíritu y deberse a su gracia?”[1].
Los cuales han sido dados para bien de todos, dice la palabra de Dios (1 Cor 12, 7 ). No lo olvidemos ni tan solo un instante.
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[1] FERMET, A., El espíritu Santo en nuestra vida, ed. Sal Térrea, Santander, 1985, pp.112-113.