La inocencia

          «Lo que más importa en la sencillez ante Dios… ¡Dichosas las almas que con fidelidad siguen el impulso divino! El mal está en que muchas veces queremos especular, y Dios no quiere que hagamos más que amar; abandonémonos simplemente a su bondad, como un niño en los brazos y pecho de su madre…. » (Santa Juana Chantal).

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          José era de una simplicidad total; tanto que en el pueblo le llamaban el Bobo; pues se quedaba tan extasiado mirando embobado cualquier cosa, la más pequeña cosa (un hormiguero, una flor, uno pájaro, a un albañil poniendo ladrillos,…), que se olvidaba por completo de todo, de la hora que era, de comer, del recado que a mama tenía que hacer,… de adónde iba y de dónde venía. Era lo que se dice un desastre, y no se le podía encomendar nada.

           Un día estando bañándose los chavales del pueblo en el río, uno de ellos se introdujo en una zona en la que se producían remolinos, y, como quiera que no era muy hábil nadador, se vio de pronto atrapado en las aguas y empezó a ahogarse. El miedo se apoderó de todos y nadie se atrevía a socorrerlo. José, que se hallaba sentado en la orilla, absorto como siempre, fue agitado en su interior al contemplar la angustiosa desesperación del muchacho que se ahogaba; sin pensárselo ni reparar en el peligro, saltó como un resorte al agua. Tras momentos dramáticos en que parecía iban a perecer los dos, lograron alcanzar la orilla. José lo había salvado.

       Desde aquel día unos le tuvieron por un valiente, otros por un loco temerario, otros por un héroe.

            Tan sólo era un santo.

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         La espontaneidad es para los inocentes. La inocencia es «imprudente», no sabe calcular el peligro, no echa cuentas ni medidas, simplemente actúa, se pone en marcha cuando es llamada.

         Inocente es aquel que «no ve» la magnitud del mal, que no lo sospecha, que no lo presiente ni ve sus recovecos y estrategias, porque no anda en sus pasos, y no le es familiar; simplemente lo desconoce porque no tiene nada que ver con él.

       El inocente no se detiene, no profundiza ni bucea las acciones de las tinieblas; para no precipitarte en ellas, para no enturbiar su mirada y hacer desconfiado a su corazón. Se ama a sí mismo.

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         Sin un grado de «imprudencia» propia de quien se olvida de sí mismo, no se puede vivir en santidad.

      Hoy el hombre vive tan pendiente de sí, de las cosas del mundo, que es incapaz de distanciarse y trascender lo inmediato, donde se estanca y ahoga.     

         Vivir sencillamente es contradictorio con el mundo actual.

        Hemos perdido la inocencia de la mirada. Miramos impositivamente las cosas. Pretender manipular y someter lo que cae bajo nuestra mirada es no dejarlo ser.

          Si el niño es capaz de preservar su inocencia y vivir en sintonía con el resto de la creación, en la dicha del Reino, es porque no ha sido absorbido por lo que llamamos el «mundo», esa región de oscuridad habitada por adultos que emplean sus vidas no es vivir, sino en buscar el aplauso y la admiración; no en ser pacíficamente ellos mismos, sino en compararse y competir neuróticamente, afanándose por conseguir algo tan vacío como el éxito y la fama, y a costa de derrotar, humillar y destruir al prójimo.

       Así como el hombre ha pasado de la sencillez original a la complejidad, ha de sobrepasar ésta y llegar a un nuevo ser sencillo y noble. Ha de renacer. Volver al espíritu de la infancia. «Si no os hacéis como niños… «

      El niño pierde la inocencia para ser hombre; y el hombre recupera la infante inocencia cuando llega a ser sabio.

         La sabiduría y santidad son el sereno y sencillo esplendor de un alma cándida, que posee esa gracia natural y esa ausencia de conflicto interno que, entre los humanos, sólo se dan en los niños y en los místicos. El Reino de Dios es el reino de la inocencia, donde habitan los sencillos y los limpios de corazón. 

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         Quien no cree ha dejado de ser inocente. Y quien no es inocente no cree.

         En verdad os digo que si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos. Así, pues, el que se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los cielos (Mt 18,3-4).

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