Aunque existan diferencias entre unas regiones y otras, en su conjunto Europa es un espacio geográfico hiperdesarrollado técnica y económicamente, cuyos habitantes parecen instalados en lo que Galbraith llamaría «la cultura de la satisfacción»; algo que sin duda influye en el creciente desinterés por las cuestiones religiosas. Es sabido que, en la parábola de los invitados a las bodas (Lc 14,15-24), fueron precisamente los ricos y poderosos –los satisfechos, en definitiva– quienes no respondieron a la invitación: no creían tener necesidad de salvación. Ciertamente, los ricos necesitan de Dios tanto como los pobres, pero es muy fácil que en ellos se desarrollen actitudes de autosuficiencia que se lo oculten. A quien lo dude le recomendaría leer la descripción que hizo de unos y otros, allá por el siglo xvii, La Bruyère. Decía del rico: «Tiene la mirada fija y segura; […] los andares firmes y solemnes. Habla con desparpajo, hace repetir las cosas a su interlocutor; […] despliega un gran pañuelo y se suena ruidosamente; […] se detiene él y se detienen los demás; […] se cree con talento y con inteligencia. Es rico». En cambio, describiendo al pobre, decía: «Cree aburrir a los que le oyen; […] no ocupa sitio; […] cuando le ruegan que se siente, lo hace apenas en el borde de la silla; habla bajo en la conversación y articula mal; […] sólo abre la boca para contestar; tose y se suena bajo su sombrero; […] espera a estar solo para estornudar; […] nadie le debe ni saludo ni cortesía. Es pobre»15. Esas experiencias vitales tan distintas no pueden dejar de tener consecuencias religiosas. El rico está tan seguro de sí mismo que no necesita apoyarse en Dios. Lo sepa o no, está apoyado en sus riquezas. Piensan los escrituristas que la palabra aramea Mammón, utilizada por Jesús para referirse al dinero (Mt 6,24; Lc 16,9) y que los evangelistas nos han transmitido sin traducir, se deriva de la raíz ’mn («firme», «seguro»)16; igual, por tanto. que la palabra ’?man («fe»). Quienes tienen fe se apoyan en Dios. En cambio, quienes poseen riquezas se apoyan en ellas. Los pobres, por el contrario, como no pueden apoyarse en el dinero, sienten espontáneamente la necesidad de poner su confianza en Dios. «He aquí la miseria que enseña a orar», decía Ernst Bloch17. Esto nada tiene que ver con la religión como opio del pueblo. Es, sencillamente, que la situación de pobreza sociológica se convierte en un sacramento de la pobreza ontológica. Ya lo dijimos más arriba: los ricos necesitan de Dios tanto como los pobres, pero es más difícil que lo experimenten. Tras la clonación de la famosa oveja Dolly, alguien dijo gráficamente: «Hoy la oveja; mañana el pastor». En otro lugar escribí que todo eso ha generado en nosotros una «psicología de diosecillos»18. Y, naturalmente, la tentación más característica del hombre con psicología de diosecillo es prescindir de Dios.
http://www.misionerosclaretianos.org |