La primera lectura de la liturgia de la misa de hoy 19 de abril, (Hch 9,1-20), cuenta la proceso conversión de san Pablo.
Dios tiró del caballo al mayor azote de los cristianos en los inicios. Pablo estuvo presente en la lapidación del protomártir san Estaban: (Hch 8,1-3): «Saulo aprobaba su ejecución. Aquel día, se desató una violenta persecución contra la Iglesia de Jerusalén; todos, menos los apóstoles, se dispersaron por Judea y Samaría. Unos hombres piadosos enterraron a Esteban e hicieron gran duelo por él. Saulo, por su parte, se ensañaba con la Iglesia, penetrando en las casas y arrastrando a la cárcel a hombres y mujeres.»
La llamada o «caída de caballo» de Pablo es una invitación al cambio radical de vida, que -salvando la aparatosidad- puede realizarse con cada persona en algún momento de la vida: ¿Quién no se ha planteado preguntas que nos tocan interiormente, que nos alumbran tras periodos de ceguera y oscuridad, de crisis…? Es obra de la misericordia de Dios que nos sale al encuentro. «La conversión a Dios consiste siempre en descubrir su misericordia» (S. Juan Pablo II)[1].
Si a Saulo, el acérrimo enemigo número uno del cristianismo, Jesús pudo cambiarlo, cualquiera, por malo que sea, puede abrir su corazón a la fe. Siempre queda esta esperanza, por muy alejado que se esté y por poco tiempo que quede. Son muchos los grandes pecadores que se han convertido y han llegado a la santidad, e incluso a última hora, en el mismo momento de la muerte. ¡Siempre se está a tiempo!
Dios, causa del amor, toma la iniciativa para provocar toda conversión: «Conviértenos, Señor, y nos convertiremos» (Lc 5,21).La conversión tiene esos dos polos: pasivo y activo. Quien ama como Dios ama, con su mismo amor, está invitando creer reconociendo el origen de ese amor. «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Cor 15,10).
La Comunidad o Iglesia forma parte importante en el proceso de conversión. Con disposición y en actitud de acogida, como Ananías, puede acompañar en el proceso de aceptación del cambio interior. Dentro de la Iglesia, y a través de la gracia de los sacramentos, especialmente el eucarístico, y vivir el amor fraterno con los demás, transmitiendo el testimonio de la gracia recibida. «Se levantó, y fue bautizado. Comió, y recobró las fuerzas. Se quedó unos días con los discípulos de Damasco, y luego se puso a anunciar en las sinagogas que Jesús es el Hijo de Dios.»
Decía una conversa: “Sí, soy muy católica: vengo de una familia no católica y a los 18 años experimenté una impactante conversión. Ni se me apareció alguien ni me caí de un caballo, sino que experimenté una gran humanidad en la Iglesia.” [2]
La conversión, además, ha de efectuarse continuamente en nosotros, aunque ya creamos: es una renovación diaria, en dirección a un encuentro mayor con el Señor; un progresivo aumento de gracia y santificación, que nos asemeja más y más Él.
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (9,1-20):
En aquellos días, Saulo, respirando todavía amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al sumo sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, autorizándolo a traerse encadenados a Jerusalén a los que descubriese que pertenecían al Camino, hombres y mujeres.
Mientras caminaba, cuando ya estaba cerca de Damasco, de repente una luz celestial lo envolvió con su resplandor. Cayó a tierra y oyó una voz que le decía:
«Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?».
Dijo él:
«¿Quién eres, Señor?».
Respondió:
«Soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que tienes que hacer».
Sus compañeros de viaje se quedaron mudos de estupor, porque oían la voz, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo, y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Lo llevaron de la mano hasta Damasco. Allí estuvo tres días ciego, sin comer ni beber.
Había en Damasco un discípulo, que se llamaba Ananías. El Señor lo llamó en una visión:
«Ananías».
Respondió él:
«Aquí estoy, Señor».
El Señor le dijo:
«Levántate y ve a la calle llamada Recta, y pregunta en casa de Judas por un tal Saulo de Tarso. Mira, está orando, y ha visto en visión a un cierto Ananías que entra y le impone las manos para que recobre la vista».
Ananías contestó:
«Señor, he oído a muchos hablar de ese individuo y del daño que ha hecho a tus santos en Jerusalén, y que aquí tiene autorización de los sumos sacerdotes para llevarse presos a todos los que invocan tu nombre».
El Señor le dijo:
«Anda, ve; que ese hombre es un instrumento elegido por mí para llevar mi nombre a pueblos y reyes, y a los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre».
Salió Ananías, entró en la casa, le impuso las manos y dijo:
«Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció cuando venías por el camino, me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno de Espíritu Santo».
Inmediatamente se le cayeron de los ojos una especie de escamas, y recobró la vista. Se levantó, y fue bautizado. Comió, y recobró las fuerzas.
Se quedó unos días con los discípulos de Damasco, y luego se puso a anunciar en las sinagogas que Jesús es el Hijo de Dios.
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[1] ENCICLICA «DIVES IN MISERICORDIA», n.13.
[2] La periodista Cristina López Schlichting) Alfa y Omega 294 (2002), p.30.