Hemos extraído del libro La afectividad cristiana, del filósofo y teólogo católico alemán Dietrich von Hildebrand (+1977), una colección de párrafos que nos parecían interesantes, aunque ya ha trascurrido medio siglo de su publicación; pero el tema es eterno.
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Mientras que el «conmoverse» implica propiamente hablando un «ser enfocado» hacia el objeto, en el hombre sentimental el objeto queda reducido a la función de simple instrumento que sirve para iniciar ese «conmoverse». El ser afectado intencional convierte así en simple estado emocional que es puesto en marcha o «disparado» por un objeto 27?28
Sin embargo, el tipo sentimental no se enfrenta con sus propios sentimiento en un sentido tan pleno como el que encontramos en el individuo que se analiza constantemente a sí mismo. Mira sólo oblicuamente a su «conmoverse», pero incluso esta basta para ponerlo fuera de foco en lo que al objeto se refiere. Junto con esta aberración estructural, va la pobre calidad de su «conmoverse» y del objeto que lo provoca. 28
Mientras que la adulteración retórica en todas sus diversas formas constituye principalmente un resultado del orgullo, el sentimentalismo procede fundamentalmente de la concupiscencia 28
Sería, sin embargo, ridícula supersimplificación el considerar todos los casos de «conmoverse» como ejemplos de sentimentalismo. «conmoverse» significa, propiamente hablando, una de las más nobles experiencias afectivas, puesto que sólo de un levantar la propia insipidez se trata, de un ablandar la dureza del corazón, de un rendirse noblemente frente a esas grandes cosas que mueven a lágrimas (sunt lacrimae rerum). Sólo una manera de ver las cosas pervertida por el culto de la virilidad podría confundir la noble experiencia de conmoverse con el sentimentalismo. `Corruptio optimi pessima’. El hecho de que el sujeto sentimental abuse especialmente de esta experiencia no es razón suficiente para desacreditarla. Todo sentimiento queda corroído y pervertido por el disfrute introversivo. Pero conmovernos por alguna sublime belleza de la Naturaleza o del Arte, o por virtudes morales tales como la humildad y la caridad, no significa sino que nos dejamos penetrar por la luz interior de esos valores y que nos abrimos al mensaje que nos traen. Una rendición que implica reverencia, humildad y delicadeza 28?9
El que alguien se permita «conmoverse» es una cuestión de hecho, indisolublemente vinculada a una plena y profunda percepción de ciertos valores. No cabe ninguna duda de que esa misma sensibilidad y apertura de corazón que constituyen el fundamento para el «conmoverse», son también indispensables para una cabal percepción de los valores morales como la pureza, la generosidad, la humildad o la caridad. ¿Quién negará que la infinita caridad de nuestro Señor manifiéstala en su pasión se descubre de manera especialmente profunda a los ojos del hombre «cuyo corazón se conmueve» al contemplarla? 29
La Iglesia expresa una y otra vez en su liturgia el deseo de que Dios se digne disponer que nuestros corazones se sientan profundamente conmovidos por el infinito amor desplegado por Jesucristo en su pasión y en su muerte de cruz. 29
La afectividad tierna se manifiesta en el amor en todas sus categorías: filial y paternal, fraternal, conyugal, amor entre los amigos y amor al prójimo. Y se despliega en el «conmoverse», en el entusiasmo, en la auténtica tristeza profunda, en la gratitud, en las lágrimas de júbilo, o en la contrición. Es el tipo de afectividad que incluye la capacidad para una noble rendición, la afectividad que hace entrar en liza el corazón. 90
Hay que dejar bien claro que la afectividad requerida por la misma naturaleza del cosmos es la afectividad tierna, y no la enérgica. Las pasiones en el sentido que damos nosotros a la palabra, resultan siempre subjetivas. Y para todas las demás urgencias y sentimientos de la esfera temperamental, tal como el placer experimentado en los deportes, la cuestión de la objetividad no surge siquiera. El cosmos llama a la afectividad tierna del verdadero amor, de las lágrimas de gozo y de gratitud, del sufrimiento, del esperar y «conmoverse», en una palabra, a la voz de nuestro corazón. 101
La distinción entres los dos tipos de afectividad nos capacita para «descubrir» la naturaleza más íntima del corazón, como centro y órgano de la afectividad tierna 101
Por muy comprensible que sea el temor de que un penitente pueda tomar su sentimiento de compasión como respuesta suficiente y hacerse el sordo a la llamada moral a la acción sigue siendo verdad que la compasión debería sentirse, ya que todo acto de compasión tiene algo que dar que ninguna acción podría remplazar 105?6
Si un individuo estuviera impulsado por un imperativo kantiano a ayudar a la gente que sufre mediante acciones eficientes de toda índole, pero lo hiciera con un corazón totalmente frío e indiferente y sin sentir la más ligera compasión, ese tal habría fallado evidentemente en un importante elemento moral y humano. Incluso puede darse que el servicio prestado a una persona que sufre por una verdadera y sincera compasión y por el calor del amor no pueda sustituirse por ningún beneficio que podamos llevarle con nuestras acciones si éstas son puestas sin dicho amor. Ciertamente, esta compasión y este amor tienen que ser lo bastante sinceros y estar arraigados en la persona lo suficientemente hondo como para contener la plena potencialidad de todas las acciones 106
Lejos de constituir un peligro, una tan capacidad para el amor será siempre algo precioso y magnífico. Por otra parte, el pleno desenvolvimiento de esta capacidad no puede tener lugar satisfactoria e integralmente a menos que se realice en Cristo y a través de Cristo. Pero esta necesidad de transformación no es peculiar a la afectividad como tal. También el entendimiento y la voluntad han de ser «bautizados», si no quieren constituir ocasión para que un hombre se haga esclavo de su orgullo 114
Un segundo tipo de afectividad tullida cabe encontrarlo en el individuo que presenta una hipertrofia de eficiencia pragmática. En su enfoque básico utilitarista, encuentra superflua toda experiencia afectiva. No se puede perder el tiempo. Desprecia la compasión por la persona que sufre y declara: «La compasión no puede ayudar… de modo que hacer algo, o, si nada se puede hacer, no malgastar el tiempo en sentimientos.» Sólo lo útil le atrae. Toda afectividad tierna está frustrada en este individuo; sólo conoce la enérgica, como la ambición o la cólera. La contemplación es para él el colmo de la inutilidad, a mayor pérdida de tiempo que existe 117
Un tercer tipo de atrofia afectiva es la que se debe a una hipertrofia de la voluntad. En este plano, el estrechamiento de la esfera afectiva suele ser por lo general algo deliberado. Lo encontramos en el individuo que encarna el ideal moral kantinao; toda respuesta afectiva es objeto de repulsa, por el recelo de que pueda perjudicar a la integridad del propio nivel ético o resultar cuando menos innecesario. La voluntad destierra de propósito toda afectividad e impone al corazón un inquebrantable silencio. Lo encontramos igualmente en el estoico, que lucha por la `apatheia’ y ve en la supresión de toda afectividad el objetivo último del hombre sabio. Lo hallamos todavía en el individuo que cierra su corazón ?precintándolo, por decirlo así?, porque siente miedo de esa afectividad. 119
Si el hombre ha de participar como personalidad en la plenitud y gloria del mundo que le rodea y cuyas puertas abre la percepción del valor, es indispensable que se «conmueva» y que responda con reacciones afectivas. Una persona no puede incrementar y desarrollar toda la riqueza espiritual a la que ha sido llamada, a menos que vaya empapándose de los valores que percibe, a menos que su corazón esté movido y acunado por esos valores y se encienda en respuestas de gozo, amor y entusiasmo 120?1
El hombre sin corazón o de corazón duro es incapaz de amar realmente, o de sentir una auténtica compasión o un pleno arrepentimiento, en tanto dicho corazón no le haya sido resucitado. Así, que por una parte el acallamiento del corazón implicado en esta noción entraña los más decisivos defectos morales y hasta una voluntad inmoral. Por la otra, sin embargo, el hecho de que el corazón no esté acallado o endurecido no garantiza un alto nivel moral: porque existen muchos males morales que pueden coexistir con un corazón cálido, y muchas otras actitudes moralmente reprobables que incluso fluyen indirectamente del mismo, dándose hasta corrupciones específicas del corazón cálido . 123?4
El precepto de la caridad alcanza profundidades desconocidas: no sólo los hechos que causan positivamente daño a nuestro prójimo, sino incluso las palabras duras son incompatibles con ella. Y no sólo nuestro prójimo, sino también nuestro enemigo merece nuestra caridad. El reino de ésta no queda ya restringido a ningún campo, sino que se alza victorioso sobre todos los límites naturales. `Regnum justitiae, amoris et pacis’, «reino de justicia, de amor y de paz», dice el prefacio de la festividad de Cristo Rey 153?4
Escuchando esas palabras, uno no puede por menos de sentirse abrumado por el carácter totalmente nuevo de ese amor que sobrepasa infinitamente incluso al más noble afecto natural. Frente a esa caridad, su inefable santidad y su deslumbrante belleza, no ha categoría natural que se sostenga. » Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe»; nos sentimos tentados a añadir: Esta caridad es la victoria sobre el mundo 154
Una vez más, nos hallamos frente a una caridad sin límites, una caridad que no se halla restringida ni a los vínculos de sangre, ni a una comunidad natural, ni a una específica afinidad con otra persona 155
Mi prójimo es aquel que ha sido puesto en contacto con mi corazón con Dios, mediante esta especial situación y su tema, aunque no exista ningún vínculo de amistad, familia o nación. Un apersona se convierte en mi prójimo porque Cristo me llama en ella: «Estaba desnudo y me vestisteis, peregriné y me acogisteis. Cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» 155
La suya es esa restricción al amor que consiste en no reconocer más que una obligación: la de cuidarnos exclusivamente de aquéllos que nos han sido confiados. El sacerdote y el levita piensan: Este no es mi hermano, ni mi pariente; nadie me ha encargado que le vigile; es un extranjero.’ Siento mucho que le haya pasado todo esto, pero es algo que no me incumbe 156
El samaritano no se hace tales reflexiones, antes bien, se limita a escuchar la voz de Dios en su prójimo en apuros; su caridad va más allá de la obligación formal. ¿Quién no capta la ilimitación totalmente nueva de este amor? ¿Quién no siente esa atmósfera de victoria libertad? ¿Quién no saborea el desconocido elemento de la bondad en sí, el glorioso ardor en el amor del samaritano? 156
Y en esta caridad, encontramos también una marca específica de lo sobrenatural, la coincidentia oppositorum, «la coincidencia de cosas que se excluyen la una de la otra» en un nivel natural. Esta caridad va dirigida a una persona individual; contrariamente al humanitario amor por la Humanidad, presenta un carácter de interesamiento por este sujeto particular, al que esta situación ha convertido en mi prójimo. Esta caridad presenta el carácter existencial y concreto del verdadero amor. Por otro lado, no tiene ese matiz de exclusividad que todas las otras categorías del amor poseen más o menos, ya que abraza a quienquiera que sea, apenas las circunstancias lo convierten en mi prójimo. De modo, pues, que en esta caridad encontramos como una combinación del carácter existencial e individual del amor con una amplitud que lo abarca todo 156?7
Este amor es completamente diferente a la mera benevolencia natural del hombre que, debido a su «buen corazón», está dispuesto a ayudar a los demás y a satisfacer sus deseos. Por atractiva que pueda ser eta benevolencia, es todo un abismo el que lo separa de la verdadera Caridad. La caridad, por otra parte, penetra todo el incomparable valor de nuestro personal estar destinados a amar a Dios y a unirnos con El. La caridad ve la imagen de Dios en el prójimo, ese individuo amado por Jesucristo y por el que Cristo murió en la cruz. Este amor trasciende al reino natural por su misma naturaleza; en este amor, estamos elevados al mundo de Jesús, en el que nos es concedida una visión del prójimo bajo el glorioso `lumen Christi’. 157
Nunca podremos aferrar la naturaleza de la caridad que habita en el corazón del Hombre?Dios, a menos que nos sumerjamos en ese gran misterio de misericordia cuyo palpitar penetra la totalidad de la revelación de Cristo y cuya luz disipa las sombras de la muerte 161
Al leer esta parábola del hijo pródigo, nuestra alma se siente tocada por el hábito de la misericordia divina; respiramos el victorioso flujo redentor de la piedad de Dios, el reverso de las categorías humanas de justicia. Esta parábola nos revela también la naturaleza única y el papel incomparable de la contrición. De hecho, las palabras del padre, «porque este mi hijo, que había muerto, ha vuelto a la vida», expresan ni más ni menos que la resurrección del alma que tiene lugar en aquélla. El contraste entre los dos hermanos ?el pecador arrepentido y el «justo»? nos muestra las misteriosas profundidades a que la contrición conduce a los hombres: en el primero, percibimos a la confrontación única con Dios encarnada en dicha contrición, su aliento liberador, su victoriosa demolición de todos los obstáculos; en el segundo, la limitación mezquindad del «justo» que se cree servidor provechoso y bueno. Las palabras del hijo pródigo, «ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros», nos revelan la humildad que la verdadera contrición entraña 165
Misericordia divina y contrición del hombre están misteriosamente enlazadas, correspondiéndose la una a la otra. En la verdadera contrición, tenemos un reflejo de la divina misericordia y una interior afinidad cualitativa con ella. Porque si bien la contrición es esencialmente el acto de una persona humana, sólo resulta posible como respuesta a Dios en el alma del hombre que él ha tocado. La verdadera contrición llama a la misericordia divina. El pecador arrepentido se da cuenta de que no merece piedad, que tiene que humillarse, y sin embargo vemos que la suplica: «Volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti» 165?6
Pero la misericordia del padre se anticipa incluso a la manifestación de la contrición del hijo pródigo, de sus súplicas de perdón. Viéndole de lejos, corre hacia él y lo recibe en sus amorosos brazos. Y lejos de cumplir solamente lo que el pecador le pide, lo recibe como a hijo, y manda matar el becerro cebado a fin de celebrar la gran fiesta de su conversión.(…) Nos sentimos transportados a la gloria del Evangelio, el `euangelion’, la «buena nueva». La luz de la divina misericordia eleva nuestras almas. La inagotable riqueza de la parábola del hijo pródigo nos sumerge en el misterio de la redención. Y esta parábola está también impregnada de la nueva afectividad transfigurada, la santa afectividad que habita en el corazón de Cristo 166
La misericordia de Dios es la fuente de toda nuestra esperanza. Vivimos de ella. Todo el AT está impregnado de la llamada a la piedad divina, y de la fe de que Dios se digna tener compasión del pecador arrepentido y restaurar su alma 168
Pero la que vive como esperanza en el AT encuentra su cumplimiento en Cristo. Cristo es la Misericordia encarnada, como podemos ver, por ejemplo, en su actitud hacia María Magdalena. Es el drama del hombre caído y del Dios infinitamente santo el que se despliega ante nuestras mentes. 168?9
Las palabras de nuestro Señor y su suavidad, su clemencia, su misericordia para con María Magdalena, nos permiten dirigir asimismo una mirada el profundo misterio de su propio corazón y de su inefable santidad 169
Una vez más, es la divina misericordia la que se irradia en nuestras mentes, y nuestros corazones se sienten tocados por el hálito de ese inconcebible misterio de piedad que encontramos en la actitud de Jesús hacia María Magdalena. Sólo que aquí (Jn 8,1?11) asumen una nueva dimensión. María Magdalena se acerca a nuestro Señor llena de arrepentimiento y de adorable amor. Lava sus pies con sus lágrimas y los enjuga con sus cabellos. La mujer adúltera , por el contrario, es llevada hasta Cristo a la fuerza. Se ve pronto frente a Él, humilla, en toda su debilidad. El evangelio nada dice acerca de un posible arrepentimiento por su parte; la misericordia de Jesús se le anticipa. El corazón de la mujer adúltera, cara a cara de la infinita pureza y santidad aterradora de Jesús, queda derretido por la piedad de su juez. Y una nueva vida empieza a latir en su alma 170?1
Frente a esa misericordia que abruma, esa tierna indulgencia, esa divina paciencia que tiene su morada en el corazón de Cristo, no podemos por menos de postrarnos de hinojos y suplicar 172
El perdón guarda una gran afinidad con la misericordia; pero se diferencia netamente de ella. Misericordia, en sentido literal, constituye primordialmente una virtud divina, de la que la humana compasión no es sino una lejana analogía. Cristo, el Hijo de Dios, es compasivo en un sentido primario y auténtico, que nunca podrá aplicarse a nosotros. En El, misericordia y perdón convergen. Su perdonar a María Magdalena y a la mujer adúltera constituyen una floración típica de la misericordia divina 173
Pero perdón divino y perdón humano difieren entre sí mucho más todavía de lo que puedan diferenciarse misericordia divina y compasión humana. El perdón divino se refiere al pecado, es decir, al mal intrínsecamente moral; el humano sólo está en correspondencia con el mal objetivo que se nos ha infligido. Al perdonar una injuria, nos sobreponemos a toda amargura para con la persona que nos ha ofendido, volviéndonos amorosamente hacia la misma. Pero nos damos perfecta cuenta de que nuestro perdón no se refiere en lo más mínimo al mal moral que su acción implicaba. La desarmonía objetiva creada por el pecado no puede ser disuelta por nuestro perdón. Tal cosa sólo es posible mediante la condonación de Dios. Por eso los fariseos preguntas ¿Quién es éste para perdonar los pecados? 173?4
De modo que, aunque perdón y misericordia posean una gran afinidad, constituyen siempre en el hombre dos actitudes diferentes; en cambio, el divino perdón y la divina misericordia se encuentran entretejidos en Cristo 174
En la misericordia, nosotros renunciamos a un «derecho» que tenemos sobre cierta persona. (…) Lo opuesto al perdón es la venganza; lo opuesto a la misericordia está en un insistir en nuestra pretensión o derecho. (…) En el caso de la misericordia, lo que hacemos es anular la deuda de una persona, la dispensamos amorosamente de una obligación. Y también es la misericordia la que nos impulsa a renunciar al castigo de una persona culpable, aunque tengamos autoridad para aplicarlo. Y ella es, finalmente, la que hace que un hombre en posesión moralmente más fuerte no quiera aprovechar su ventaja en contra del otro 174
Si bien profundamente relacionado con la misericordia, el perdón posee un nuevo matiz, otra manifestación del flujo infinito que constituye el núcleo mismo de toda moralidad sobrenatural: la caridad 175
Al pedir a Dios que perdone a sus enemigos, Jesucristo les perdona también implícitamente la ofensa que le están infligiendo. Se trata un perdón humano, el mismo que el Señor nos ha preceptuado a nosotros. Pero sobre todo estamos contemplando su sublime y misericordiosa caridad; Jesús no sólo pide a Dios que perdone a sus asesinos, sino que incluso los disculpa a causa de su ignorancia. El Hijo del hombre, por decirlo así, pone sus brazos protectores ante aquellos mismos que lo están matando 202
La sobreabundante respuesta de nuestro Señor al buen ladrón no es sólo una manifestación de la misericordia infinita de Dios, sino que nos revela también el júbilo del corazón de Cristo por el hombre que reconoce la divinidad del Señor crucificado en el mismo momento en el que los apóstoles creen ver frustradas todas sus esperanzas 203
La llamada de Dios dirigida a nuestra voluntad ha de ser obedecida, sea cual fuere el sentimiento del corazón, sean cuales fueren sus objeciones. Pero esto no implica en modo alguno que nuestro corazón deba acomodarse a la voluntad en el sentido de que deba pronunciar la misma palabra que la última 220
La disparidad, querida por dios entre corazón y voluntad que encontramos en ciertos casos no debe interpretarse como apoyo de la idea kantiana de que una tensión entre la voluntad y el corazón incrementa el valor moral de la primera. En todos los casos de conflicto entre las dos categorías de motivación denominadas por nosotros como la satisfacción meramente subjetiva y el valor, es moralmente preferible que no sea sólo la voluntad, sino también el corazón el que reaccione con una respuesta positiva a valor. Desde el punto de vista moral, es incomparablemente mejor el que, por ejemplo, nos alegremos cuando ayudamos a otra persona que el que lo hagamos únicamente con nuestra voluntad, de mala gana. Es preferible que nuestro corazón rebose de amor hacia nuestro prójimo que no que le hagamos el bien con un corazón indiferente 221
La afectividad de la nueva creatura en Cristo se extienda hasta el amor al prójimo. En el corazón del hombre que ha sido transformado por Cristo, no se permiten únicamente las respuestas afectivas a Dios, sino también el amor el prójimo, y la compasión alegría y esperanzas que se derivan del mismo. Pero ese amor al prójimo constituye el límite máximo permisible a nuestra afectividad, y, sobre todo, está considerado de una manera muy general. Amar concretamente a un hijo, a una madre, a una hermana, a un hermano, a un amigo o a una esposa, aunque no como ilegítimo, está considerado como algo menos perfecto que amar sencillamente al prójimo sin distinciones. Los que adoptan esta actitud no negarán desde luego que tenemos que cumplir todos los deberes inherentes a las respectivas relaciones, pero el amor concreto como tal, la respuesta afectiva plena, el deleite que encontramos en el amado, todas esas cosas las consideran como más o menos incompatibles con una plena y completa rendición a Cristo 225
«Finalmente, nuestra doctrina investiga, no tanto si uno está irritado, cuanto sobre qué; no si uno está triste, sino por qué, y lo mismo digamos del temor» (San Agustín.: «De Civitate Dei, IX,5)
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VON HILDEBRAND, D.: «La afectividad cristiana», Ed. Fax, Madrid, 1968.