En la ciudad de la luz, en el momento de la inauguración de la Juegos Olímpicos, ¡Oh, sarcasmo!, se produjo un apagón. En la apoteosis de la infamia y la burla de una ciudad babilónica, París, a la que la bien la cabria el título apocalíptico de la Ramera, se escenificaba la apoteosis del Espíritu del Tiempo, de la mundanidad, de la mentalidad o cultura, con sabor a desparrame, a demasía inmunda, a cultura de muerte. Sobre esa letal oscuridad, sobre esas sombras de muerte, sobre sale allá al fondo, flotando por encima de esta lúgubre desdicha de decadencia, la ilumina por una Luz sobrenatural la capilla de la Adoración Perpetua (en la foto), que lleva en Paris sin apagar noche y día desde hace 180 años. Dios es así, en medio de cenagal batiburrillo ideológico-moral de una sociedad decadente y enferma, da su propia pincelada al cuadro, como diciendo -advirtiendo-: ¡Estoy aquí!
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