Categoría: CORRUPCIÓN

La rapante mediocridad

Algo  hay que no va como se supone que debería ir. La mediocridad existencial del ser humano de actual es apabullante. No hay honor, no hay amor a la verdad, no hay moral, no hay grandeza, no hay genio creador, no hay aspiración a lo más sublime y elevado; se vive para nada, sin trascendencia, sometidos a la efímera transitorialidad de los placeres fugaces.

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Zeitgeist, el espíritu del tiempo

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Nos hallamos inmersos en una atmosfera gris, tóxica… para el alma humana.  Se quiera reconocer o no, lo cierto es que el ambiente se ha convertido en irrespirable para los pulmones del espíritu humano. Nos hallamos en un entorno social o contexto cultural mundanizado, que hace imposible el desarrollo de una sana sensibilidad espiritual y un engrandecimiento interior de las personas.

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Sin Dios no hay moralidad. El ateísmo implica amoralidad

Si nos asomamos a la realidad circundante nos damos cuenta de una evidencia: el mundo no va a mejor, humanamente hablando. Hay muchos avances tecnológicos y de otros tipos,  pero en plano propiamente de la persona humana es obvio que no se está progresando, más bien todo lo contrario, los corazones no han mejorado sino que hay una involución en cuanto a sus virtudes y bienes espirituales, así como en cuanto a la sensibilidad moral.

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La post-verdad

Actualmente, resultar ser verdad lo que se adapta a mi subjetividad. Verdad es aquello que me gusta; hay una identificación la verdad con el gusto, con los placentero. La verdad depende del capricho de uno. De modo que la verdad en sí, como realidad fáctica no interesa; si desagradad, si resulta un obstáculo para los propios objetivos, si contraviene…, si cuestiona «mi felicidad», queda proscrita.

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Sociedad enferma

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Estos son los tiempos presentes en los que al igual que hay un incremento de la polución medioambiental, hay también un aumento de la contaminación espiritual. A aquella se le presta mucha atención (al menos se hace mucho ruido), y en cambio, a la cuestión del alma —a la que se ignora—, ninguna.

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Necesitamos a Dios

Necesitamos de Dios. Y no ya por la fragilidad de la vida humana, experimentada en momentos de pandemias, o la conocida expresión de desespero de «sólo un Dios nos puede salvar» de Martin Heidegger en 1966, que pronunciara ante lo dantesco del siglo XX, con sus horrorosas de las guerras mundiales consecuencias de un hombre convertido en alimaña, y que «dejado de la mano de Dios», y el destino amenazador de la potencia tecnología, sería capaz de destruir el mundo entero; sino y principalmente por la responsabilidad del quehacer(se) cotidiano de cada uno de nosotros, en que nos jugamos algo muy importante: nuestro destino definitivo, la condenación o salvación eternas.

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Un mundo a la deriva

 

Creíamos —sin duda que erróneamente— que progresábamos hacía mejor, hasta que de repente tomamos bruscamente conciencia de que no es así. Si analizamos a la insobornable realidad y los datos que nos arroja ante nosotros nos percatamos del fracaso propiamente humano en que peligrosamente nos encontramos.

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