El precio de la fe en estos tiempos de prueba

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Ser consecuente con la fe requiere en tiempos como los presentes, de antagonismo y antipatía manifiesta hacia el cristianismo, de un coraje singular. Pero todo ello —para el verdaderamente creyente— se verifica entre el arco que va de la gracia de origen que afirma al creyente contra toda posible adversidad como la gracia que se recibe al final, cuando es confirmado en la fe al «sentir» el amor de Dios cercano.  

Arrostrar lo que supone hoy día ser creyente es un decir inmediatamente «¿y qué pasa?». Pues conlleva un exponerse -cuanto menos- a ser incomprendido, a que te miren como a un extraño, o arriesgarse a quedarse solo, marginado, discriminado, injustamente tratado y hasta «perseguido»… por gente prejuiciosa, por fanáticos y enemigos de la fe cristiana (caterva de anticristos que andan sueltos por el mundo, aquí y allá); todos estos que se oponen a lo cristiano y a sus valores y culturas, amén de estar bajo la influencia del Maligno, los unos; los otros se debe a lo que dijera san Pablo, y es palabra de Dios: «El hombre psíquico no acepta las cosas del Espíritu de Dios; son locura para él y no puede entenderlas, ya que hay que juzgarlas (estimarlas) espiritualmente» (1 Cor 2,14).

Vivir la fe hoy día se ha convertido en un hecho casi heroico por lo que supone de desaprobación social, tan es así que la gente oculta su condición religiosa, de que va a misa y practica su creencia. Ahora se lleva el no creer o no tener religión. En un mundo despiadado lo que se sale de la norma («normal») es discriminado, enajenado, expulsado.

Vivir la fe humildemente requiere mucho coraje y mucha oración. Ser sencillos, frágiles, confiados, vulnerables, fáciles de burlar, de humillar, de faltar al respeto…, requiere mucho valor y, en cierto sentido, mucho amor a sí mismo, al apreciarse, orgullosamente en Dios, por ser lo que es por Él, por ser agraciado; gracia de la que vive, se experimenta y fortalece a través de la oración y la Eucaristía.

Actualmente no es nada fácil vivir la fe, pues todo alrededor te susurra al oído o –por mejor decir– proclama a voces intimidatorias: «¡no creas!, no seas tonto». Hoy día creer supone estar dispuesto a pagar un precio: soportar coronas de espinas… y tal vez hasta lo que le sigue (perderlo todo e incluso la vida).

Tener fe es tener la capacidad de ser “tontos”, insignificantes, pequeños, de ser perdedores a los ojos del mundo, y eso es una gracia…, una fuerza que maravilla. «Yo te alabo, Padre, porque has revelado estas cosas a los pequeños« (Mt 11,25): Jesús no dice los tontos, sino los pequeños, que son los sabios pues penetran en la trascendencia divina.

Bienaventurados aquellos que, pese a todo y contra viento y marea, se mantienen firmes en la fe, porque es lo que agrada a Dios;  un día Dios les confirmará en su fe  para que sepan que no se han equivocado, que Él estaba con ellos y para que su bienaventuranza sea completa.

Dijo Dios mismo en su Palabra hecha carne, Jesúso: “…¡Felices los que creen…! (Jn 20,29).

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