
En la liturgia de la palabra de la misa de hoy, 20 de octubre, el evangelio según san Lucas 12,1-7, trata de algo importantísimo y de lo que poco o no suficiente se habla: del infierno, de los pecados ocultos, del juicio, del miedo… y de la misericordia de Dios.
El infierno es una realidad y, como tal, un peligro a temer. De las 38 parábolas de los evangelios en 21 se advierte sobre el infierno y de la necesidad de estar preparados para el día del juicio. Todo aquel que hace cosas —por ocultas o auto-ignoradas que sean— contrarias a la voluntad de Dios y a su misericordia, corre el serio riesgo de que cuando, al final, todo quede al descubierto y se conozca, la excesiva maldad oculta que aparezca bloqueará la gracia divina haciendo inviable la misericordia salvadora (aunque para Dios nada hay imposible). Hay que temer y temer muy seriamente, con coraje, este encanallamiento invisible que ensoberbece alejándonos de Dios, origen y final nuestro. Hay que temer la irresponsabilidad del mal uso que hacemos de nuestra libertad, pues al final puede convertirse la posible causa de rechazo definitivo la misericordia de Dios ofrecida en y por Cristo. Todos tenemos hechos ocultos, pecados, que hemos reflotado, de los que nos hemos arrepentido y sacados a la luz, por el sacramento de la Confesión; aunque aún arrastremos la pena de estas desgracias, tenemos la confianza absoluta en que Dios amor-misericordioso está dispuesto a acogernos y salvarnos
Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,1-7):
En aquel tiempo, miles y miles de personas se agolpaban hasta pisarse unos a otros. Jesús empezó a hablar, dirigiéndose primero a sus discípulos:
«Cuidado con la levadura de los fariseos, o sea, con su hipocresía. Nada hay cubierto que no llegue a descubrirse, nada hay escondido que no llegue a saberse. Por eso, lo que digáis de noche se repetirá a pleno día, y lo que digáis al oído en el sótano se pregonará desde la azotea. A vosotros os digo, amigos míos: no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden hacer más. Os voy a decir a quién tenéis que temer: temed al que tiene poder para matar y después echar al infierno. A éste tenéis que temer, os lo digo yo. ¿No se venden cinco gorriones por dos cuartos? Pues ni de uno solo se olvida Dios. Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados. Por lo tanto, no tengáis miedo: no hay comparación entre vosotros y los gorriones.»
La existencia del infierno es una verdad de fe. Aunque no sabemos si en él hay algún ser humano condenado definitivamente. La Iglesia nunca se ha manifestado en tal sentido; como si lo ha hecho en el caso del cielo, donde afirma que ya hay muchos santos, justos, beatificados, que gozan de la presencia de Dios.
Aunque se sea gran pecador y todo lo descubierto en el juicio final sean horrendas tinieblas…, tengamos presente, con piadosa confianza, que Dios, que lo puede todo, es infinitamente misericordioso y que la sangre derramada por Cristo en la cruz tiene gran poder. Confiemos en el Señor, que está dispuesto a salvarnos; la confianza en su misericordia en aquel momento definitivo nos acogerá en su seno, y como dice al final del texto evangélico: “no tengáis miedo”. El miedo queda exorcizado por la confianza en un Dios Padre misericordioso que tiene su vista puesta en sus hijitos.
Finalizamos con estas líneas de Marie Dominique Molinié en su obra El coraje de tener miedo:
Si no aceptamos confesar que en cierto sentido nuestra salvación eterna no está asegurada, es que rechazamos tener confianza. Si se ha hecho casi imposible hablar del infierno a los cristianos, no es porque tienen miedo, sino porque no quieren tener miedo. Ya no pueden soportar este dogma, porque no tienen confianza. Por eso, si creyeran en el infierno, no teniendo confianza, estarían perdidos.
Lo que yo llamo el coraje de tener miedo es sencillamente el coraje de creer en infierno. Y digo que el rechazo de este coraje es un rechazo de tener confianza, por consiguiente, un peligro muy grande de condenarse… En cierto sentido, el único. Si hay un punto en que la generación actual está en peligro, es éste.
Abrid el Evangelio: encontraréis que habla del infierno unas sesenta veces; veinte veces explícitamente, pero claramente.