![]() «Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz; pero si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras. Si, pues, la luz que hay en ti está oscura, ¡cuánta será la oscuridad! Nadie puede servir a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero.» (Mt 6,22-24).
***** En cierta ocasión, un hombre adinerado y alejado de la fe discutía desafiante con un sacerdote; éste a la sazón no era otro que el futuro Cardenal Newman, ya convertido del anglicanismo al catolicismo. El rico se ufanaba de sus riquezas y de su indiferencia religiosa. Entonces Newman tomó una hoja de papel y escribió: «Dios». —¿Ve lo escrito en la hoja? El pudiente contestó afirmativamente. A continuación el sacerdote tomó una moneda y la situó sobre la palabra escrita, y preguntó: —¿Ve usted ahora lo que antes he escrito? —No, no lo veo; ahora sólo veo el dinero. —En efecto, la riqueza ciega; el dinero impide ver a Dios. Y el utilitarista inglés apegado al dinero enmudeció desconcierto. …… “Donde esté vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón” (Lc 12,34). Solo se ve bien con el corazón. *****
El dinero es generador de ateísmo en cuanto que ciega la mirada, la desvía, la aleja de lo que no sea interés propio, egoísmo, avaricia (de esta ya dijo san Pablo que era la fuente de todos los males: «Raíz de todos los males es el amor al dinero» (1 Tim 6,10).). «La raíz de la avaricia es la preocupación mundana de los paganos» (San Jerónimo[1]) . Es obvio que, cuando se ha educado a los hijos que el dinero representa el símbolo de lo que significa triunfar, poder, orgullo, obtener placeres, tener cuando se desee, el ser aceptado, reconocido, envidiado, etc., es muy difícil pedir que se crea el Aquel cuya visión vital es completamente distinta. Dios resulta ser una flatus vocis, sin sentido, sin atractivo, sin significado. La orientación y el sentido vital que proporciona la fe en Dios es inexistente para quien en su plano visual tan solo exista el dinero. Esta cosmovisión materialista trae sus consecuencias: es generadora de una personalidad con una escala de valores, de principios y de manera de ser que no tienen nada que ver con la propuesta del Evangelio, del amor misericordioso y fraterno con todos, del espíritu de las Bienaventuranzas… Quien no admite la existencia de Dios, no admite la trascendencia; se retrotrae a la cerril materia, declarándose, en su afán posesivo, dueño y señor de cuanto pueda… Cierra sobre sí el universo, y se proclama su dios. Un dios loco, sin cualidad, sin misterio, sin esencia que le defina ante el bien y el mal. De modo que tener como razón fundamental de la existencia a un señor u Otro, determina a la persona y sus destino. De ahí que Jesús dijera tan tajantemente: «no podéis servir a dos señores…» (Mt 6,24): al dinero y a Dios.
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La avaricia ciega al hombre. Así como el avaricioso no entiende y hasta la repugna la generosidad, así ocurría cuando el rostro bondadosísimo de Dios en el juicio nos salga al encuentro, pretendiendo acogernos en su seno, que la maldad que le ciega le impida reconocer al que es el Bien y el Amor y le rechace, por extraño a lo que el mismo se ha convertido; autocondenándose. Pues lo semejante se reconoce a sí mismo. «El precepto del desprendimiento de la riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los cielos.»[2] La parábola del rico Epulón enseña que el que tiene riquezas las ha de poner al servicio de la indigencia humana. Si no se hace así, sino que por egoísmo se emplean en placeres propios, se verá avocado -si Dios no lo remedia- a la condenación eterna. «Quien no practica la misericordia en este mundo no recogerá el fruto de la piedad en el otro, según el ejemplo del rico condenado a las llamas, que se vio obligado a pedir un socorro vilísimo en el infierno porque lo negó a su vez en este mundo.» (San Isidoro[3])
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Son tremendos, nítidos, y hasta frecuentes, los textos bíblicos que hacen referencia al peligro de ser rico y a las riquezas: La Escritura nos pone en guardia contra ese amor a las riquezas de la manera más seria. Lo hace mediante ejemplos tal como los de Balaam (Núm 22-24 y 2 Pe 2,15-16), de Giezi (2 Re 5) y de Judas (Mt 26,14-16 y 27,3-5). El amor al dinero llevó al primero por caminos perversos; el segundo enfermó de lepra y el tercero cometió la más grande traición que se pueda cometer. «Sean vuestras costumbres sin avaricia, contentos con lo que tenéis ahora» (Heb 13,5). «Y ahora vosotros, los ricos, llorad con fuertes gemidos por las desventuras, que van a sobreveniros. Vuestra riqueza se pudrió y vuestros vestidos se han apolillado. Vuestro oro y plata se han puesto roñosos y su roza será un testimonio en contra vuestra y devorará vuestra carne como fuego.» (Sant 5,1-3) «Pero ¡ay de vosotros los ricos, porque ya tenéis vuestra consolación! ¡Ay de vosotros los que ahora estáis artos, porque tendréis hambre! ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis! ¡Ay de vosotros cuando os alaben todos los hombres!» (Lc 6,24-26). El dinero —como cualquier otro ídolo (de los muchos relativos que hacemos absolutos), ante los que nos postramos— ciega la visión y parasita sobre sí la mirada y toda la atención. Más allá no hay nada, piensan, y en ello acaban, y mueren, pues no hay muerte que no sea la condenación…; que no la desaparición, que es el destino de lo ídolos. ¡Cuánta será la oscuridad!
…………………………………. [1] En R. SIERRA BRAVO, Doctrina Social y Económica de los Padres de la Iglesia, Cía. Bibliográfica Española, S.A., Madrid, 1967, n.722. [2] CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA, 1992. n.2544. [3] «Etimologías», En R. SIERRA BRAVO, Doctrina Social y Económica de los Padres de la Iglesia, Cía. Bibliográfica Española, S.A., Madrid, 1967, 1929/941.
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