El derecho a no emigrar

Hace unos días, el día 3 de junio, la Oficina de Prensa de la Santa Sede difundió el mensaje del Papa Francisco para la 110ª Jornada Mundial del Migrante y Refugiado de este año, que se celebrará el 24 de septiembre bajo el título “Dios camina con su pueblo”. (Lo pueden leer más abajo).

Queremos hacer brevemente algunas reflexiones sobre este tema de la migración, tan importante, sensible y crucial. Con el que todos nos sentidos implicados o, cuanto menos, afectados, al menos moralmente.

Primeramente decir que emigrar nadie lo quiere: abandonar de su tierra, arrancándose las raíces y lugar de pertenencia, en contra de su voluntad, forzados por el miedo, miedo a perder la vida, por el hambre o la violencia, aventurándose a un destino incierto, peligroso y lleno de penurias. Emigrar nadie lo quiere, y las personas tienen derecho a no tener que hacerlo.

Recae sobre los países –la gente-  que están en disposición de hacer que esto no suceda, que nadie se vea forzado a emigrar contra su voluntad. El un derecho a no emigrar ha de ser procurado por el que quienes están en condiciones de proporcionarlo. Esta es una perspectiva distinta a la hora de enfocar este asunto, pero sería la más humana y eficaz.

La gente y gobernantes de las zonas ricas del planeta ha atajar este gravísimo problema de la emigración; no ya por la amenaza a ser “invadidos” por los que huyen de sus lugares de origen, sino porque tiene derecho a no huir, tienen derecho a la vida, tienen derecho a la paz y al pan.

Pero la solución no consiste en levantar muros y mucho menos como pretende la Organización Mundial de la Salud que presiona para imponer el aborto en África y Oriente Medio, de modo que cuando ya no haya nacimientos ya no habrá muertos, es decir, que “a perro muerto, se acabó la rabia”· Estas formas brutales no son la solución. La solución proviene de que se cree bienestar y riqueza en esos lugares “dejados de la mano de Dios”, porque Dios les ha puesto en nuestras, es nuestra responsabilidad, sobre todo de los cristianos, de la gente que tiene a Dios por Padre de una familia humana y que no puede dejar a su hermano en la estacada.

Hay que dar la mejor solución, la que quieren los afectados, el que puedan vivir en su tierra en paz y prosperidad, y para esto no hay otra cosa que pongamos los que tenemos medios, los medios necesarios  para darles un marco de seguridad y una economía que les permita vivir de su trabajo. Para superar la miseria y que no mueran de hambre, solo queda la inversión metódica y constante en industrias que proporcionen riqueza y trabajo. Y esto solo es posible, con el sacrificio generoso y responsable de que cada persona del Occidente cristiano, aporte de sus ingresos suficientes un tanto por ciento, «el diezmo»; de modo que con esta ingente cantidad de dinero bien gestionada se conseguiría el objetivo desea.

Estamos de acuerdo con lo que dice el Papa, pero…

«Esta es la intención de oración del Papa Francisco a la comunidad cristiana para el mes de junio: «Al drama que viven las personas forzadas a abandonar su tierra huyendo de guerras o de la pobreza, se une muchas veces el sentimiento de desarraigo, de no saber a dónde se pertenece. Además, en algunos países de llegada, los migrantes son vistos con alarma, con miedo. Aparece entonces el fantasma de los muros: muros en la tierra que separan a las familias y muros en el corazón. Los cristianos no podemos compartir esta mentalidad. El que acoge a un migrante, acoge a Cristo. Debemos promover una cultura social y política que proteja los derechos y la dignidad del migrante. Y que los promueva en sus posibilidades de desarrollo. Y que los integre. A un migrante hay que acompañarlo, promoverlo e integrarlo. Oremos para que los migrantes que huyen de las guerras o del hambre, obligados a viajes llenos de peligro y violencia, encuentren aceptación y nuevas oportunidades en la vida.» 

… pero la mejor y absoluta solución es la que hemos propuesto, y a su vez haría superar tanto recelo y conflicto de los ciudadanos de los países receptores de migrantes.

 

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Mensaje del Papa Francisco para la 110ª Jornada Mundial del Migrante y Refugiado, a celebrar el 24 de septiembre.

“Dios camina con su pueblo

Queridos hermanos y hermanas: 

El 29 de octubre de 2023 finalizó la primera Sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria  del Sínodo de los Obispos, que nos ha permitido profundizar en la sinodalidad como vocación  originaria de la Iglesia. “La sinodalidad se presenta principalmente como camino conjunto del Pueblo  de Dios y como fecundo diálogo de los carismas y ministerios, al servicio del acontecimiento del  Reino” (Informe de Síntesis, Introducción).  

Poner el énfasis en la dimensión sinodal le permite a la Iglesia redescubrir su naturaleza  itinerante, como pueblo de Dios en camino a través de la historia, peregrinante, diríamos “emigrante”  hacia el Reino de los Cielos (cf. Lumen gentium, 49). La referencia al relato bíblico del Éxodo, que  presenta al pueblo de Israel en su camino hacia la tierra prometida, resulta evocador: un largo viaje  de la esclavitud a la libertad que prefigura el de la Iglesia hacia el encuentro final con el Señor. 

Análogamente, es posible ver en los emigrantes de nuestro tiempo, como en los de todas las  épocas, una imagen viva del pueblo de Dios en camino hacia la patria eterna. Sus viajes de esperanza  nos recuerdan que «nosotros somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de  allí como Salvador el Señor Jesucristo» (Flp 3,20). 

Las dos imágenes ―la del éxodo bíblico y la de los migrantes― guardan ciertas similitudes.  Al igual que el pueblo de Israel en tiempos de Moisés, los migrantes huyen a menudo de situaciones  de opresión y abusos, de inseguridad y discriminación, de falta de proyectos de desarrollo. Y así como  los hebreos en el desierto, también los emigrantes encuentran muchos obstáculos en su camino: son  probados por la sed y el hambre; se agotan por el trabajo y la enfermedad; se ven tentados por la  desesperación. 

Pero la realidad fundamental del éxodo, de cada éxodo, es que Dios precede y acompaña el  caminar de su pueblo y de todos sus hijos en cualquier tiempo y lugar. La presencia de Dios en medio  del pueblo es una certeza de la historia de la salvación: “el Señor, tu Dios, te acompaña, y él no te  abandonará ni te dejará desamparado” (Dt 31,6). Para el pueblo que salió de Egipto, esta presencia  se manifiesta de diferentes formas: la columna de nube y la de fuego muestran e iluminan el camino  (cf. Ex 13,21); la Carpa del Encuentro, que custodia el arca de la alianza, hace tangible la cercanía de  Dios (cf. Ex 33,7); el asta con la serpiente de bronce asegura la protección divina (cf. Nm 21,8-9); el  maná y el agua son los dones de Dios para el pueblo hambriento y sediento (cf. Ex 16-17). La carpa  es una forma de presencia particularmente grata al Señor. Durante el reinado de David, Dios se negó  a ser encerrado en un templo para seguir habitando en una carpa y poder así caminar con su pueblo,  y anduvo “de carpa en carpa y de morada en morada” (1 Cr 17,5).  

Muchos emigrantes experimentan a Dios como compañero de viaje, guía y ancla de salvación.  Se encomiendan a Él antes de partir y a Él acuden en situaciones de necesidad. En Él buscan consuelo  en los momentos de desesperación. Gracias a Él, hay buenos samaritanos en el camino. A Él, en la  oración, confían sus esperanzas. Imaginemos cuántas biblias, evangelios, libros de oraciones y  rosarios acompañan a los emigrantes en sus viajes a través de desiertos, ríos y mares, y de las fronteras  de todos los continentes. 

Dios no sólo camina con su pueblo, sino también en su pueblo, en el sentido de que se  identifica con los hombres y las mujeres en su caminar por la historia ―especialmente con los  últimos, los pobres, los marginados―, como prolongación del misterio de la Encarnación. 

Por eso, el encuentro con el migrante, como con cada hermano y hermana necesitados, «es  también un encuentro con Cristo. Nos lo dijo Él mismo. Es Él quien llama a nuestra puerta  hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo y encarcelado, pidiendo que lo encontremos y  ayudemos” (Homilía de la Santa Misa para los participantes en el encuentro “Libres del miedo”,  Sacrofano, 15 febrero 2019). El juicio final narrado por Mateo en el capítulo 25 de su Evangelio no  deja lugar a dudas: “estaba de paso, y me alojaron” (v. 35); y de nuevo, “les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (v. 40). 

Por eso, cada  encuentro, a lo largo del camino, es una oportunidad para encontrar al Señor; y es una oportunidad  cargada de salvación, porque en la hermana o en el hermano que necesitan nuestra ayuda, está  presente Jesús. En este sentido, los pobres nos salvan, porque nos permiten encontrarnos con el rostro  del Señor (cf. Mensaje para la III Jornada Mundial de los Pobres, 17 noviembre 2019). 

Queridos hermanos y hermanas, en esta Jornada dedicada a los migrantes y refugiados,  unámonos en oración por todos aquellos que han tenido que abandonar su tierra en busca de  condiciones de vida dignas. Sintámonos en camino junto con ellos, hagamos juntos “sínodo” y  encomendémoslos a todos, así como a la próxima asamblea sinodal, “a la intercesión de la  Bienaventurada Virgen María, signo de segura esperanza y de consuelo en el camino del Pueblo fiel  de Dios” (Informe de Síntesis, Para proseguir el camino). 

Oración 

Dios, Padre todopoderoso, 

somos tu Iglesia peregrina 

que camina hacia el Reino de los Cielos. 

Cada uno de nosotros habita en su propia patria, 

pero como si fuéramos extranjeros. 

Toda región extranjera es nuestra patria, 

sin embargo, toda patria es para nosotros tierra extranjera. 

Vivimos aquí en la tierra, 

pero tenemos nuestra ciudadanía en el cielo. 

No permitas que nos constituyamos en amos  

de la porción del mundo 

que nos has dado como hogar temporal. 

Ayúdanos a no dejar nunca de caminar 

junto con nuestros hermanos y hermanas migrantes 

hacia la morada eterna que tú nos has preparado. 

Abre nuestros ojos y nuestro corazón 

para que cada encuentro con los necesitados 

se convierta también en un encuentro con Jesús,  

Hijo tuyo y Señor nuestro.  

Amén.