El cristiano es alguien que a semejanza de Jesucristo hace lo que Él hizo: ponerse al servicio del prójimo.
En esta simple definición está contenida una gran verdad (cuasi dogmática) de lo que supone la fe cristiana. El amar sirviendo es la esencia del cristianismo. Es una afirmación muy similar a la que hiciera el papa Francisco en su homilía de una misa matutina en la capilla de Santa Marta (26 de abril de 2018) cuando afirmara: «el cristiano existe para servir«.
Así es el cristiano se caracteriza por el servicio a los demás, la disposición de su tiempo para emplearlo a favor de los más necesitados, especialmente, la actitud de entrega y donación, hasta dar la vida si hace falta por los otros. Quien no esté en esta dinámica existencial no está bajo el dinamismo del reinado de Dios; es decir, no participa de la semejanza con Cristo, de tener sus mismos sentimientos… El hacer cosas por los demás, pues, es fundamental en el hecho de ser cristiano. «El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos«. (Mt 20,26-28).
El servir se constituye exteriormente en el signo evidente de pertenencia a los seguidores de Jesús. Tan es así que Pedro que se opuso a que Cristo le sirviera como un sirviente (o esclavo) agachándose para lavarle los pies, recibió una severa advertencia del Señor: Jesús le respondió: “Si no te lavo, no tendrás parte conmigo”. (Jn 13, 8). Y de modo que: «Pues si yo, el Señor y el Maestro, os lavé los pies, también vosotros os los debéis lavar unos a otros. Yo os he dado ejemplo, para que hagáis vosotros como yo hice.» (Jn 13,14-15).
En el gesto de lavatorio de los pies en la última cena -momento cumbre de su vida en la Tierra, y de despedida-, nos dice el Papa: «Jesús nos enseña el servicio, como camino del cristiano». De hecho, «el cristiano existe para servir, no para ser servido». Y es una regla que vale «toda la vida». Todo está encerrado ahí: de hecho, «muchos hombres y mujeres en la historia», que se lo han «tomado en serio», han dejado «rastro de verdaderos cristianos: de amor y de servicio». «La herencia de Jesús fue esta: “Amaos como yo he amado” y “servid los unos a los otros”. Lavad los pies los unos a los otros, como yo os he lavado los pies a vosotros».
Además, es una forma de evangelizar -con el testimonio de vida- altamente eficaz, sobre todo para estos tiempos de dura cerviz en que la gente no cree en las palabras sino en realidades tangibles, y aún así…
En «El Diálogo» repite el Señor a Catalina todo lo que le ha enseñado antes sobre el conocimiento de Dios y el conocimiento del propio yo y sobre el camino de la perfección: «Tus servicios no me sirven de nada; sirviendo a tu prójimo puedes servirme a Mí«. El alma que ha vivido una vez la dicha que representa ser una sola cosa con Dios en el amor, que ha llegado a un punto donde únicamente se ama a sí mía en Dios, se ensanchará y abarcará a todo el mundo con su amor.[1]
«Dar testimonio de Dios no es precisamente enunciar esa palabra extra-ordinaria, como si la gloria pudiese alojarse en un tema, ponerse como tesis y convertirse en esencia del ser. Signo dado al otro de esta misma significación, el «heme aquí» me significa en nombre de Dios al servicio de los hombres que me miran, sin tener nada con lo que identificarme a no ser el sonido de mi voz o la figura de mi gesto, el decir mismo. Este recurrencia es todo lo contrario del retorno a sí, de la conciencia de sí. Es sinceridad, expansión de sí, «extradición» de sí al prójimo.»[2]
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[1] UNDSET, S.: «Santa Catalina de Siena», Ed. Orbis, Barcelona 1983, p.201
[2] LEVINAS, E.: «De otro modo que ser, o más allá de la esencia», Sígueme, Salamanca 1987, p.226.