El amor salvador y la cruz

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El Amor de Dios es el que nos ha salvado; la cruz es la expresión de la medida de ese Amor. Como en el crisol el oro, en la cruz se probó la magnitud del amor de Dios por los seres humanos.

El Amor de Dios haciéndose ser humano es el acontecimiento salvador por excelencia. La encarnación del Dios es, sin duda alguna, el hecho más importante que ha ocurrido en la historia humana.

Al hablar de salvación se piensa enseguida en la cruz… Pero ésta es una consecuencia de la presencia del Amor Divino, Jesucristo, en medio del mundo y la historia; ámbitos que Satanás quiere asaltar y convertir en dominio suyo, su reino de tinieblas.

Dios, en su segunda persona, el Hijo, se encarnó y al asumir nuestra condición de especie humana la salvó. Como dice san Ireneo «lo que Dios asume es lo que salva», incorporó a sí todo, excepto el pecado, el mal, que es lo contrario a Dios y lo propio del enemigo, el Maligno.

Jesucristo, pues, vino, en un gesto inaudito de amor, a restituir la imagen y semejanza del ser humano con Dios, a restablecer la gracia original y la amistad con Dios, por pura misericordia, aún a costa de lo que pudiera sobrevenir… y sobrevino la cruz.

La cruz es el colofón del amor, el lugar donde se puso a prueba la dimensión extraordinaria del amor de Dios. En la cruz Satanás quiso doblegar el amor salvador, pero fracasó, porque Cristo fue capaz de llevar su causa —la causa de la Humanidad— hasta las últimas consecuencias: la muerte. Y así dando la vida por los amigos, los humanos, se consumó —ratificó— lo que Dios pretendió —como designio original— al hacerse uno de nosotros; y de modo que, así, redimidos, seamos -a imagen y semejanza— «como Él» (San Ireneo de Lyon y San Atanasio de Alejandría), «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1, 4).

El hecho sacrílego de la pasión y crucifixión de Dios fue el mayor pecado donde se concertó toda la maldad diabólica y humana caída. Como dijera Edward Schillebeeckx: «Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc 22,53), y fue el mayor pecado de la historia. «Deberemos decir que hemos sido redimidos no `gracias a’ la muerte de Jesús, sino `a pesar de’ su muerte.»[1]. El amor es el que salva, y no en sí, el dolor.

Paradojicamente —a ojos humanos— pareciera que Dios pereció, fracasó, fue vencido; pero justamente en el aquel trono elevado hecho cruz, Cristo revindicó la Humanidad para Dios, para que perteneciera a su reinado para siempre. 

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[1] «Cristo y los cristianos», Cristiandad, Madrid, 1983, p.711

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