El 29 de noviembre de 1980, a los 83 años, muió Dorothy Day, víctima de cáncer. El Papa Juan Pablo II la declaró Siervo de Dios[1] en 1996.
Una anécdota[2] de la vida de Dorothy Day Dorothy:
Fue a Roma durante el Concilio. Varios años después, cuando me encontré con ella en Roma, le pregunté qué hacia ella mientras las sesiones del Concilio. Me dijo simplemente que había tomado un cuarto pobre en un rincón de Roma por diez días estuvo en oración y a pan y agua por el Concilio. ¡Esto fue todo lo que hizo! Luego se volvió a Nueva York en un barco de carga. Puede que fuera ésta la razón de que el Concilio fuese tan positivo. A los ojos de Dios, ¿quién sabe?
En marzo de 2000, el Papa Juan Pablo II authorizó al Arquidiócesis de Nueva York a empezar el proceso de promover su causa para canonización. Se reza la siguiente oración para que Dorothy Day sea elevada a los altares de la Iglesia católica como santa:
Misericordioso Dios, llamaste a tu sierva Dorothy Day a mostrarnos la presencia de Jesús entre los pobres y abandonados. Mediante los constantes trabajos de las obras de misericordia, ella abrazó la pobreza y dio un testigo categórico de la justicia y la paz. Cuéntala entre tus santos y guíanos todos a ser amigos de los pobres de la tierra, y a reconocerte a Tí en ellos. Te pedimos esto por tu Hijo Jesucristo, mensajero de las buenas noticias para los pobres sean defendidos. Amén. (es.wikipedia.org/wiki/Dorothy_Day)
Biografía:
Dorothy Day nació el 8 de noviembre de 1897 en Brooklyn (Nueva York); ciudad en la que también falleció con 83 años. Nacida en una familia modesta, de clase media, creció entre San Francisco y Chicago. Sus padres eran protestantes y se casaron por la Iglesia Episcopaliana. No fue bautizada ni frecuentaban la devoción ni la piedad.
Vivió de cerca el mundo del periodismo, gracias al trabajo de su padre. Asistió a la Universidad, por dos años. Con 18 años abandona la Universidad, trabaja como enfermera y comienza a escribir y llevar acciones activistas en Nueva York. Trabajaba en el periódico y vivía en una pequeña habitación donde sólo acudía a dormir tras largas jornadas de trabajo. En esta época fue muy beligerante. Militó en el mundo intelectual y activista de matriz anarquista y socialista; fue una destacada luchadora por los derechos de la mujer, lo que la llevó a la cárcel; comenzó una huelga de hambre por la que fue aislada e incomunicada. Dorothy Day fue una auténtica activista social que llevó hasta sus últimas consecuencias el compromiso con los pobres y excluidos. Peleó a favor de las reivindicaciones de millones de trabajadores estadounidenses víctimas de una nefasta industrialización.
Su vida sentimental tampoco fue sencilla. Conoció a un chico judío, Lionel Moise, y se enamoraría de él. Quedaría embarazada y se sintió forzada a abortar. Poco después se casaría con Barkeley Tobey, pero su matrimonio no duró más de un año. Volvería a enamorarse, esta vez de Foster Batterham y contrajo matrimonio civil.
Estando presa pidió una Biblia a un guardia (era lo único que la permitían tener) y comenzó a sentirse atormentada por el tema de Dios. Intentó ocultarlo pero poco a poco fue adueñándose de ella. “Me sorprende el hecho de haber empezado a rezar a diario” explicaría en su autobiografía.
Dorothy Day se convirtió al catolicismo tras un largo camino de encuentros y de oración. Quedó embarazada y vivió con gran felicidad. Bautizó a su hija Tamar. Consciente de que el Bautismo la alejaría del hombre al que amaba, y tras mucho meditarlo, decidió también ser bautizada; vivió como una desgracia tener que dejar el amor de su marido, tanto como abandonar la vida que había llevado dentro del movimiento radical. Se confesó y comulgó por primera vez. Era el 28 de diciembre de 1927 es recibida en la Iglesia Católica.
A partir de ese momento profundizará en su vida religiosa y conocerá a Peter Maurin. Junto a él realizaría una obra colosal en pro de las clases sociales desfavorecidas: “The Catholic Worker”. “The Catholic Worker” llegó a ser un periódico con más de 150.000 ejemplares y gracias al impulso de Dorothy se creó una red de casas de acogida que se convirtió en un referente social y caritativo en Estados Unidos.
Cuando muere, el 29 de noviembre el 1980, habia unas 70 casas de hospitalidad y cuatro comunas agrarias.
No paró de luchar por los trabajadores. Conoció y visitó a Madre Teresa en Calcuta y en su ochenta cumpleaños recibió una cariñosa felicitación de Pablo VI. Papa Francisco citó su ejemplo en su primer discurso en Estados Unidos y, ahora Sierva de Dios, está a la espera de algún día llegar a los altares.
Ella quiso que siempre se la recordara con estas palabras: “Como una humilde creyente que hacía cuanto podía para vivir de acuerdo con las enseñanzas bíblicas, que seguía estudiando; por ejemplo, el sermón de la montaña”
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Dorothy Day, la belleza de la fe que encuentra a Dios en el amor por los pobres
Publicamos el prefacio del Papa Francisco al libro autobiográfico de Dorothy Day ‘Encontré a Dios a través de sus pobres. Del ateísmo a la fe: mi camino interior’ (Libreria Editrice Vaticana). Dorothy Day (1897-1980), iniciadora del movimiento del Catholic Worker, fue una periodista, escritora, pacifista y activista estadounidense, conocida por su compromiso en favor de los pobres, contra los armas.
Francisco
La vida de Dorothy Day, tal como ella nos la cuenta en estas páginas, es una de las posibles confirmaciones de lo que el Papa Benedicto XVI ya ha sostenido con vigor y que yo mismo he recordado en varias ocasiones: «La Iglesia crece por atracción, no por proselitismo». El modo en que Dorothy Day cuenta su acercamiento a la fe cristiana atestigua que no son los esfuerzos humanos ni las estratagemas los que acercan a las personas a Dios, sino la gracia que brota de la caridad, la belleza que brota del testimonio, el amor que se convierte en hechos concretos.
Toda la historia de Dorothy Day, esta mujer estadounidense comprometida toda su vida con la justicia social y los derechos de las personas, especialmente de los pobres, los trabajadores explotados y los marginados por la sociedad, declarada Sierva de Dios en el año 2000, es un testimonio de lo que ya afirmaba el Apóstol Santiago en su Carta: «Pruébame tu fe sin obras, y yo te probaré por las obras mi fe» (2,18).
Quisiera destacar tres elementos que emergen de las páginas autobiográficas de Dorothy Day como valiosas lecciones para todos en nuestro tiempo: la inquietud, la Iglesia, el servicio.
Dorothy es una mujer inquieta: cuando vive su camino de adhesión al cristianismo es joven, aún no ha cumplido los treinta, hace tiempo que ha abandonado la práctica religiosa, que le había parecido, como señala su hermano, a quien dedica este libro, algo «morboso». En cambio, creciendo en su propia búsqueda espiritual, llega a considerar la fe y a Dios no como un «parche», por utilizar una famosa definición del teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer, sino como lo que realmente debería ser, es decir, la plenitud de la vida y la meta de la propia búsqueda de la felicidad. Dorothy Day escribe: «La mayoría de las veces los destellos de Dios me llegaban cuando estaba sola. Mis detractores no pueden decir que fue el miedo a la soledad y al dolor lo que me hizo volverme hacia Él. Fue en esos pocos años en los que estaba sola y rebosante de alegría cuando le encontré. Finalmente le encontré a través de la alegría y el agradecimiento, no a través del dolor».
Aquí, Dorothy Day nos enseña que Dios no es un mero instrumento de consuelo o de alienación para el hombre en la amargura de sus días, sino que colma en abundancia nuestro deseo de alegría y realización. El Señor anhela corazones inquietos, no almas burguesas que se contentan con lo existente. Y Dios no quita nada al hombre y a la mujer de todos los tiempos, ¡sólo da el céntuplo! Jesús no vino a proclamar que la bondad de Dios constituye un sustituto del ser hombre, nos dio en cambio el fuego del amor divino que lleva a cumplimiento todo lo bello, verdadero y justo que habita en el corazón de cada persona. Leer estas páginas de Dorothy Day y seguir su itinerario religioso se convierte en una aventura que hace bien al corazón y puede enseñarnos mucho para mantener viva en nosotros una imagen verdadera de Dios.
Dorothy Day, en segundo lugar, reservó hermosas palabras para la Iglesia católica, que a ella, procedente y perteneciente al mundo del empeño social y sindical, a menudo le parecía estar del lado de los ricos y de los terratenientes, no pocas veces insensibles a las exigencias de esa verdadera justicia social e concreta igualdad en la que -nos recuerda la misma Day- son ricas tantas páginas del Antiguo Testamento. A medida que crecía su adhesión a las verdades de fe, también lo hacía su consideración de la naturaleza divina de la Iglesia católica. No con una mirada de fideísmo acrítico, casi de defensa de oficio de su propio nuevo «hogar» espiritual, sino con una actitud honesta e iluminada, que sabía discernir en la vida misma de la Iglesia un elemento de irreductible vínculo con el misterio, más allá de las muchas y repetidas caídas de sus miembros.
Dorothy Day señala: ‘Los mismos ataques dirigidos contra la Iglesia me demostraron su divinidad. Sólo una institución divina podría haber sobrevivido a la traición de Judas, a la negación de Pedro, a los pecados de los muchos que profesaban su fe, que deberían haber cuidado de sus pobres’. Y, en otro pasaje del texto, afirma: «Siempre he pensado que las fragilidades humanas, los pecados y la ignorancia de quienes han ocupado altos cargos a lo largo de la historia no han hecho sino demostrar que la Iglesia debe ser divina para perdurar a través de los tiempos. Yo no habría culpado a la Iglesia de lo que consideraba errores de los clérigos».
¡Qué maravilla oír tales palabras de una gran testigo de la fe, de caridad y de esperanza en el siglo XX, el siglo en que la Iglesia fue objeto de críticas, aversiones y abandonos! Una mujer libre, Dorothy Day, capaz de no esconder lo que no teme definir «¡errores de los eclesiásticos!», pero que admite que la Iglesia tiene que ver directamente con Dios, porque es suya, no nuestra, la ha querido Él, no nosotros, es su instrumento, no algo de lo que podamos servirnos. Esta es la vocación y la identidad de la Iglesia: una realidad divina, no humana, que nos lleva a Dios y con la cual Dios puede llegar a nosotros.
Por último, el servicio. Dorothy Day ha servido a los demás toda su vida. Incluso antes de llegar a la fe de forma completa. Y este ponerse a disposición, a través de su trabajo como periodista y activista, se convirtió en una especie de «autopista» con la que Dios tocó su corazón. Y es ella misma quien recuerda al lector cómo la lucha por la justicia es una de las formas en las que, incluso sin saberlo, cada persona puede hacer realidad el sueño de Dios de una humanidad reconciliada, en la que la fragancia del amor supere el nauseabundo olor del egoísmo. Las palabras de Dorothy Day son muy esclarecedoras al respecto: «El amor humano en su máxima expresión, desinteresado, luminoso, que ilumina nuestros días, nos permite vislumbrar el amor de Dios por el hombre. El amor es lo mejor que nos es dado conocer en esta vida». Esto nos enseña algo verdaderamente instructivo incluso hoy: creyentes y no creyentes son aliados en la promoción de la dignidad de toda persona cuando aman y sirven al más abandonado de los seres humanos.
Cuando Dorothy Day escribe que el lema de los movimientos sociales para los trabajadores de su tiempo era «problema de uno, problema de todos», me ha recordado una famosa frase que Don Lorenzo Milani, el sacerdote de Barbiana cuyo centenario de nacimiento se conmemora este año, hace decir al protagonista de Carta a una profesora: «He aprendido que el problema de los demás es el mismo que el mío. Salir de él todos juntos es política. Salir de él solo es avaricia’. Por tanto, el servicio debe convertirse en política: es decir, en opciones concretas para que prevalezca la justicia y se salvaguarde la dignidad de cada persona. Dorothy Day, a quien quise recordar en mi discurso al Congreso de los Estados Unidos durante mi viaje apostólico de 2015, es un estímulo y un ejemplo para nosotros en este arduo pero fascinante camino. [3]
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[1] En el catolicismo, siervo de Dios es el primer grado que se le otorga a una persona que es candidata para ser venerable, luego beatificada y posteriormente canonizada.
[2] HUECK, C., Pustinia, Narcea, Madrid, 1980, p.80.
[3] © 2023 – Dicasterio para la Comunicación – Libreria Editrice Vaticana
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