En el trance del fin de los tiempos, Dios, por su infinita misericordia, tendrá a bien manifestarse a la Humanidad, para convertirla y salvarla. Se mostrará (intervendrá) «evidencialmente« a los ojos mortales de los hombres cuando tengan lugar esos momentos cruciales, tal y como nos ha sido revelado:
En los días en que se oiga la voz del séptimo Ángel, cuando se ponga a tocar la trompeta, se habrá consumado el Misterio de Dios, según lo había anunciado como buena nueva a sus siervos los profetas.» (Ap 10,7).
«Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, “Aquel que es y que era” porque has asumido tu inmenso poder para establecer tu reinado. (Ap 11,17).
«Vi el cielo abierto, y había un caballo blanco: el que lo monta se llama «Fiel» y «Veraz»; y juzga y combate con justicia. Sus ojos, llama de fuego; sobre su cabeza, muchas diademas; lleva escrito un nombre que sólo él conoce; viste un manto empapado en sangre y su nombre es: La Palabra de Dios. Y los ejércitos del cielo, vestidos de lino blanco puro, le seguían sobre caballos blancos. De su boca sale una espada afilada para herir con ella a los paganos; él los regirá con cetro de hierro; él pisa el lagar del vino de la furiosa cólera de Dios, el Todopoderoso. Lleva escrito un nombre en su manto y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de Señores. (19,11-16).
La luz que arrojan las diversas revelaciones «privadas» sobre esos momentos apocalípticos, viene a abundar en matices sobre lo profetizado por las Escrituras: la gran catástrofe que sobrevendrá sobre la tierra y sus habitantes a consecuencia del empoderamiento del príncipe de las tinieblas, que seducirá a la mayoría haciendo de este mundo un lugar de tinieblas, será precedida de manifestaciones tumbativas de la existencia de Dios, que constituirán un supremo llamamiento de la divina misericordia invitando a la conversión. Pues, como dice San Pedro, el Señor no quiere que nadie se pierda, sino que todos se conviertan (2Pe 3,9).
Esta catástrofe apocalíptica, llamada castigo, sucederá; no cabe duda. No sabemos cuándo, pero tendrá lugar; así está escrito sagradamente. Sabemos al respecto que se darán por entonces signos (los signos de los tiempos); sobre los que hemos de estar ojos avizor, sin dejar de mantener el testimonio de Jesús.
La misericordia divina se manifiesta en cuanto que no deja a la Humanidad al albur de los acontecimientos, sino que la cuida y cuidará; en que intervendrá para salvarla, aunque sea dolorosamente, con el castigo, para convertir a muchos (a la fuerza) y para reducir a los malos (exterminándolos o retrotrayendoles al infierno); y en que mientras tanto nos avisa y pone en guardia para que velemos y nos mantengamos fieles entre el reducido Resto.
El castigo vendrá, ciertamente, porque no es de esperar la conversión de todo el mundo, pero puede ser atenuado, disminuido». Dios, por su misericordia, ha querido que las dimensiones de la catástrofe pueda ser mitigadas por las plegarias y la penitencia; pero no puede ser suprimido. La Virgen Madre de Dios se afana en ello; en estos últimos tiempos se manifiesta continuamente avisando y urgiendo a la oración y el ayuno.
Flota en el aire de la gente de fe, de las personas más devotas, que algo está por suceder. Es como una intuición, un presentimiento o barrunto de que los acontecimientos históricos por los que transita el mundo, demandan una intervención excepcional del Cielo.
Antes de la catástrofe del castigo habrá además un aviso contundente y también un signo evidente. Vamos a ver en el cielo una gran cruz roja en un día de cielo despejado, sin nubes. El color rojo representa la sangre de Jesús que nos ha redimido y la sangre de los mártires elegidos por Dios en el día de la oscuridad.
Esta cruz será vista por todos: cristianos, paganos, ateos, etc. y también por todos aquellos que están “preparados” (hay personas que no habiendo oído hablar del Evangelio tienen la voz de Dios inscripta en el santuario de su conciencia), los cuales serán guiados por Dios a Cristo. Ellos recibirán la gracia de interpretar el significado de la cruz.
«Oí en el cielo como un gran ruido de muchedumbre inmensa que decía: «¡Aleluya! La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios» (Ap 19,1).