La adoración perpetua o permanente, ambas, una todo el tiempo, las 24 horas, y la otra, sólo por el día, que oscila entre las 7 de la mañana hasta las 12 de la noche, son un tesoro inmenso para la Iglesia, para el lugar en que existe y para el mundo en general, pues son una fuente de gracia divina, el mayor tesoro. Las capillas de adoración perpetua en España son unas 70 y de las permanentes, iglesias que exponen al Santísimo diariamente, son infinidad, incontables. ¡Cuánto bien hacen!
Los creyentes hemos de tomar conciencia de ello, de esa Realidad prodigiosa, de este Bien tan cercano, que resulta ser una gran bendición; de manera que nos comprometamos a participar, entre otras razones y principal la de que acudimos a estar con el Señor, ahí presente, para nosotros, porque le amamos.
Aunque no se de ninguna manifestación o señal “sensible”, como normalmente sucede y hasta “debería suceder” –me permito decir- en esos momentos de oración contemplativa, lo cierto es que a otros niveles “místicos” sí que suceden “cosas”. Dios comunica su gracia, secreta y silenciosamente; sobre quien está delante de él, adorándole, se produce –como no podría ser menos- una efusión sobrenatural, efecto de la divina hay presente. No lo sentimos, pero sucede. Es una unción de gracia que penetra el alma del allí presente, muy especialmente si se está en una actitud de disposición generosa, ofreciéndose al Señor para que intervenga libremente en su vida, y se abiertamente receptivo, dispuesto pasivamente a recibir el don del Espíritu Santo.
Estar delante de Dios es dejarse amar, que Él me infunda su amor y sus dones, su gracia y sentirme salvado por pura gratuidad; que es en lo que consiste la vida espiritual.
En la adoración ante la Hostia Santísima, la primera reflexión es la de tomar conciencia de ante la presencia que se está; como diría santa Teresa de Jesús, ante tan gran majestad. Hay que emplearse en ello, dedicar un buen rato. Pensemos en aquella expresión de santo Tomás «¡Señor mio y Dios mio!», cuando se le hizo presente. Seamos profundamente conscientes de ese inmenso privilegio de estar ante el Señor: Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron». (Lc 10,23-24). Meditar humildemente, sobre la indignidad de mi condición pecadora, ante la grandeza inmensa e inefable de Dios, que se ha dignado por puro amor misericordioso acogerme en su presencia. Ante Él nos sentimos como agua derrama.
Después de este tiempo de pedir perdón y humillarse, en que Dios nos purifica para estar aseados ante su Presencia que se está, dar gracias y alabanzas. Dirigirse al Espíritu Santo, y encomendarse a la ayuda del Ángel Custodio, San José y la Virgen, y todos los santos.
No tener pensamientos que distraigan. Respirar acompasando con inhalación y exhalación: Dios mío! y/o Te quiero! (o alguna jaculatoria).
Meditar sobre algún pasaje del Evangelio. Visionar imaginativamente cómo actúa; sentir con Cristo, su mansedumbre, humildad, serenidad, paciencia, ternura, compasión, bondad, cariño, amor, disponibilidad, entrega, obediencia a la voluntad del Padre, etc. Impregnarse de esos sentimientos de Jesús, sentirlos como él.
Después, en absoluto silencio de la mente, quedarse en quietud, bajo la mirada de Dios, sumergido en su presencia amorosa. Inflamarse de afecto el corazón hacia Dios, en el que nos movemos, somos y existimos.
Después del tiempo oportuno —una hora…—. Pidamos, demos gracias y alabemos.
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