El Evangelio de la misa de hoy, Mateo 18,21-35 (que podemos leer integramente al final), nos muestra la voluntad divina de que perdonemos siempre:
Se acercó Pedro y dijo a Jesús: “Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?”
Jesús le respondió: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.» ( Mt 18, 21-22).
Viajaba en una ocasión en tren, el convertido y famoso novelista inglés Cronin. En el mismo departamento que él, viajaba un muchacho que parecía estar muy nervioso. Movido por la curiosidad, no exenta de preocupación, Cronin le preguntó:
—¿Qué te pasa, muchacho?
—Vengo de la cárcel –respondió el joven-. Durante nueve años he vivido encerrado entre rejas lejos de mi familia. Cometí unos delitos que avergonzaron a mis padres…, ahora me han dado la liberta, y vuelvo hacia ellos. En todo este tiempo no he sabido nada de ellos. No me he atrevido a escribirles. Pero ahora, al darme la libertad, he escrito una carta pidiéndoles perdón. Les he pedido que si me perdonan, como señal para que yo lo sepa distinguir, cuelguen en el manzano que hay en la huerta de casa, por la que va a pasar delante de ella, una cinta blanca de una rama visible. Si es así, yo entenderé que me perdonan y me acercaré a casa; si no, pasaré de largo. Ya faltan solamente dos pueblos para que lleguemos al mío, y estoy muy inquieto.
Hubo una pausa angustiosa mientras el tren se acercaba implacable a su destino. Luego el muchacho continuó con una petición:
—Por favor, la próxima tapia que viene es la finca de mi padre. No me atrevo a mirar, ¡no puedo! Tenga la bondad de mirar usted.
Aquel muchacho recogió la cabeza entre sus manos mientras el tren comenzaba a rebasar la tapia. Cronin, que miraba tenso pro la ventanilla, dio un salto. Cogió al muchacho por los brazos.
—Hijo, mira! ¡Mira el manzano!
El muchacho levantó la cabeza y miró. No daba crédito a lo que veía: colgadas de cada una de las ramas del manzano, había, no una cinta blanca, sino docenas de cintas., sus padres le perdonaban con generosidad desbordante….[1]
Dios perdona siempre, incansablemente, sean cual sean nuestros pecados e infidelidades, y perdona misericordiosamente, sobrepasando los límites de lo imaginable, porque su amor por nosotros es tan grande que está dispuesto a todo por salvarnos —la cruz de su Hijo es la muestra—. Así es Dios, nuestro Dios; el mismo que nos recomienda que hagamos nosotros lo mismo, de modo que nos pareceremos a Él, que nos quiere santos. Así perdona Dios, y así -contando con su gracia- hemos de perdonar nosotros.
En la parábola del «hijo pródigo» el padre misericoridoso todos los días salia hasa una loma por ver si venía su hijo que tiempo atrás había abandonado la casa famailiar. Con incansable constancía todos los días, lleno de amor paterno, le esperaba…, esperaba que su hijo, arrepentido, volviera. «Se levantó y fue a padre. Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y conmovido, corrió y se echó al cuello de su hijo, cubriéndolo de beso.» (Lc 15,20-21)
El amor misericordioso de Dios es de tal grandeza que hace incasable su actitud al perdón. «Mas tú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida» (Sb 11,24-26), y «pasas por alto los pecados de los hombres, para atraerlos a misericordia.» (Sab 11,23). Y Ya podremos hacerle feos, que Él no reprocede ni cambia en su predisposición a acogernos. No hay pecado que pueda retraer el amor misericodioso divino; es más aunque la conciencia -esa última instancia íntma del alma humana- pueda inculparnos como pecador irredento, no hay que perder la esperanza en que Dios en su amor infinito -que es más que todo, de cuanto hay- puede revertir la situación y salvarnos: «Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo» (1 Jn 3,19-20).
Esta actitud incasable de amor misericordioso, que lo perdona todo, siempre y sin medida, propia de Dios, es propuesta por Él para todos nosotros como actitud vital: nos invita a que seamos como Él es: «Sed bondadosos los unos para con los otros, compasivos, perdonándoos mutuamente como Dios os ha perdonado en Cristo.» (Ef 4,32). «¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces? Jesús le dijo: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.» (Mt 18,21-22). » Nada nos asemeja más a Dios que el estar siempre dispuestos a perdonar» (San Juan Crisóstomo[2] ) .
El problema no está en obtener el perdón de Dios. Para Dios, el problema, consiste -dada la libertad con que nos ha creado- en hacernos aceptar su perdón. Quien se niega a ser amado, se niega a amar; quien se niega a ser perdonado, se niega a perdonar, y quien se niega a perdona se niega a ser perdonado. Esta actitud de hierro es una férrea postura de cerrazon y rechazo impenetrable, de autocondena, de autocastigo, de odio destructivo hacia sí mismo… es ya algo demonico. Aún así, aunque todo parezca perdidio, Dios, en su misericordía salvadora, lo puede todo.
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A continuación unas líneas del «Discurso del Papa en el encuentro con los jóvenes de de Eslovaquia, 14 de septiembre de 2021», dedicadas al perdón:
Si yo les pregunto: “¿En qué piensan cuando van a confesarse?” —no lo digan en voz alta—, estoy casi seguro de la respuesta: “En los pecados”. Pero —les pregunto, respondan—, ¿los pecados son verdaderamente el centro de la confesión? [“¡No!”] No los escucho… [“¡No!”] Muy bien. ¿Dios quiere que te acerques a Él pensando en ti, en tus pecados, o pensando en Él? ¿Qué desea Dios, que te acerques a Él o a tus pecados? ¿Qué desea? Respondan [“¡A Él”]. Más fuerte, que soy sordo [“¡A Él!”]. ¿Cuál es el centro, los pecados o el Padre que perdona todo? El Padre. No vamos a confesarnos como unos castigados que deben humillarse, sino como hijos que corren a recibir el abrazo del Padre. Y el Padre nos levanta en cada situación, nos perdona cada pecado. Escuchen bien esto: ¡Dios perdona siempre! ¿Lo han entendido? ¡Dios perdona siempre!
Les doy un pequeño consejo: después de cada confesión, quédense un momento recordando el perdón que han recibido. Atesoren esa paz en el corazón, esa libertad que sienten dentro. No los pecados, que no están más, sino el perdón que Dios te ha regalado, la caricia de Dios Padre. Eso atesórenlo, no dejen que se lo roben. Y cuando vuelvan a confesarse, recuerden: voy a recibir una vez más ese abrazo que me hizo tanto bien. No voy a un juez a ajustar cuentas, voy a encontrarme con Jesús que me ama y me cura. En este momento quisiera dar un consejo a los sacerdotes: yo les diría a los sacerdotes que se sientan en el lugar de Dios Padre que siempre perdona, abraza y acoge. Demos a Dios el primer lugar en la confesión. Si Dios, si Él es el protagonista, todo se vuelve hermoso y la confesión se convierte en el sacramento de la alegría. Sí, de la alegría, no del miedo o del juicio, sino de la alegría. Y es importante que los sacerdotes sean misericordiosos. Nunca curiosos, nunca inquisidores, por favor, sino que sean hermanos que dan el perdón del Padre, que sean hermanos que acompañan en este abrazo del Padre.
Pero alguno podría decir: “Yo igualmente me avergüenzo, no logro superar la vergüenza de ir a confesarme”. No es un problema, es algo bueno. Avergonzarse en la vida en ocasiones hace bien. Si te avergüenzas, quiere decir que no aceptas lo que has hecho. La vergüenza es un buen signo, pero como todo signo pide que se vaya más allá. No permanecer prisionero de la vergüenza, porque Dios nunca se avergüenza de ti. Él te ama precisamente allí, donde tú te avergüenzas de ti mismo. Y te ama siempre. Les cuento algo que no está en la gran pantalla. En mi tierra, a esos descarados que hacen todo mal, los llamamos «sin-vergüenza».
Y una última duda: “Padre, yo no consigo perdonarme, por tanto, ni siquiera Dios podrá perdonarme, porque caigo siempre en los mismos pecados”. Pero —escucha—, ¿cuándo se ofende Dios, cuando vas a pedirle perdón? No, nunca. Dios sufre cuando nosotros pensamos que no puede perdonarnos, porque es como decirle: “¡Eres débil en el amor!” Decirle esto a Dios es tremendo, decirle “eres débil en el amor”. En cambio, Dios siempre se alegra de perdonarnos. Cuando vuelve a levantarnos cree en nosotros como la primera vez, no se desanima. Somos nosotros los que nos desanimamos, Él no. No ve unos pecadores a quienes etiquetar, sino unos hijos a quienes amar. No ve personas fracasadas, sino hijos amados; quizá heridos, y entonces tiene aún más compasión y ternura. Y cada vez que nos confesamos —no lo olviden nunca— en el cielo se hace una fiesta. ¡Que sea así también en la tierra!
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[1] LÓPEZ MELÚS, RAFAEL Mª., Caminos de santidad V, ejemplos que edifican, Edibesa, Madrid, 2000, p. 277.
[2] Hom. sobre S. Mateo, 61.