Así perdona Dios


El Evangelio de la misa de hoy, 5 de marzo, de san Mateo 18,21-35 (que podemos leer íntegramente más abajo), nos muestra la voluntad divina de que perdonemos siempre siempre:

Se acercó Pedro y dijo a Jesús: “Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?”
Jesús le respondió: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.» ( Mt 18, 21-22).

      Viajaba en una ocasión en tren, el convertido y famoso novelista inglés Cronin. En el mismo departamento que él, viajaba un muchacho que parecía estar muy nervioso. Movido por la curiosidad, no exenta de preocupación, Cronin le preguntó:

      —¿Qué te pasa, muchacho?

      —Vengo de la cárcel respondió el joven-. Durante nueve años he vivido encerrado entre rejas lejos de mi familia. Cometí unos delitos que avergonzaron a mis padres…,  ahora me han dado la liberta, y vuelvo hacia ellos. En todo este tiempo no he sabido nada de ellos. No me he atrevido a escribirles. Pero ahora, al darme la libertad, he escrito una carta pidiéndoles perdón. Les he pedido que si me perdonan, como señal para que yo lo sepa distinguir, cuelguen en el manzano que hay en la huerta de casa, por la que va a pasar delante de ella, una cinta blanca de una rama visible. Si es así, yo entenderé que me perdonan y me acercaré a casa; si no, pasaré de largo. Ya faltan solamente dos pueblos para que lleguemos al mío, y estoy muy inquieto.

       Hubo una pausa angustiosa mientras el tren se acercaba implacable a su destino. Luego el muchacho continuó con una petición:

      —Por favor, la próxima tapia que viene es la finca de mi padre. No me atrevo a mirar, ¡no puedo! Tenga la bondad de mirar usted.

    Aquel muchacho recogió la cabeza entre sus manos mientras el tren comenzaba a rebasar la tapia. Cronin, que miraba tenso pro la ventanilla, dio un salto. Cogió al muchacho por los brazos.

      —Hijo, mira! ¡Mira el manzano!

    El muchacho levantó la cabeza y miró. No daba crédito a lo que veía: colgadas de cada una de las ramas del manzano, había, no una cinta blanca, sino docenas de cintas., sus padres le perdonaban con generosidad desbordante….[1]

Dios perdona siempre, incansablemente, sean cual sean nuestros pecados e infidelidades, y perdona misericordiosamente, sobrepasando los límites de lo imaginable, porque su amor por nosotros es tan grande que está dispuesto a todo por salvarnos —la cruz de su Hijo es la muestra—. Así es Dios, nuestro Dios; el mismo que nos recomienda que hagamos nosotros lo mismo, de modo que nos pareceremos a Él, que nos quiere santos. Así perdona Dios, y así -contando con su gracia- hemos de perdonar nosotros.

En la parábola del «hijo pródigo» el padre misericordioso todos los días salia hada una loma por ver si venía su hijo que tiempo atrás había abandonado la casa familiar. Con incansable constancia todos los días, lleno de amor paterno, le esperaba…, esperaba que su hijo, arrepentido, volviera. «Se levantó y fue a padre. Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y conmovido, corrió y se echó al cuello de su hijo, cubriéndolo de beso.» (Lc 15,20-21)

El amor misericordioso de Dios es de tal grandeza que hace incasable su actitud al perdón. «Mas tú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida» (Sb 11,24-26), y «pasas por alto los pecados de los hombres, para atraerles a misericordia.» (Sab 11,23).  Y Ya podremos hacerle feos, que Él no retrocede ni cambia en su predisposición a acogernos. No hay pecado que pueda retraer el amor misericordioso divino; es más aunque la conciencia -esa última instancia íntima del alma humana- pueda inculparnos como pecador irredento, no hay que perder la esperanza en que Dios en su amor infinito -que es más que todo, de cuanto hay- puede revertir la situación y salvarnos: «Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo» (1 Jn 3,19-20).

Esta actitud incasable de amor misericordioso, que lo perdona todo, siempre y sin medida, propia de Dios, es propuesta por Él para todos nosotros como actitud vital: nos invita a que seamos como Él es: «Sed bondadosos los unos para con los otros, compasivos, perdonándoos mutuamente como Dios os ha perdonado en Cristo.»  (Ef 4,32). «¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces? Jesús le dijo: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.» (Mt 18,21-22). » Nada nos asemeja más a Dios que el estar siempre dispuestos a perdonar» (San Juan Crisóstomo[2] ) .

El problema no está en obtener el perdón de Dios. Para Dios, el problema, consiste -dada la libertad con que nos ha creado- en hacernos aceptar su perdón. Quien se niega a ser amado, se niega a amar; quien se niega a ser perdonado, se niega a perdonar, y quien se niega a perdona se niega a ser perdonado. Esta actitud de hierro es una férrea postura de cerrazón y rechazo impenetrable, de autocondena, de autocastigo, de odio destructivo hacia sí mismo… es ya algo demoniaco. Aún así, aunque todo parezca perdido, Dios, en su misericordia salvadora, lo puede todo.

Lectura del santo evangelio según san Mateo (18,21-35):

EN aquel tiempo, acercándose Pedro a Jesús le preguntó:
«Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?».
Jesús le contesta:
«No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Por esto, se parece el reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus criados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El criado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo:
“Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo”.
Se compadeció el señor de aquel criado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero al salir, el criado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba diciendo:
“Págame lo que me debes”.
El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo:
“Ten paciencia conmigo y te lo pagaré”.
Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía.
Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo:
“¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?”.
Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda.
Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano».

 En el mundo judío se perdonaba hasta 3 o 4 veces- Pedro, sabiendo cómo era Jesús, le plantea hasta cuantas veces deben perdonar sus discípulos y le dice que si hasta 7 veces, pensando que ya era un buen número. Pero Jesús le deja boquiabierto: «setenta veces siete«, es decir, siempre. Si queremos parecernos al Señor, tenemos que ser como él, de modo que no nos cabe otra alternativa a este respecto del perdón.

Y cuenta Jesús una parábola sobre el Reino: Dios perdona una deuda una suma desorbitante, de debía diez mil talentos, unas 300 toneladas de oro, es decir, lo que sería hoy unos 18.000.000.000 euros; algo impagable, claro. Y en cambio, éste al que Dios le ha perdona misericordiosamente tanto, todo, en cambio, es incapaz de perdonar una pequeña deuda con él de otra persona, cien denarios, el salario de tres meses, unos 5.000 euros. Este desequilibrio del tanto amor misericordioso que Dios ha tenido con él y él el tan poco con su deudor, pone en evidencia el interior inhumano de esa persona inmisericorde, lo que le compromete su destino final en el Reino.

Este es el perdón singularísimo del cristiano: perdonar siempre y la cantidad que sea. Algo que la gente mundana es incapaz de comprender y menos de admitir y que tampoco se vería capaz de hacer; pero nosotros, los creyentes en Cristo, contamos con su gracia, y actuamos con la fuerza de ésta y a imagen y semejanza del Señor.

Por lo demás, decir, que perdonar no supone olvidar, es decir, borrarlo de la memoria -eso sucederá en el Reino de los cielos y si se concede alguna gracia especial-; pero a los efectos de la calidad del perdón, el que no se olvide, no merma el perdón. Si a uno le viene el recuerdo, lo suyo es rechazarlo, lo recordarlo, no reviviirlo alimentándolo en la memoria. Hay que rechazarlo siempre, como cualquier otro pensamiento o tentación de cualquier tipo que aparezca a la imaginación.  

 

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Palabras del papa Francisco

(Angelus, 17 de septiembrede 2023)

Hoy el Evangelio nos habla de perdón (cfr Mt 18,21-35). Pedro pregunta a Jesús: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?» (v. 21).

Siete, en la Biblia, es un número que indica plenitud, y por tanto Pedro es muy generoso en los presupuestos de su pregunta. Pero Jesús va más allá y le responde: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (v. 22). Es decir, le dice que cuando se perdona no se calcula, que está bien perdonar ¡todo y siempre! Precisamente como hace Dios con nosotros, y como está llamado a hacer quien administra el perdón de Dios: perdonar siempre. Yo esto lo digo mucho a los sacerdotes, a los confesores: perdonad siempre como perdona Dios.

Jesús ilustra después esta realidad a través de una parábola, que también tiene que ver con los números. Un rey, después de que le suplicara, perdona a un siervo la deuda de 10.000 talentos: es un valor exagerado, inmenso, que oscila entre las 200 y las 500 toneladas de plata: exagerado. Era una deuda imposible de saldar, incluso trabajando una vida entera: y sin embargo ese señor, que hace referencia a nuestro Padre, lo perdona por pura «compasión» (v. 27). Este es el corazón de Dios: perdona siempre porque Dios es compasivo. No olvidemos cómo es Dios: es cercano, compasivo y tierno; así es la forma de ser de Dios. Después, este siervo, al cual se le había perdonado la deuda, no tiene ninguna misericordia con un compañero que le debe 100 denarios. También esta es una cifra consistente, equivalente a cerca de tres meses de sueldo – ¡como diciendo que perdonarnos entre nosotros cuesta! -, pero para nada comparable con la cifra precedente, que el señor había perdonado.

El mensaje de Jesús es claro: Dios perdona de forma incalculable, excediendo cualquier medida. Él es así, actúa por amor y por gratuidad. Dios no se compra, Dios es gratuito, es todo gratuidad. Nosotros no podemos repagarlo pero, cuando perdonamos al hermano o a la hermana, lo imitamos. Perdonar no es por tanto una buena acción que se puede hacer o no hacer: perdonar es una condición fundamental para quien es cristiano. Cada uno de nosotros, de hecho, es un “perdonado” o una “perdonada”: no olvidemos esto, nosotros somos perdonados, Dios ha dado la vida por nosotros y de ninguna forma podremos compensar su misericordia, que Él no retira nunca del corazón. Pero, correspondiendo a su gratuidad, es decir perdonándonos unos a otros, podemos testimoniarlo, sembrando vida nueva en torno a nosotros. Fuera del perdón, de hecho, no hay esperanza; fuera del perdón no hay paz. El perdón es el oxígeno que purifica el aire contaminado por el odio, el perdón es el antídoto que cura los venenos del rencor, es el camino para calmar la rabia y sanar tantas enfermedades del corazón que contaminan la sociedad.

Preguntémonos, entonces: ¿yo creo que he recibido de Dios el don de un perdón inmenso? ¿Advierto la alegría de saber que Él siempre está preparado para perdonarme cuando caigo, también cuando los otros no lo hacen, también cuando ni siquiera yo logro perdonarme a mí mismo? Él perdona: ¿creo que Él perdona? Y ¿sé perdonar a su vez a quien me ha hecho daño? Al respecto, quisiera proponeros un pequeño ejercicio: intentemos, ahora, cada uno de nosotros, pensar en una persona que nos ha herido, y pidamos al Señor la fuerza para perdonarla. Y perdonémosla por amor del Señor: hermanos y hermanas esto nos hará bien, nos devolverá la paz en el corazón.

María, Madre de Misericordia, nos ayude a acoger la gracia de Dios y a perdonarnos los unos a los otros.

 

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A continuación unas líneas del «Discurso del Papa en el encuentro con los jóvenes de de Eslovaquia, 14 de septiembre de 2021», dedicadas al perdón:

Si yo les pregunto: “¿En qué piensan cuando van a confesarse?” —no lo digan en voz alta—, estoy casi seguro de la respuesta: “En los pecados”. Pero —les pregunto, respondan—, ¿los pecados son verdaderamente el centro de la confesión? [“¡No!”] No los escucho… [“¡No!”] Muy bien. ¿Dios quiere que te acerques a Él pensando en ti, en tus pecados, o pensando en Él? ¿Qué desea Dios, que te acerques a Él o a tus pecados? ¿Qué desea? Respondan [“¡A Él”]. Más fuerte, que soy sordo [“¡A Él!”]. ¿Cuál es el centro, los pecados o el Padre que perdona todo? El Padre. No vamos a confesarnos como unos castigados que deben humillarse, sino como hijos que corren a recibir el abrazo del Padre. Y el Padre nos levanta en cada situación, nos perdona cada pecado. Escuchen bien esto: ¡Dios perdona siempre! ¿Lo han entendido? ¡Dios perdona siempre!

Les doy un pequeño consejo: después de cada confesión, quédense un momento recordando el perdón que han recibido. Atesoren esa paz en el corazón, esa libertad que sienten dentro. No los pecados, que no están más, sino el perdón que Dios te ha regalado, la caricia de Dios Padre. Eso atesórenlo, no dejen que se lo roben. Y cuando vuelvan a confesarse, recuerden: voy a recibir una vez más ese abrazo que me hizo tanto bien. No voy a un juez a ajustar cuentas, voy a encontrarme con Jesús que me ama y me cura. En este momento quisiera dar un consejo a los sacerdotes: yo les diría a los sacerdotes que se sientan en el lugar de Dios Padre que siempre perdona, abraza y acoge. Demos a Dios el primer lugar en la confesión. Si Dios, si Él es el protagonista, todo se vuelve hermoso y la confesión se convierte en el sacramento de la alegría. Sí, de la alegría, no del miedo o del juicio, sino de la alegría. Y es importante que los sacerdotes sean misericordiosos. Nunca curiosos, nunca inquisidores, por favor, sino que sean hermanos que dan el perdón del Padre, que sean hermanos que acompañan en este abrazo del Padre.

Pero alguno podría decir: “Yo igualmente me avergüenzo, no logro superar la vergüenza de ir a confesarme”. No es un problema, es algo bueno. Avergonzarse en la vida en ocasiones hace bien. Si te avergüenzas, quiere decir que no aceptas lo que has hecho. La vergüenza es un buen signo, pero como todo signo pide que se vaya más allá. No permanecer prisionero de la vergüenza, porque Dios nunca se avergüenza de ti. Él te ama precisamente allí, donde tú te avergüenzas de ti mismo. Y te ama siempre. Les cuento algo que no está en la gran pantalla. En mi tierra, a esos descarados que hacen todo mal, los llamamos «sin-vergüenza».

Y una última duda: “Padre, yo no consigo perdonarme, por tanto, ni siquiera Dios podrá perdonarme, porque caigo siempre en los mismos pecados”. Pero —escucha—, ¿cuándo se ofende Dios, cuando vas a pedirle perdón? No, nunca. Dios sufre cuando nosotros pensamos que no puede perdonarnos, porque es como decirle: “¡Eres débil en el amor!” Decirle esto a Dios es tremendo, decirle “eres débil en el amor”. En cambio, Dios siempre se alegra de perdonarnos. Cuando vuelve a levantarnos cree en nosotros como la primera vez, no se desanima. Somos nosotros los que nos desanimamos, Él no. No ve unos pecadores a quienes etiquetar, sino unos hijos a quienes amar. No ve personas fracasadas, sino hijos amados; quizá heridos, y entonces tiene aún más compasión y ternura. Y cada vez que nos confesamos —no lo olviden nunca— en el cielo se hace una fiesta. ¡Que sea así también en la tierra!

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[1] LÓPEZ MELÚS, RAFAEL Mª., Caminos de santidad V, ejemplos que edifican, Edibesa, Madrid, 2000, p. 277.

[2] Hom. sobre S. Mateo, 61.

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