La esencia del sumo Hacedor es el amor. Somos gracias al amor de un Dios que es amo. Afirmaba el discípulo amado, Juan: «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16), y luego el santo angélico Tomás de Aquino: ”Su amor es su ser».
Hemos salido de unas manos amorosa: el Creador que nos ha dado el ser, un buen “día”, movido por sus entrañas desbordante de caritas, de amor sobrenatural en su vida trinitaria, quiso que, además de los ángeles, también existieran otra especie de seres, los humanos, que compartieran su felicidad eterna.
Hemos nacido, pues, del Amor para amar. Y según esto, solo amando permanecemos con vida. Lo contrario es la muerte; aunque nos tengamos por vivos, estaremos muertos realmente. Parangonando a Descartes, que decía «cogito ergo sum» (pienso luego existo), como la más absoluta certeza, nosotros afirmamos poniendo en lugar del pensamiento el amor: «amo ergo sum«. Es decir, en la medida que amo soy.
«Genéticamente» hemos sido creados esencialmente con este “gen biológico», con el ADN del amor; es nuestra seña de identidad. Solo amando somos lo que somos. Cualquier intento en sentido contrario, es hacerse violencia.
Esta es la primera enseñanza que unos padres han de transmitir a sus hijos: amar sobre todas las cosas. Pues en ello está la esencia de vivir, su razón, y el futuro de su ser.
El amor es el distintivo por antonomasia del cristiano, tan es así que «El que ama a Dios, ese es conocido por El» (1 Cor 8,3), y lo que al final, en el juicio, será el hecho discriminatorio: En Mateo 25,31-46 Jesucristo expone el examen final que consistirá en el amor; quien ama se parece a Dios, y le reconocerá en el último día, como uno de los suyos. En la descripción del juicio final Jesús muestra que el hombre que hace algo por un hermano con amor desinteresado, está necesariamente en contacto con Él (Mt 25,31ss). Vive una vida divina, lo que significa que la puerta del cielo está abierta para él; hay continuidad entre su vida divina aquí en la tierra y la vida en el cielo (cf. Jn 5,24; 1 Jn 3,14).
Cuanto menos amemos, menos tenemos que ver con Dios, más nos desasemejaremos a Él, y el orden sobrenatural -el misterio de la caridad infinita- nos será incomprensible.
Amar significa identificarse con Dios, tener los sentimientos de Cristo, a cuya imagen fuimos creados. El Verbo Creador, el Hijo de Dios, el “Ecce Homo» («He aquí el hombre»), es la matriz en la que hemos sido forjados. Quien quiera ser fiel a esta impronta ha de vivir según Cristo, asemejándosele, haciendo lo que le agrada. Decía san Francisco de Sales: «Algunos se atormentan buscando la manera de amar a Dios. Estas pobres almas no saben que no hay ningún método para amarle fuera de hacer lo que le agrada». Y dice san Pablo: «juzgando por experiencia qué es lo que agrada al Señor» (Ef 5,10). Amar a Dios es complacerlo en todo: en hacer su Voluntad, en cumplir sus mandamientos, en guardar sus palabras: “Si me aman, cumplirán mis mandamientos.” (Jn 14, 15-24). La prueba de que estamos en sintonía con El, de que somos de los suyos, sus amigos, de que estaos en íntima comunión de vida con El, es cumpliendo fielmente lo que nos indica. Obedecer es igual a amar: “El que tenga amor a Cristo ¾escribe san Clemente Romano¾ cumple los mandamientos”; “ama a Dios el que guarda sus mandamientos en el corazón y, al mismo tiempo, los conserva en el actuar” (Gaudencio de Brescia).
La voluntad de Dios no es un capricho, como puede ser la nuestra -y tantas veces lo es-, sino una voluntad salvadora, amorosa, para hacernos crecer y santificarnos; es una voluntad que mira por nosotros, por nuestro bien, por nuestra dicha definitiva. Porque cuando eso suceda ocurrirá algo maravilloso y único; así dice el Señor: «vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23); es decir, lo nunca imaginado sucederá: la Santísima Trinidad habitará en nuestro corazón, la vida trinitaria, su caridad divina, se esparcirá en nosotros, sobrenaturalizados, “divinizándonos”.
Solo somos verdaderamente felices, realizados, elevados, plenificados, santificándonos, cuando asumimos confiadamente como nuestra la voluntad amorosa de Dios y vivimos a ritmo de ella. Nuestra personalidad auténtica es «el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5).
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