En la liturgia de la misa de hoy, 15 de marzo, en la lectura del evangelio según san Mateo (5,43-48) Jesús nos dice que amemos a los que nos hacen mal, que recemos por ellos… Lo cual nos hace hijos de Dios Padre, nos «diviniza» en la semejanza de su santidad: «amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial», «sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto«.
Evangelio según san Mateo 5,43-48:
EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo”.
Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.
Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto».
Amar a los enemigos y rezar por los que nos maltratan y persiguen es propio del cristiano, no de los gentiles, de las demás personas comunes que no creer en Cristo. Lo cual es causado por la fuerza del Espíritu Santo. Es el Espíritu de Jesús el que hace responder al mal con el bien, amar a quien nos hace mal. Esta vida sobrenatural es la que nos hace santos, como el Padre celestial lo es.
Cuando Jesús nos pide amar a los enemigos, nos muestra un máximo de las posibilidades y de la capacidad de amar; pero no obedece a una inclinación natural, de la naturaleza humana tal y como es actual, dañada por el pecado original; requiere de una sobenaturalización, de una plus de gracia. Sólo Dios puede invertirlo todo, agraciarnos; las fuerzas de resistencia en fuerzas de acogida, la violencia en suavidad.
Este es estilo genuino del cristiano, y es doctrina recogida expresamente en otras lugares del Nuevo Testamento:
«Vivid todos unidos en un mismo sentir. Sed compasivos, fraternales, misericordioso, humildes, no devolváis mal por mal ni injuria por injuria, sino todo lo contrario: bendecid siempre, pues para esto habéis sido llamados, para ser herederos de la bendición.» (1 Pe 8-9).
«Nadie vuelva a otros mal por mal, mas tened siempre por meta el bien, tanto entre vosotros, como para los demás. Estad siempre alegre. Orad sin cesar.» (1 Tes 5,15-17).
«Bendecid a los que os persiguen; bendecid y no maldigáis. (…) A nadie paguéis mal por mal: «procurando los buenos delante de todos los hombres». (Rom 12,14-17)
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Palabras del papa Francisco
(Ángelus 19 de febrero de 2023)
Las palabras que Jesús nos dirige en el Evangelio de este domingo son exigentes y parecen paradójicas: Él nos invita a poner la otra mejilla y amar incluso a los enemigos (cfr Mt 5,38-48). Para nosotros es normal amar a los que nos aman y ser amigos de quien es nuestro amigo; sin embargo, Jesús nos provoca diciendo: si actuáis de esta manera, «¿qué hacéis de extraordinario?» (v. 47). ¿Qué hacéis de extraordinario? Este es el punto sobre el que me gustaría atraer hoy vuestra atención, sobre este qué hacéis de extraordinario.
“Extraordinario” es lo que va más allá de los límites de lo habitual, que supera las praxis habituales y los cálculos normales dictados por la prudencia. En general, nosotros sin embargo tratamos de tener todo bastante en orden y bajo control, de forma que corresponda a nuestras expectativas, a nuestra medida: temiendo no recibir la reciprocidad o de exponernos demasiado y después quedar decepcionados, preferimos amar solamente a quien nos ama para evitar las desilusiones, hacer el bien solo a quien es bueno con nosotros, ser generosos solo con quien puede devolvernos un favor; y a quien nos trata mal respondemos con la misma moneda, así estamos en equilibrio. Pero el Señor nos advierte: ¡esto no es suficiente! Nosotros diríamos: ¡esto no es cristiano! Si nos quedamos en lo ordinario, en el balance entre dar y recibir, las cosas no cambian. Si Dios tuviera que seguir esta lógica, ¡no tendríamos esperanza de salvación! Pero, por suerte para nosotros, el amor de Dios siempre es “extraordinario”, va más allá, va más allá de los criterios habituales con los que nosotros humanos vivimos nuestras relaciones.
Las palabras de Jesús, por tanto, nos desafían. Mientras nosotros intentamos quedarnos en lo ordinario de los razonamientos utilitarios, Él nos pide abrirnos a lo extraordinario, a lo extraordinario de un amor gratuito; mientras que nosotros tratamos siempre de igualar el contador, Cristo nos estimula a vivir el desequilibrio del amor. Jesús no es un buen contable: ¡no! Siempre conduce al desequilibrio del amor. No nos maravillemos de esto. Si Dios no se hubiera desequilibrado, nosotros nunca hubiéramos sido salvados: ¡ha sido el desequilibrio de la cruz lo que nos ha salvado! Jesús no hubiera venido a buscarnos mientras estábamos perdidos y alejados, no nos hubiera amado hasta el final, no hubiera abrazado la cruz por nosotros, que no merecíamos todo esto y no podíamos darle nada a cambio. Como escribe el apóstol Pablo, «en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos es ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5,7-8). Así es, Dios nos ama mientras somos pecadores, no porque seamos buenos o capaces de devolverle algo. Hermanos y hermanas, el amor de Dios es un amor siempre en exceso, siempre más allá de los cálculos, siempre desproporcionado. Y hoy nos pide también a nosotros vivir de esta manera, porque solo así lo testimoniaremos de verdad.
Hermanos y hermanas, el Señor nos propone salir de la lógica del provecho y no medir el amor en la balanza de los cálculos y de las conveniencias. Nos invita a no responder al mal con el mal, a osar en el bien, a arriesgar en el don, aunque recibamos poco o nada a cambio. Porque es este amor que lentamente transforma los conflictos, acorta las distancias, supera las enemistades y sana las heridas del odio. Entonces podemos preguntarnos, cada uno de nosotros: yo, en mi vida, ¿sigo la lógica del provecho o la de la gratuidad, como hace Dios? El amor extraordinario de Cristo no es fácil, pero es posible; es posible porque Él mismo nos ayuda donándonos su Espíritu, su amor sin medida.
Rezamos a la Virgen, que respondiendo a Dios su “sí” sin cálculos, le ha permitido hacer de ella la obra maestra de su Gracia.
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(Ángelus, 20 de febrero de 2022)
En el Evangelio de la Liturgia de hoy Jesús da a sus discípulos algunas indicaciones fundamentales de vida. El Señor se refiere a las situaciones más difíciles, las que constituyen para nosotros el banco de pruebas, las que nos ponen frente a quien es nuestro enemigo y hostil, a quien busca siempre hacernos mal. En estos casos el discípulo de Jesús está llamado a no ceder al instinto y al odio, sino a ir más allá, mucho más allá. Ir más allá del instinto, ir más allá del odio. Jesús dice: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien» (Lc 6,27). Y aún más concreto: «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra» (v. 29). Cuando nosotros escuchamos esto, nos parece que el Señor pide lo imposible. Y además ¿por qué amar a los enemigos? Si no se reacciona a los prepotentes, todo abuso tiene vía libre, y esto no es justo. ¿Pero es realmente así? ¿Realmente el Señor nos pide cosas imposibles, incluso injustas? ¿Es así?
Consideremos en primer lugar ese sentido de injusticia que advertimos en el “poner la otra mejilla”. Y pensemos en Jesús. Durante la pasión, en su injusto proceso delante del sumo sacerdote, en un momento dado recibe una bofetada por parte de uno de los guardias. ¿Y Él cómo se comporta? No lo insulta, no, dice al guardia: «Si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18,23). Pide cuentas del mal recibido. Poner la otra mejilla no significa sufrir en silencio, ceder a la injusticia. Jesús con su pregunta denuncia lo que es injusto. Pero lo hace sin ira, sin violencia, es más, con gentileza. No quiere desencadenar una discusión, sino desactivar el rencor, esto es importante: apagar juntos el odio y la injusticia, tratando de recuperar al hermano culpable. Esto no es fácil, pero Jesús lo hizo y nos dice que lo hagamos nosotros también. Esto es poner la otra mejilla: la mansedumbre de Jesús es una respuesta más fuerte que el golpe que recibió. Poner la otra mejilla no es el repliegue del perdedor, sino la acción de quien tiene una fuerza interior más grande. Poner la otra mejilla es vencer al mal con el bien, que abre una brecha en el corazón del enemigo, desenmascarando lo absurdo de su odio. Y esta actitud, este poner la otra mejilla, no es dictado por el cálculo o por el odio, sino por el amor. Queridos hermanos y hermanas, es el amor gratuito e inmerecido que recibimos de Jesús el que genera en el corazón un modo de hacer semejante al suyo, que rechaza toda venganza. Nosotros estamos acostumbrados a las venganzas: “Me has hecho esto, yo te haré esto otro”, o a custodiar en el corazón este rencor, rencor que hace daño, destruye la persona.
Vamos a la otra objeción: ¿es posible que una persona llegue a amar a los propios enemigos? Si dependiera solo de nosotros, sería imposible. Pero recordemos que, cuando el Señor pide algo, quiere darlo. El Señor nunca nos pide algo que Él no nos dé antes. Cuando me dice que ame a los enemigos, quiere darme la capacidad de hacerlo. Sin esa capacidad nosotros no podremos, pero Él te dice “ama al enemigo” y te da la capacidad de amar. San Agustín rezaba así —escuchad qué hermosa oración—: Señor, «da lo que mandas y manda lo que quieras» (Confesiones, X, 29.40), porque me lo has dado antes. ¿Qué pedirle? ¿Qué es lo que a Dios le complace darnos? La fuerza de amar, que no es una cosa, sino que es el Espíritu Santo. La fuerza de amar es el Espíritu Santo, y con el Espíritu de Jesús podemos responder al mal con el bien, podemos amar a quien nos hace mal. Así hacen los cristianos. ¡Qué triste es cuando personas y pueblos orgullosos de ser cristianos ven a los otros como enemigos y piensan en hacer guerra! Es muy triste.
Y nosotros, ¿tratamos de vivir las invitaciones de Jesús? Pensemos en una persona que nos ha hecho mal. Cada uno piense en una persona. Es común que hayamos sufrido el mal de alguien, pensemos en esa persona. Quizá hay rencor dentro de nosotros. Entonces, a este rencor acercamos la imagen de Jesús, manso, durante el proceso, después de la bofetada. Y luego pidamos al Espíritu Santo que actúe en nuestro corazón. Finalmente recemos por esa persona: rezar por quien nos ha hecho mal (cfr. Lc 6,28). Nosotros, cuando nos han hecho algún mal, vamos enseguida a contarlo a los otros y nos sentimos víctimas. Parémonos, y recemos al Señor por esa persona, que lo ayude, y así desaparece este sentimiento de rencor. Rezar por quien nos ha tratado mal es lo primero para transformar el mal en bien. La oración. Que la Virgen María nos ayude a ser constructores de paz hacia todos, sobre todo hacia quien es hostil con nosotros y no nos gusta.
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Catena Aurea
Glosa
Había enseñado el Señor antes, que no debemos ofrecer resistencia al que nos hace alguna injuria, sino que debemos estar preparados para dispensarle muchos beneficios; pero ahora enseña que deben dispensarse afectos de caridad y obras de benevolencia a los que nos ofenden con cualquier injuria. Y así como lo primero es el complemento de la ley de justicia, así esto último es el complemento de la ley de la caridad, que, según el Apóstol, es la plenitud de la ley. Por eso dice el Señor: «Oísteis que se ha dicho: «Amarás a tu prójimo».
San Agustín, de doctrina christiana, 1, 30
El Señor no exceptuó hombre alguno para amar al prójimo, demostrándolo en la parábola del que se encontró medio muerto, llamando prójimo al que fue misericordioso para con él, para que comprendiésemos que prójimo es todo aquel a quien se debe prestar socorro si lo necesita. Y que a ninguno debe negarse este auxilio, ¿quién lo duda, diciendo el Señor: «Haced bien a los que os aborrecen»?
San Agustín, de sermone Domini, 1, 21
Se comprende que había cierto grado de caridad en la justicia de los fariseos y la que pertenecía a la ley antigua, porque hay quienes aborrecen aun a aquellos que los aman. Sube, pues, un grado más aquel que ama al prójimo, aunque aborrezca a su enemigo. Para designar esto se añade: «Y aborrecerás a tu enemigo». Frase que no es un precepto, sino una condescendencia con la debilidad.
San Agustín, contra Faustum,19, 24
Yo pregunto ahora a los maniqueos el por qué debe considerarse como propio de la ley de Moisés lo que solamente fue dicho para los antiguos: «Aborrecerás a tu enemigo». ¿Acaso San Pablo no dijo que algunos hombres eran aborrecibles para Dios? Debe también preguntarse cómo se entiende que con el ejemplo de Dios (para quien dijo San Pablo que algunos hombres eran aborrecibles) deben odiarse los enemigos, y que además con el ejemplo de Dios, que hace salir su sol sobre los buenos y sobre los malos y que enseña a amar a los enemigos. Esta regla debe entenderse en este sentido: que aborrezcamos al enemigo por lo malo que en él pueda encontrarse (esto es, la iniquidad), y que amemos al amigo por lo que en él se encuentra de bueno (esto es, la racionalidad de una criatura racional). Oído, pero no comprendido, lo que se había dicho a los antiguos: «Aborrecerás a tu enemigo», eran conducidos los hombres al aborrecimiento del hombre, cuando no debieron aborrecer sino su vicio. A éstos, pues, corrige el Señor, cuando añade: «Yo os digo: Amad a vuestros enemigos». Como que ya había dicho (5,17): «No he venido a quebrantar la ley, sino a cumplirla». Mandando también que amemos a los enemigos nos obliga a comprender cómo podemos a un mismo hombre, ya aborrecerlo por la culpa, y ya amarlo por naturaleza.
Glosa
Pero debe tenerse en cuenta que en todo el discurso de la ley no estaba escrito: «Tendrás odio a tu enemigo», sino que esto se dice en cuanto a una tradición de los escribas, a quienes les pareció que esto debía añadirse porque el Señor mandó a los hijos de Israel que persiguiesen a sus enemigos, ( Lev 26) y borrasen a Amalec de la faz de la tierra ( Ex 17).
Pseudo-Crisóstomo, opus imperfectum in Matthaeum, hom. 12
Como aquello que se ha dicho: «No desearás», no se ha dicho respecto a la carne, sino al alma. Así en este lugar la carne no puede amar a su enemigo pero el alma sí puede amarle, porque el amor o el odio carnal se encuentra en los sentidos y los del alma en el entendimiento. Cuando, pues, somos dañados por alguno, y aun cuando sentimos odio, sin embargo, no queremos ponerlo en ejecución. Conozcamos que nuestra carne aborrece al enemigo, pero que nuestra alma lo quiere.
San Gregorio Magno, Moralia 22, 11
Guardamos verdaderamente el amor al enemigo, cuando ni su felicidad nos abate ni su ruina nos alegra. No se ama a aquel a quien no se quiere ver mejor, y el que se alegra de la ruina de otro, lo persigue en la fortuna con sus malos deseos. Suele muchas veces suceder, que, aun cuando no se pierda la caridad, la ruina del enemigo nos alegre y su exaltación nos entristezca, aun cuando no estemos manchados con la culpa de la envidia. Como sucede cuando, cayendo él, creemos que algunos podrán levantarse perfectamente, y que, progresando puede oprimir a muchos injustamente. Pero respecto a esto debe procederse con mucha discreción para no dejarnos llevar de nuestros propios resentimientos, bajo el pretexto falaz de la utilidad ajena. Conviene pensar también, qué es lo que debemos a la ruina del pecador y a la justicia del que castiga, pues cuando el Todopoderoso castiga a un perverso, debemos alegrarnos de la justicia del juez y compadecernos de la miseria del que perece.
Glosa
Los enemigos de la Iglesia, la combaten de tres modos: con el odio, las palabras y la mortificación de su cuerpo. La Iglesia, por el contrario los ama, y por eso sigue: «Amad a vuestros enemigos». Hace bien, y por lo tanto añade: «Haced bien a los que os aborrecen». Ora, por lo cual prosigue: «Y rogad por los que os persiguen y os calumnian».
San Jerónimo
Muchos, midiendo los preceptos de Dios con su debilidad y no con la gracia o fuerza de los santos, dicen que son imposibles las cosas preceptuadas, y que basta para la virtud no aborrecer a los enemigos, porque, el amarlos, es más de lo que puede soportar la naturaleza humana. Pero debe tenerse en cuenta que Jesucristo no manda cosas imposibles, sino perfectas. Como lo que hizo David con Saúl y Absalón, también lo que hizo el mártir San Esteban, quien rogó por los que le apedrearon y ( Hch 7) San Pablo, que quiso ser anatematizado en lugar de sus perseguidores ( Rom 9). Esto nos enseñó el Señor, y lo hizo también diciendo: «Padre, perdónalos» ( Lev 23,24).
San Agustín, Enchiridion, 73
Pero estas cosas son propias únicamente de los hijos perfectos de Dios. Es a donde debe tender todo fiel y dirigir a este fin su alma, rogando a Dios y luchando consigo mismo. Sin embargo, este bien tan grande no pertenece a tantos como creemos oír cuando se dice en la oración: «Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores» ( Mt 6,12).
San Agustín, de sermone Domini, 1, 21
Aquí nace una cuestión, puesto que mientras que se nos exhorta por el precepto del Señor a rogar por los enemigos, otros textos de la Sagrada Escritura parece que lo contrarían, porque en los profetas se encuentran muchas imprecaciones respecto de los enemigos. Como aquel texto que dice: «Queden sus hijos huérfanos» ( Sal 108,9). Pero debe tenerse en cuenta que los profetas suelen predecir las cosas futuras en forma de imprecación. Mas estas palabras de San Juan son todavía más expresivas ( 1Jn 1,5-16): «Hay un pecado que lleva a la muerte; a nadie digo que ore por él». Por lo anterior, demuestra claramente que hay algunos hermanos por quienes no se nos manda orar, diciendo: «Si alguno sabe que peca su hermano, etc.» Siendo así que el Señor nos manda rogar también por los que nos persiguen. Y esta cuestión no puede resolverse si no confesamos que hay algunos pecados en nuestros hermanos que son más graves que la persecución de los enemigos, pues San Esteban ruega por aquellos que lo apedrean, porque todavía no habían creído en Jesucristo ( Hch 7). Y el Apóstol San Pablo no ruega por Alejandro, porque era hermano y había pecado por envidia combatiendo la fraternidad ( 2Tim 4,14). Sin embargo, debemos confesar que no orar por alguno, no es orar contra él. ¿Pero qué diremos de aquéllos, contra quienes sabemos que han orado los santos, no para su enmienda, porque esa oración la habían hecho ya antes, sino para su última condenación? No queremos hablar de la oración que hace el profeta contra el que ha de entregar a su maestro (porque aquella predicción de las cosas futuras no fue un deseo de condenación), sino de la oración que los santos mártires hacen en el Apocalipsis para pedir venganza de su sangre ( Ap 6,10). Pues bien, esta oración no debe admirarnos, porque ¿quién osará afirmar que se dirigía contra los mismos perseguidores, y no contra el reino del pecado? Nadie. La venganza de los mártires es sincera y está llena de justicia y de misericordia, puesto que pedían que se destruyese el imperio del pecado, que en su reinado tantas cosas habían sufrido. Se destruye el imperio del pecado, parte con la enmienda de los hombres y parte con la condenación de los que perseveran en el pecado. ¿No te parece que San Pablo vengó en sí mismo a San Esteban, cuando dice: «Castigo a mi cuerpo y lo reduzco a la servidumbre»? ( 1Cor 9,27)
San Agustín, de quaestionibus novi et veteri testamentorum, g. 68
También puede entenderse esto diciendo que las almas de los mártires, pidiendo ser vengados, obran como la sangre de Abel que clamaba desde la tierra, no por la voz sino por la razón ( Gén 4). Así como se dice que una obra alaba al artífice que la ha hecho por lo mismo que agrada al que la ve. Por lo demás los santos no son tan impacientes que urjan se haga cuanto antes lo que habrá de acontecer en el tiempo prefijado.
San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 18,4
Considera cuántos grados sube, y en qué estado de virtud nos coloca. El primer grado consiste en no empezar injuriando; el segundo, no vengarse en una cosa igual; el tercero, no hacer al que ultraja daño alguno; el cuarto, exponerse asimismo a tolerar las malas acciones; el quinto, conceder más (o al menos prestarse a cosas peores) lo que apetece a aquel que hizo el mal; el sexto, no tener odio a aquel que no obra bien; el séptimo, amarlo; el octavo, hacerle bien; y el noveno, orar por él. Y como este precepto es grande, añade un gran premio, esto es, ser semejantes al mismo Dios. Y por ello dice: «Para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos».
San Jerónimo
Si alguno, cumpliendo con los preceptos de Dios, se hace hijo de Dios, no podrá decirse que se hace hijo por naturaleza (éste de quien se habla), sino por su voluntad.
San Agustín, de sermone Domini, 1, 23
Según esta regla, debe entenderse lo que aquí se dice por las palabras de San Juan: «Les dio potestad para convertirse en hijos de Dios» ( Jn 1,12): Uno sólo es hijo de Dios por naturaleza, pero nosotros nos hacemos hijos de Dios por el poder que hemos recibido, en cuanto cumplimos las cosas que El nos manda. Y además, no dice: «Haced estas cosas, porque sois hijos», sino: «Haced estas cosas, para que seáis hijos». Cuando nos llama para esto, nos da su propio ejemplo, diciéndonos: «El que hace salir su sol sobre los buenos y sobre los malos y llueve sobre los justos y sobre los injustos».
Por la palabra sol puede entenderse, no precisamente éste que vemos, sino aquel de quien se dice por Malaquías: «Para vosotros que teméis el nombre del Señor saldrá el sol de justicia» ( Mal 4,2), y por lluvia el riego de la divina gracia, porque Jesucristo apareció para los buenos y para los malos, y a todos evangelizó.
San Hilario, in Matthaeum, 4
O bien es en el bautismo y en el sacramento del Espíritu donde da el sol y la lluvia.
San Agustín, de sermone Domini, 1, 23
También puede entenderse este sol visible y esta lluvia con la que nacen los frutos, porque los malvados se lamentan en el libro de la Sabiduría: «El sol no ha nacido para nosotros» ( Sab 5,6), y de la lluvia espiritual se dice por Isaías: «Mandaré a mis nubes que no lluevan sobre la tierra» ( Is 5,6). Pero ya se entienda lo uno, ya lo otro, es obra de la bondad de Dios que se nos manda imitar. No dice solamente: «Que hace salir el sol», sino que añade: «El suyo», esto es, el que El hizo, para enseñarnos a qué generosidad nos obliga su precepto, puesto que no hemos creado nuestros dones sino que los recibimos todos de su magnanimidad.
San Agustín, ad Vincentium, epístola 93,2
Pero así como alabamos estos dones suyos, así también debemos pensar en las correcciones que impondrá a los que El ama. Porque no todo el que perdona es amigo; más vale amar con severidad, que engañar con dulzura.
Pseudo-Crisóstomo, opus imperfectum in Matthaeum, hom. 13
Con toda intención dijo: «No sobre los justos, sino sobre los justos y los injustos», porque Dios concede todos sus dones, no por los hombres, sino por los santos. Así como cuando reprende, lo hace por los pecadores; pero en los beneficios no separa a los pecadores de los justos, para que no desesperen. Ni tampoco distingue a los justos de los pecadores en los males, para que no se gloríen, especialmente cuando los bienes no aprovechan a los malos, quienes, viviendo mal, los reciben para perjuicio suyo. Y los males tampoco perjudican a los buenos, sino que más bien les aprovechan para adquirir mayor mérito.
San Agustín, de civitate Dei, 1, 8
El bueno no se enorgullece con los bienes temporales ni se aflige por los males, pero el malo es castigado por las desgracias de este mundo, porque se corrompe con la felicidad temporal. Por esta razón Jesucristo quiso que estos bienes o males temporales fuesen comunes a unos y a otros, para que ni apetecieren con avidez los bienes que deben considerarse como males, ni se eviten torpemente los males con que hasta los buenos son afligidos.
Glosa
Amar al que nos ama es propio de la naturaleza humana, pero amar al enemigo es propio de la caridad. Por ello sigue: «Si amáis a aquellos que os aman, ¿qué premio recibiréis?» (esto es en el cielo), como si dijese: «Ningún premio» ( Mt 6,12): de esto, pues, se dice: «Ya habéis recibido vuestro premio». Sin embargo, conviene hacer estas cosas y no omitir aquéllas.
Rábano
Si los pecadores quieren amar a los que los aman por naturaleza, con mayor razón, debéis recibir en el seno del más grande amor, aun a aquellos que no os aman, y de aquí sigue: «¿No hacen esto también los publicanos?» esto es, los que cobran impuestos o los que se dedican a los negocios públicos en el mundo o a las ganancias.
Glosa
Pero si solamente rogáis por aquellos que están unidos con vosotros por alguna afinidad, ¿qué tiene de particular el bien que vosotros dispensáis respecto del de los infieles? De donde sigue: «Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué cosa de particular hacéis?» El saludo es cierta especie de oración. ¿No hacen esto también los gentiles?
Rábano
Esto es, los gentiles, (porque ethnicos en griego quiere decir gente en latín), quienes son tales cuales fueron engendrados, a saber, bajo el pecado.
Remigio
Como la perfección del amor no puede ir más allá del amor de los enemigos, por ello, después que nuestro Señor mandó amar a nuestros enemigos, añadió: «Sed perfectos vosotros como es perfecto vuestro Padre celestial». El es perfecto porque es omnipotente y el hombre lo será ayudado por el mismo Omnipotente. La palabra como expresa alguna vez en las Sagradas Escrituras la igualdad y la verdad, como en este pasaje ( Jn 1,17): «Estaré contigo como he estado con Moisés». Otras veces significa una semejanza, como aquí.
Pseudo-Crisóstomo, opus imperfectum in Matthaeum, hom. 13
Así como los hijos carnales se parecen a sus padres en algún signo del cuerpo, así los hijos espirituales se parecen a Dios en la santidad