Santos anónimos

Del amor de Dios está llena toda la tierra (Sal 32,5).

Cristo ilumina a todos hombre que viene a este mundo (Jn 1,9).

El que intente salvar su vida, la perderá; y el que la pierda, la conservará ( (Lc 17,33).

«La vía más directa para ‘lograrse’ es la entrega, la acción social, la renunciación, el sacrificio, el ‘darse’. (…) Si nosotros nos ‘damos’, también la perfección nos será ‘dada’».

 

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         No le conocemos personalmente, no sabemos su nombre, pero eso ¿qué importa? Está ya para siempre individualizado y con un lugar definitivo en la conciencia de todos.

         Es un hombre que murió en un accidente. ¿Recuerdan ustedes el terrible accidente de un Boeing 737 que, nada más despegar del aeropuerto de Washington, chocó contra el puente de una autopista y se precipitó al río Potomac en 1982? Una tragedia absurda, como la mayoría de las tragedias de este tipo. En las aguas heladas del río murieron más de setenta personas. Y uno fue él, un hombre que podía haberse salvado.

         Pero no quiso. Los helicópteros estaban recogiendo supervivientes y habían lanzado un salvavidas a cinco personas que con él se salvaron. Y hubo un hombre al que le fue lanzado el salvavidas y ¡por cinco veces! lo había pasado a otros para que se salvasen antes que él. Cuando el helicóptero pasó por sexta vez, el hombre había desaparecido bajo las aguas.

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         “No hay quien tenga mayor amor que el que da la vida por sus amigos”. Qué decir, entonces, del que la da por los que no sabe si son amigos o no, del que la da por sus «hermanos»… Creo que todos los que supimos la noticia quedamos impresionados. Pero ese escalofrío que sube por las venas hasta el corazón o por la médula hasta el cerebro, no debe hacernos sólo admirar, conmover. Nos debe hacer entusiasmar… e imitar.

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Cristo hubiera hecho lo mismo, porque Cristo es «el hombre para los demás»[1]. Quien hace lo igual que Cristo se asemeja a El: cumple su destino.

La vida no es hacer fortuna, triunfar, ganar,… sino dar, darla, gastarla, perderla por amor. Que nadie se reserve nada para sí. Gastarse por los demás, gastar nuestro tiempo, nuestra vida, cuanto tenemos y somos. Contemplando la vida desde Jesucristo el ideal de la misma no es «ganar el mundo entero», ni querer a toda costa «salvar la propia vida». «¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?» (Mt 16,26). Sólo cuando somos para los demás, somos realmente, y estamos salvados.

Quien da, quien se da, actualiza su esencia, pone en ejercicio su ser; pues el hombre está constituido ontológicamente con la capacidad de dar/se. Quien se dona es. Quien en el darse muere, vive.

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Lo que nos asemeja principalmente a Cristo, a Dios, no es la fe, sino el amor. De ahí que en este sentido haya cristianos anónimos.

No es la fe lo que propiamente hace cristianos, sino el amor misericordioso. El diablo «tiene fe», cree en Cristo-Dios, y sin embargo no es cristiano; si el diablo amara, dejaría de ser diablo. Seguro.

Quien cumple con su responsabilidad, quien ama,… hace la voluntad de Dios, se sea consciente de ello o no. Dios está vivo en su corazón, reinando, insuflando su aliento de vida.

Si hemos de ver a cada hombre, sea de la cultura, de la religión, del país, raza, o condición que sea, como a otro Cristo,… ¿por qué no estimarlo como también cristiano, aunque sea anónimo?

Decía Santo Tomás de Aquino: «Todo lo que es verdadero, sea quien sea el que lo diga, procede del Espíritu Santo». Y en esta sintonía cabe afirmar que también lo haga quien lo haga.

El amor auténtico es siempre divino. (…) ‘Allí donde existe caridad y amor, allí está Dios’. La descripción del juicio final que hace que Jesús muestre que el hombre que hace algo por un hermano o por una hermana con amor desinteresado, está necesariamente en contacto con Cristo (Mt 25,31ss)”.

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El Cristo resucitado que llena todo el cosmos, se hace presente de forma concreta en todo hombre que colabora por su causa.

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