Sitio a la Iglesia

Ha sabido que numerosos eclesiásticos católicos abusaron sexualmente de menores durante la segunda mitad del s. XX, y que algunos obispos encubrieron los hechos. A pesar de esta sinrazón, las reacciones del laicismo han puesto de manifiesto que la Iglesia Católica es el último mantenedor de la razón en la sociedad moderna.


¿Por qué se corrompieron tantos clérigos que juraron pobreza, obediencia y castidad para servir al prójimo sin ataduras mundanas? Porque prefirieron servirse del prójimo y atarse al mundo. Un mundo donde al menos el 50% de los abusos sexuales se comete en la propia familia.

Sólo en EEUU, hay 39 millones de víctimas de abusos, y 290.000 casos en escuelas públicas cada década. En 1993, la Asociación Internacional de Gays y Lesbianas (ILGA) accedió a la condición de consultor de la ONU; en la ILGA están integrados grupos pederastas como la Asociación Norteamericana por el Amor Hombre-Chico (Nambla). En Suiza se distribuyen preservativos de talla preadolescente por iniciativa gubernamental. En España abusa del 23% de las niñas y del 10% de los niños. En Gran Bretaña se acaba de aprobar una ley para «educar en sexo y relaciones» a niños de 5 años.

Entregados a este mundo, es lógico –diría Chesterton– que muchos sacerdotes hayan fracasado al intentar vivir de acuerdo con el cristianismo; pero muchos más hombres fracasen al intentar vivir sin él.

¿Por qué algunos obispos ordenaron a futuros abusadores, y después los encubrieron y despreciaron a las víctimas? Porque dejaron de ser apóstoles y se convirtieron en funcionarios de una franquicia religiosa. Muchos descuidaron la selección y la formación de seminaristas. No pocos ordenaron a sacerdotes sexualmente desequilibrados, incapaces de vivir su identidad cristiana con plenitud, y acabaron aplicándoles psicoterapia en vez del Código Canónico. Muchos hicieron del plan pastoral un plan de marketing, y del prójimo un consumidor al que pescar aguando el Evangelio. Algunos abdicaron del magisterio, permitieron la disidencia de curas mundanizados y toleraron la enseñanza del sexo como pasatiempo en instituciones católicas. Incluso un puñado de obispos, como el belga Vangheluwe o el noruego Müller, abusaron de menores. Demasiados obispos, en definitiva, perdieron el vigor de la fe y se lo hicieron perder a su rebaño durante la segunda mitad del siglo pasado.

¿Cómo ha respondido la Iglesia a esta crisis? Benedicto XVI no ha ocultado el problema y ha mostrado sus causas. Su memorable carta a los católicos de Irlanda recuerda que se trata de una crisis de fe, muy relacionada con secularización interna de la Iglesia. Además, el Papa ha acogido y reconfortado personalmente a las víctimas en numerosas ocasiones, la última en Malta. Y está decidido a acabar con los abusos: no olvidemos que fue el entonces cardenal Ratzinger quien en 2001 impulsó el procedimiento especial para sacerdotes que solicitaran sexo en el confesionario, y quien contribuyó a atajar a crisis similar que estalló en EEUU durante la Cuaresma de 2002. Las medidas demostraron su eficacia: sólo 6 de los 62.000 abusadores estadounidenses denunciados en 2009 fueron sacerdotes.

Por consiguiente, sabemos que los casos de abusos sexuales a menores por parte de religiosos existen y son graves; que afectan a una mínima minoría de sacerdotes; que son insignificantes en comparación con la estadística global; que se producen en un entorno que extiende la erotización de la sociedad a los menores; que tienen su causa en la descristianización de sacerdotes y obispos; y que los remedios de Benedicto XVI son eficaces. Una sociedad capaz de raciocinar en fila debería plantearse lo siguiente: ¿por qué cada año hay más abusos sexuales? ¿Por qué el 99,9% de los abusadores son seglares? ¿Por qué aumenta la insistencia en la sexualización de los niños? Éstas son las preguntas capitales. Pero, contra toda lógica, los dedos del laicismo siguen señalando a la Iglesia.

Las contradicciones de tales fiscales desconciertan al sentido común. La ideología feminista critica los abusos sexuales del clero; pero tiene por biblia El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, proveedora de menores para uso de Sartre. El homosexualismo acusa a la Iglesia de pederastia; no obstante, venera al sexólogo Alfred Kinsey, para quien la pederastia era una manifestación normal de la sexualidad. El Gobierno francés amonesta al Vaticano; sin embargo, mantiene como ministro de Cultura a Frédéric Mitterrand, que en 2005 publicó sus encuentros pedófilos en Tailandia. El PSOE se escandaliza del sexo con menores, mientras enseña a masturbarse a niños de 6 años. Joan Herrera, diputado de ICV-Els Verds, condena la «degradación moral» de la Iglesia; pero olvida que Los Verdes alemanes pidieron la despenalización de la pedofilia hace ya veinticinco años. Pedro Zerolo pide a los obispos «asumir responsabilidades», al tiempo que elogia a Fernando Lugo, obispo abusador de menores y hoy presidente de Paraguay. El New York Times acusa al Papa de encubrir a repugnantes pedófilos; pero en 1997 pedía no hablar de pedofilia, sino de «alguien que te quiere, aunque no de modo correcto». ¿Dónde está la coherencia discursiva? ¿Acaso la modernidad ha perdido el juicio?

Sí, el laicismo está cegando el juicio de Occidente. La indignación contra los abusos sexuales en la Iglesia no pretende acabar con los abusos, sino con la Iglesia. Por eso se ha transformado irracionalmente en un ataque al papado, el celibato y las enseñanzas católicas que estorban a la modernidad. Una vez más, el secularismo presenta a la Iglesia como un peligro social: si el discurso de Ratisbona amenazaba la paz mundial, y las dudas sobre la eficacia de los preservativos para detener el sida atentaban contra la salud pública, ahora se muestra a la Iglesia como un peligro para los menores. Y tal vez mañana se le acuse de discriminación e incitación al odio por su magisterio sobre el sacerdocio masculino y la homosexualidad.

La crisis de los abusos sexuales en la Iglesia es una crisis de fe, provocada por querer introducir al mundo dentro de la Iglesia. La respuesta del laicismo es una crisis de razón, orientada a expulsar a la Iglesia del mundo. De nuevo el secularismo pone sitio a la Iglesia para quitarle el sitio. De nuevo muchos de los que razonan la fe y creen en la razón desearían no pertenecer a la Iglesia, y así poder experimentar el gozo de unirse ahora a ella en el combate por la cordura y la claridad moral.

Por Guillermo Elizalde Monroset

© Fundación Burke

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