Nuestra religión es la religión del amor, la de un Dios que nos ama. En él tenemos la razón de nuestra creación.
Dios que no sabe hacer otra cosa que amar, movido por este esencia de su ser -Dios es amor (1 Jn 4,8b)- decidió crear a un nuevo ser, el humano, para que viniera a existir, a ser, según un parentesco al suyo -hecho a imagen y semejanza de Dios-, y participara de su felicidad, felicidad eterna.
Dios nos amó en antes de que fuéramos (cuando pergeñó la idea la Trinidad, y que tanto irritara a los ángeles rebeldes), en el momento de ser (en nuestra creación), cuando estamos siendo (pese a todas nuestras infidelidades) y cuando seamos con Él eternamente. De modo que estamos en marcha alegre y difícil al mismo tiempo hacia la amistad con mayúsculas de la Trinidad.
Dios emite esa efusión de amor que lo sostiene todo, todo cuanto existe.
Creer es la cosa más apropiada y lógica. Pues se apoya en la concepción de una creación -a nuestra- que ha sido originaria en lo más hermoso y bueno que hubiera podido ser motivado o causal: El amor de un Dios que es amor. Dios movido por esa su esencia movido decidió crear a un nuevo ser, el humano, para que viniera a existir, a ser, según un parentesco al suyo -hecho a imagen y semejanza de Dios-, y participara de su felicidad, felicidad eterna.
Esa basa amorosa que nos fundamenta y constituye la verdad de nuestro ser, define nuestra naturaleza. De modo que el amor supone ser el oxígeno de nuestra existencia verdadera, la de nuestro ser espiritual indestructible, eterno. El amor nos es tan fundamental que su falta acarrea graves consecuencias en nuestro desarrollo más humano. Esto se ve claramente en la necesidad del crecimiento del niño, para que madure confiadamente; si no ha experimentado el sentirse arropado por el amor de otro ser humano, surge en él la agresividad y el comportamiento antisocial.
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