La codicia ciega al hombre

         Los que quieren enriquecerse caen en la tentación, en lazos y en muchas codicias insensatas y funestas que hunden a los hombres en la ruina y la perdición, porque la avaricia es la raíz de todos los males (1 Tim  6,9-10a).

        «Para San Pablo, el más execrable pecado es la avaricia. Y esto porque la avaricia consisten en tomar los medios por fines«[1] (Unamuno).       

          «La avaricia generalmente embota el buen juicio humano y pervierte los criterios«[2] (San Ambrosio).

 

 

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           Un emisario conducía al palacio de Alejandro un mulo el cargamento de oro de su última conquista. Tal era el peso que el animal no pudo con él y se desplomó reventado. El emisario entonces remplazó al mulo, se echó la carga sobre sus hombros, y despacio y agobiado consiguió llevar el cargamento al palacio. Cuando Alejandro lo vio, se maravilló, y le dijo:

           ¿Serías capaz de llevar aún ese oro un poco más lejos?

           El subdito, jadeante por la fatiga, dijo:

           Por Alejandro, sería capaz de todo. Pero…

           Esta bien. Pues… si lo llevas hasta tu casa, tuyo es.

        El hombre hizo entonces un esfuerzo ímprobo; pero el agotamiento era tal, que unos metros más allá se desplomó muerto, aplastado bajo la carga.

             Entonces Alejandro exclamó:

           ¡La codicia y la ambición… dan mucha fuerza, pero también insensatez y locura! 

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           No hay avaricia sin castigo, aunque bastante castigo es ella misma (Séneca[3]). 

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Si nuestro corazón está cegado por la osrudidad de la avaricia de los interes, especialmente el del señor dinero, ¡cuánta será la oscuridad! (Mt 6,23).

La avaricia ciega al hombre, le conduce a erroes, le llena de temores y le endurece. Consecuencia de ello es la insensibilidad de la conciencia.  Muchos grandes hombres de empresa gozan de bien merecida fama de ser duros de corazón. Con la codicia se gana dinero y se pierden personas.

«Posee justamente quien no se deja llevar de la codicia. El que está dominado por la avaricia es poseído, no poseedor«[4] (San Isidoro). El ansia de tener dinero acaba por convertirse en una dependencia -una droga- de la que es «imposible» escapar; un neurótico obsesivo por una idea fija: acumular dinero. Observaba Spinoza que no hay diferencia entre el loco que, dominado por su manía, no puede pensar en nada más y “el avaro que no piensa en otra cosas que en la ganancia y el dinero”[5].

«Los ricos, en cuanto ricos, no pueden ser entendidos, porque tratan en grueso hasta en el discurrir, y San Agustín dice que la riqueza y el poder son enfermedades del entendimiento«[6]  (Quevedo).

El avaro codicia, acumula dinero, pone su identidad, su seguridad, su felicidad, la razón de su existencia, su realizarse como persona en el triunfar en los negocios cuyo distintivo es el dinero. Esto produce un estado de embriaguez y exaltación patológica del dinero al que se ha transferido la autoestima y el único criterio de valor. El dinero les es todo. De modo que el mismo Jesucristo sentenció: «Donde está tu tesoro allí estará tu corazón» (Mt 6,21).  .

«Yo o exhorto a huir en todo de la avaricia y a no traspasar nunca los límites de lo necesario. Y es así que la verdadera riqueza y a la opulencia indestructible esa en buscar lo necesario y distribuir debidamente lo que pasa de la necesidad«[7]  (San Juan Crisóstomo).

Pero la avaricia no sólo tiene el color del dinero, sino que en cualquiera de nosotros hasta el más pobre puede convertir cualquier cosa en objeto de codicia. Objeto ambiacionado codiciosamente -endiosado, como un fin último- al que se le debe aplicar cuanto pensamos acerca del concepto dinero.

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Hay diferentes formas de avaricia, y hasta en las mejores causas puede darse:

Hasta la entrega, el bien, la generosidad, etc., se pueden convertir en ego-ismo, en desamor, en satisfacción posesiva…

Uno se puede dedicar a los demás, por los demás mismos, por amor, o se puede dedicar por uno mismo, por orgullo, por su ego-ismo. En este caso la obra no descansa sobre la bondad y la entrega, sino sobre la avaricia, que todo lo perturba y contamina, hasta las más aparentes buenas acciones.

Quien no renuncia a sí mismo, no puede dedicarse a los demás.

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Quien descubre el tesoro que lleva dentro y se cierra sobre sí mismo, o es que verdaderamente no lo ha encontrado o es un avaro (que lo entierra, como en una cajafuerte; no lo ha descubierto su encanto, es decir, que el tesoro que esa inmensa riqueza  es gracia), y que la paradoja está en que esa riqueza cuanto más se da gratuitamente en más riqueza se incrementa, y al contrario, se empobrece. Pues para confundir a la lógica del mundo, lógica avarienta, ese tesoro no es posesión sino donación, gracia.

El inventor de está lógica la del darse, la del amor  no somos nosotros, sino el mismísimo Dios, y a quien no le convence esa forma de pensar, quien no se compromete con ella, quien no la sume y la lleva a su vivir cotidiano, digámoslo claro, no cree realmente en su autor, carece de fe; es decir es un ateo prácticamente, por mucho que diga «¡Señor, Señor…!»

 

«Guardaos bien de toda avaricia; que aunque uno esté en la abundancia, no tiene asegurada su vida con la hacienda» (Lc 12,15).

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[1] «Agonía del cristianismo», Alianza Editorial, Madrid, 1986, p.113.

[2] En SIERRA BRAVO, R.: o. c., n.708.

[3] Cartas a Lucilio, Carta CXV

[4] En SIERRA BRAVO, R.: «Doctrina Social y Económica de los Padres de la Iglesia», Cía. Bibliográfica Española, S.A., Madrid 1967, n.935.

[5] GONZALEZ-CARVAJAL, L., La causa de los pobres, causa de la Iglesia, Sal Terrae, Santander, 1982, p.30.

[6] QUEVEDO, F.: «Sentencias»: Obras Completas, Ed. Aguilar, Madrid 1932, p.827.

[7] En SIERRA BRAVO, R.: o. c., n.386.

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